El momento es propicio para examinar la verdad de un dicho que anima el núcleo duro del accionar presidencial. Manejado de modo subrepticio pero dotado de esa expresividad que suele ornar las construcciones ingeniosas, parafrasea de alguna manera una vieja verdad revelada, aquella que postula la imposibilidad de cocinar una rica tortilla sin romper primero los huevos.
En este caso, la turbulenta praxis kirchnerista proyecta la complicada idea de que, en ciertas ocasiones, es preciso valerse de viejos ladrillos para edificar casas nuevas.
¿Es Hugo Moyano, por ejemplo, un caso paradigmático de esa vetusta arcilla con la que se moldea una flamante edificación?
Este gobierno ha venido teniendo desde mayo de 2003 una formidable y excepcional posibilidad de convocar a hombres y mujeres cuya presencia hubiera renovado drásticamente el escenario permanente de los hacedores del país.
Sólo en algunas contadas áreas, Kirchner se ha manejado con ese criterio y apeló a personajes que podrían implicar avances cualitativos singulares.
Han sido una minoría y se los suele asignar a áreas no críticas y en cargos no estelares. ¿Nombres? En Cultura, por ejemplo, Nun, González y Tarcus son individuos capaces de agregar miradas y tal vez prácticas distintas. Lo es, en cierto sentido, Filmus en Educación, un ministro que no ofende el pudor medio de los sectores de la sociedad más preparados para hacer lecturas inteligentes.
Lo era Bielsa en Exteriores, pero su alto perfil y su astucia discursiva, sazonada, además, por su vecindad con las cuestiones culturales lo hicieron brillar “demasiado” en las cercanías de Kirchner. Salió expelido.
Pero en otras zonas de decisión oficial, el Gobierno se ha manejado con pétrea e inamovible adhesión a rancias sabidurías convencionales.
El listado de los proverbiales en funciones revela que el Presidente ha sido un conservador nato, a la hora de convocar a sus interlocutores e integrar sus cuadros de conducción.
Nada nuevo, claro, pero vale la pena dar cuenta de estas decisiones estratégicas, toda vez que el penoso cachivache de San Vicente revela que, no por nada, Kirchner prefirió a gente como Hugo Moyano cuando se trató de plasmar su contraparte certificada a la cabeza del aparato gremial.
Así, Moyano es a los sindicatos lo que Albistur, por ejemplo, es a los medios de comunicación; De Vido, Jaime y Cirielli, a todos los negocios encarados por y desde el Estado; Aníbal F., a la seguridad; y Alberto F., a la real-politik.
En pocos terrenos este inmovilismo ha sido más evidente que en los acuerdos del Presidente con los gobernadores, entre los cuales se ha movido con un pragmatismo tan descorazonante que sigue sobresaltando a una cierta progresía incauta, para la cual Kirchner sería un personaje “contradictorio”, alguien que, de pronto, aparece curiosamente pegado a gente como Maza, Fellner, Busti, Gioja, Insfrán o Rovira.
No lo es. Tampoco es un arrebatado. Que hoy quieran esconder a Moyano dentro del placard no quiere decir que su convalidación por Kirchner haya sido un asunto menor. No hay sutilezas en ese ajedrez: al día siguiente de este desolador 17 de octubre, el Presidente y su mujer se subieron a un palco suburbano junto a Mario Ishii, el amo de José C. Paz, en directa alusión a un dato de la realidad: si hay complicidad explícita con lo más arquetípico de la vieja política, el Gobierno no sólo no quiere que pase inadvertida sino que, peor aún, se mostrará reconfortado y sin quejas, junto a sus principales símbolos, sin protestas ni lamentos, leal al criterio sacrosanto de esta época: es lo que hay.
Kirchner pidió, junto a Ishii, que no lo dejen solo. Triste expresión: ¿nadie le recordó al Presidente quién patentó la frase “No-me-dejen-solo”?
En materia de sindicatos, Kirchner, que despotrica contra periodistas y políticos porque los califica de corporaciones y piezas de museo, eligió no confrontar ni cambiar demasiado. Estaba “hecho” con Moyano y sus seguidores, hombres como Palacios y Viviani, esencia encarnada del agrio y sempiterno gremialismo afecto a los mandobles y la colonización del poder.
No iba Kirchner a correr riesgos, y así, alguien que teóricamente tendría más que ver con la simbología progresista del oficialismo (De Gennaro, de la CTA) quedó fuera de la nomenclatura gubernamental.
En el verano de 1984, Alfonsín se rompió la cara con el peso muerto de una mayoría parlamentaria, la peronista, que le hizo trizas su ¿utópica? idea de democracia sindical. Tozudo, tal vez demasiado ingenuo, a poco andar supo que la estructura sindical no sería tocada por el peronismo. Trastabilló y no se repuso: dos años más tarde, nombró a alguien “del palo” sindicalista como ministro de Trabajo, lo cual fue perfectamente estéril a los efectos de domar a los gremios peronistas.
Con Patricia Bullrich, el gobierno de la Alianza les mojó la oreja a muchos capitostes, que la destrataban como “piba”. Tampoco prosperó. Si Ubaldini le hacía paros a Alfonsín, Palacios pedía la devaluación urgente del peso argentino cuando De la Rúa ya iba, sin carroza, rumbo a su muere político.
Ni el peronismo del verano de 1984 ni el de la primavera de 2006 difieren de una verdad aceptada y consagrada: con los “muchachos” no se jode.
El cadáver de Perón fue trasladado con anuencia del Presidente y la seguridad fue encargada a los “muchachos”, integrantes de un aparato que es ajeno a la estructura estatal, datos de enorme trascendencia.
Como dice mi amigo, el dueño del chalet Arrabal, la relocalización del féretro “es como privatizar la emoción que, sin duda, sigue generando Perón en nuestra sociedad. Y la privatización genera un peaje para quien tenga el dominio de la cripta”.
Por eso, San Vicente es coherencia pura, aunque el Presidente se lamente de que lo hagan sufrir y le amarguen la siesta.
Primero calificó de muertos a quienes organizaron la transferencia de los restos de Perón a esa quinta bonaerense. Después aceptó hablar en ese acto fúnebre. Terminó sin poder ir, pero no por un complot internacional ridículo, sino porque estaba en la escorpiónica naturaleza de la criatura hacer lo que hizo, comportarse de esa manera, revelar su esencia profunda.
No son contradicciones apasionantes y creativas, sino ambigüedades más bien sórdidas las que llevan al país a la enésima y melancólica lamentación de su atraso.
La canalla que mostraba vientres empapados de cerveza y furibundos garrotes en la mano, de la que surgió el inefable chofer-pistolero sindical apodado “Madonna”, es el rostro revelador de un país al que, hasta hoy, el Presidente decidió no cuestionar