No entendieron nada. Ni siquiera entendieron, pobres, a Perón.
En su sepultura institucional, el peronismo se obstina en mostrar que mantiene la pesadez de sus incorregibles características borgeanas. San Vicente fue como Ezeiza. Pero en versión berreta.
La imposibilidad de construcción de liderazgo político los lleva, a los dirigentes, a exhibir legitimidad aferrándose, al menos, a alguna de las manijas del ataúd de la Cochería Paraná. Tanto hacer triste política de caja deja frutos. Para terminar con disputas inútiles de protagonismo, a través de la ubicación litigiosamente privilegiada de alguna bandera.
El General, en el fondo, merecía este encuentro "con su pueblo". Así lo definía, con optimismo desbordante, el entrañable amigo Antonio Cafiero. Un homenaje, en definitiva, a la coherencia. A la carencia absoluta de herederos. El General merecía, con seguridad, esta sepultura suntuosa, en una localidad tan a trasmano.
Sin embargo puede confirmarse que le hubiera convenido, al General, haber sido oportunamente cremado. Para diseminar, sin gran pompa, sus cenizas desde el balcón.
Hubiera evitado, por ejemplo, la amputación horriblemente esotérica de las manos.
Hubiera evitado, incluso, que 32 años después le sacaran "sustancia ósea". Durante una mañana de lluvia colmada de camarógrafos. Y por cuestiones de identidad.
Hubiera evitado, en fin, lo peor. El vejamen grotesco de la mudanza mediática. La fantástica necrofilia que exhibía, en el primer plano, la declinación absoluta de su máxima creación.
Del peronismo sepultado. Del que queda, aparte de una serie de imposturas caricaturales, un mausoleo alejado. Unas franquicias desestructuradas. Y una canción, para canalizar, con algarabía, la rebeldía del espíritu.
* Publicado en el sitio jorgeasisdigital.com