El martes será el día clave que definirá probablemente más que el resultado del conflicto entre el Gobierno y el campo: podría convertirse en la llave para leer el futuro político de la presidenta Cristina Fernández y del mundo kirchnerista instalado en el poder desde hace más de cuatro años.
El Gobierno tiene dos caminos: buscar al menos una salida elegante que no revele ni debilidad ni inflexibilidad, y que conforme al menos a medias al campo para poner así fin a un conflicto que se extendió demasiado, o romper lanzas con el sector, sellando la hipótesis oficial de que la confrontación es el único camino posible para los Kirchner para seguir mandando en la política.
Si optaran por el primero de los trayectos, no sólo acercarían una solución a un conflicto que perjudica a todos, sino que además llevarían tranquilidad a una sociedad hastiada de agitación. Si fueran por el segundo, lograrían una suerte de victoria a lo Pirro: podrían ratificar su presunta fortaleza frente a las demandas de quien fuere, pero se estaría empujando más hacia el aislamiento de la realidad que ya revela síntoma preocupantes en el Olimpo del poder argentino.
El espejo en el que se miran los Kirchner y sus pocos y temerosos colaboradores les devuelve una imagen distorsionada de lo que en realidad es. Si ellos creen que han logrado apoyo social en el enfrentamiento con el campo, para convertir en dicotomía campo y gente común, no lo han conseguido. Lejos de ello, los productores despertaron más solidaridades que rechazos.
Tampoco se digiere con facilidad el observar un esquema de poder que es, al menos, confuso para la mayoría de la gente. Que hoy muchos se estén preguntando quién gobierna en realidad el país, si la presidenta que fue electa por voto popular o su esposo, es otro síntoma sumamente preocupante con diagnóstico más que incierto, o en el cual, por lo menos, es ineludible mencionar la alteración de los métodos en el sistema republicano que conocemos.
El espejo de los Kirchner les indica que sólo la crisis en el campo, su prolongadísimo paro y los cortes de ruta generaron la inflación, son los causantes de la inflación, y que el fenómeno desaparecerá como por arte de magia si finalmente logran torcerle el brazo a los hombres que hoy reclaman en contra de una medida oficial que les cayó pésimo: el aumento de las retenciones a las exportaciones.
Sin embargo la realidad indica que el peor flagelo para la economía nacional ya estaba instalado desde mucho antes que los productores salieran a la ruta, y si no, habrá que remontarse al momento en que se decidió alterar las mediciones del INDEC para hacer creer a la gente algo que no existe: que los precios no sólo no subían, sino que incluso bajaban.
El espejo de los Kirchner les devuelve una imagen de fortaleza inquebrantable en el manejo de la cosa pública, mientras que el de la realidad refleja a un grupo de figuras que están dilapidando su enorme capital político de una manera incomprensible.
El martes, el debilitado jefe de Gabinete, Alberto Fernández, quien la semana pasada afrontó el momento más crítico de su larguísima gestión, convocará a la mesa de un diálogo extraño, que tiene distintos canales de comunicación o de incomunicación, con una espada de Damocles pendiendo sobre la cabeza de todos los participantes.
Porque si el Gobierno finalmente decidiera mantenerse encerrado en su postura de rigidez y se propusiera doblegar a los hombres del campo, difícilmente logre su objetivo de anotar ese episodio como un triunfo político: todos perderían.
En primer término perderían los propios habitantes del poder, por mostrar al menos falta de inteligencia para resolver las tensiones entre sectores, por cuanto una de las partes en conflicto es la propia administración oficial. Perdería porque se reavivarían las protestas en las rutas y además, porque seguiría mermando su recaudación en concepto de retenciones agropecuarias, para mencionar algunas de las consecuencias que podría acarrear ese acto de obstinación.
Perderían los hombres del campo, porque seguirían viendo frenados sus negocios que no sólo redundan en su propia riqueza, sino en la de todo el país, por el altísimo componente en el Tesoro nacional que han venido integrando las divisas obtenidas de las exportaciones agropecuarias. Perderían también los productores si el Gobierno cumpliera con amenazas de incautar cosechas para hacer lo que deseen con ellas: o bien dejarlas paradas en la Aduana, como ocurre actualmente con carnes.
Pero también perdería la gente común, cuya actividad no tiene nada que ver ni con el campo ni con la política, porque no sólo constataría más aún la presión de la inflación y el desabastecimiento, sino lo que es peor, seguiría desangrándose su fe en sus gobernantes.
En definitiva, una vez más sufriría el país por los errores de sus gobernantes, lo que ya es harto conocido en la historia argentina. Hasta el mundo mira con asombro la forma en que el Gobierno ha venido manejando el enfrentamiento con el campo. Es difícil comprender por qué alguien desearía matar a la gallina de los huevos de oro, ya que en esta etapa de la economía internacional el fruto de la generosa tierra nacional que desborda de alimentos para acudir a las necesidades del mundo debería ser lo más cuidado, y no lo más castigado.
El Gobierno tiene muchos desafíos por delante. Además de tomar una decisión sobre la forma en que seguirá manejando las tensiones, debe resolver si continuará revelando un doble comando en su administración que tanto daño hace no sólo a las instituciones de la democracia, sino a la propia presidenta Cristina Fernández, cuya imagen positiva ante la opinión pública parece entrar en caída libre.
Se sabe que el matrimonio Kirchner tiene un hábil manejo del poder en cuanto a sumar voluntades de dirigentes políticos, legisladores, gobernadores e intendentes: lo hace mediante un manejo de los fondos públicos que distribuye a su antojo y a su mayor conveniencia, encontrando a cambio promesas de lealtad eterna, al menos mientras siga fluyendo dinero de la caja. He allí otra imagen distorsionada que devuelve a los Kirchner su espejo hecho a medida: a la postre, no valdrá tanto que los dirigentes acumulen para su provecho y para su imagen, si la gente podría darle la espalda en el momento menos pensado.