Tal vez la desbordante y diaria inventiva que aplica Néstor Kirchner para lucubrar embelecos en los futuros comicios, medios cuestionables y poco edificantes para una fe democrática, le impidan descubrir el eclipse al que será sometido su altar político desde la madrugada del próximo 28 de junio. Bondadoso, el cronista. Quien adelantó octubre a junio en votos sabe que la oscuridad, entonces, hubiera sido total; quien utiliza a gobernadores, intendentes y funcionarios como escudos humanos no ignora que sin este auxilio de cultura oriental jamás habría, en términos políticos, un día siguiente.
Inclusive, aun con asistencias indeseadas –e indeseables–, con una ingeniería electoral digna de mejor propósito, para esa jornada se le reserva al autor una desagradable información: se consagrará el fin del monotrolio del santacruceño. Es decir, si hasta ahora era un dios supremo entre dioses minúsculos (ya que nunca alcanzó el monoteísmo político, la existencia de un solo Dios, su verdadero objetivo), aquellas deidades menores casi ignoradas durante un lustro comenzarán a imponerle condiciones de vida, le amputarán territorios y privilegios, finalmente habrán de establecerle plazos fijos para su propia vigencia (y la de su esposa).
Los cuzquitos que nunca consideró, a los que podía alquilar o comprar, de los que aún pretende servirse, esos que merodeaban la trastienda en busca de algún desecho, ahora le husmean y mordisquean su carne en la parrilla como reza el refranero gauchesco. De la decadencia a la caída, sin cumplir la mitad siquiera del sueño dinástico de los 20 años en el poder (cuatro de él, ocho de su esposa, otros ocho posteriores de su coleto), algo así como la modesta y fallida década que había diseñado para sí en el trono, desde la fuerza militar, Juan Carlos Onganía, con el argumento de que pretendía cambiar la Argentina. De que había instalado un “modelo” al cual se debía preservar. Aún con 70 días por delante frente a lo ineluctable, la pregunta en la intimidad de Olivos es la siguiente: “¿Qué nos pasó?”.