Si la historia no fuera irreversible, podríamos apostar a que con Perón en la presidencia no se hubiera producido el golpe de Estado de 1976, el país hubiera evitado la tragedia del Proceso y los últimos treinta años hubieran sido muy diferentes. Una de las incógnitas más polémicas en la biografía del líder justicialista es por qué, sabiendo que sus días estaban contados, permitió que el timón del Estado y de su movimiento quedara acéfalo o, peor aún, en manos de Isabel y López Rega.
Aquel desenlace imperdonable, que dejó expuesta a la sociedad a lo que sobrevino, podría haber significado el fin del peronismo, si no fuera porque esta multitudinaria corriente política, surgida de una etapa añorada de construcción de la Nación, enraizada en las clases trabajadoras e idealizada por las nuevas generaciones, ya era un mito, una necesidad o una fatalidad histórica, que expresaba poco menos que la identidad de un pueblo y sus no siempre compatibles expectativas de un futuro mejor. Los mitos no se disuelven de un día para otro. Así como en los años de proscripción y resistencia, en un clima de época revolucionario, el peronismo pudo encarnar la versión local de los movimientos que sacudían la periferia del mundo y que entonces se llamaban “de liberación nacional”, en el siguiente período de reflujo de las utopías iba a iniciar otro periplo de ostracismo, resurrecciones y caídas, negándose a sí mismo para volver a alzar las esperanzas que, contra recurrentes pronósticos, lo han mantenido con vida hasta hoy.
El fantasma del populismo. Cuando la Junta Militar dio a luz las “Bases Políticas para el Proceso de Reorganización Nacional”, uno de los colaboradores civiles de la dictadura, el socialista democrático Américo Ghioldi, señaló que “el núcleo central de la cuestión que trata el documento de las Fuerzas Armadas es el peronismo”, pues “el problema de hoy es el de 1955, 1958, 1976. Ser o no ser. La identidad argentina reconocible desde Mayo y la Constitución, o el retorno al primitivismo, al mito y las exaltaciones irracionales” (revista Siete Días, diciembre de 1979). Civilización o barbarie. El dilema sarmientino seguía siendo el supremo argumento para aplicar el poder criminal del Estado al movimiento popular.
La Junta deseaba “un Estado con autoridad”, apto para preservar a los ciudadanos, primero del “populismo demagógico y anárquico”, y segundo de “los totalitarismos”. El documento, pretendidamente fundacional, se extendía en una serie de prescripciones dirigidas a desarticular aquel engendro político que constituía su principal preocupación: la industria nacional recibiría un apoyo “selectivo” del sector externo “con las menores restricciones posibles”; los grupos sociales intermedios, o sea los sindicatos, “deberían mantenerse totalmente ajenos a la actividad político-partidaria”, y en el régimen de partidos sería necesario “perfeccionar” las inhabilitaciones “selectivas”. En este texto, donde campea la soberbia de los autodesignados tutores del país, se reiteraba obsesivamente la idea de “selectividad”.
Sebastián Soler, por citar a un jurisconsulto que ejemplifica la parábola de la vieja clase dirigente en su tránsito del liberalismo autoritario al más crudo autoritarismo militarista, recomendaba públicamente a los generales proscribir al peronismo e incluso a “muchos dirigentes radicales que se acercaron a Perón”, para lo cual proponía el modelo brasileño de inhabilitaciones, la “casación”. Según el folleto de su autoría “Democracia”, ¿qué es, cómo se llega?, ¿quiénes sí, quiénes no? (separata de Gente, junio 1980), los males del país se resumían en el peronismo y su “demagogia de carácter populista”. El pueblo, explicaba, no estaba capacitado para inteligir “la esencia del espíritu republicano”, evocando que los fundadores del liberalismo habían partido de la ilusoria premisa de que los hombres eran buenos e inteligentes y su voluntad tendía al bien y la verdad: quedaba claro, dentro de tal razonamiento, que los pueblos son malos y necios y su voluntad debía ser convenientemente reprimida.
El lenguaje político sirve para revelar y ocultar, para aclarar o confundir la visión de la realidad. El periodismo y las ciencias sociales no son inocentes en estas operaciones que consisten, según la definición de un poeta amigo, en “rebautizar los efectos para ocultar las causas”. Así ocurre con la ambigua categoría de populismo, arma arrojadiza desde discursos ideológicos opuestos, comodín dialéctico para vagas caracterizaciones, que se sigue utilizando hoy para descalificar a los nuevos actores políticos sudamericanos. Sin embargo, el término puede servir también para entender el meollo del asunto.
Simplificando una elaboración del politólogo Ernesto Laclau, el populismo no definiría la naturaleza de una fuerza política, pero la denominación es correcta si designa una instancia clave de su estructura: un modo de apelar al conjunto del pueblo, por sobre las clases, para enfrentar el poder establecido; un movimiento potencialmente transformador que recoge las tradiciones de lucha social, las “materias primas ideológicas” de una cultura antagónica al bloque dominante y puede adquirir o no carácter revolucionario, e incluso adoptar formas represivas, según cómo se instrumente, para desarrollar, contener o neutralizar aquel antagonismo.
Lo que estaba en juego durante el Proceso era si el peronismo iba a sobrevivir, y cómo podía ser depurado de su potencial revolucionario.
Los efectos del Proceso. En seis años de dictadura, la economía fue “selectivamente” desindustrializada, los trabajadores de la industria disminuyeron casi en un 40%, con una reducción de los salarios reales que rondaba el 50% (datos del INDEC). Un 60% de los desaparecidos que registró la CONADEP eran activistas de la llamada “guerrilla industrial”. Además de los combatientes armados, el sector más contestatario de la clase obrera había sido eliminado, mientras −también hay que tenerlo en cuenta− 169 intendentes peronistas colaboraban con el Proceso en las administraciones municipales y otros grupos menos visibles ayudaban en la guerra sucia.
Pero en 1979 el Partido Justicialista reaccionó, denunciando los crímenes de la dictadura a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Luego fue uno de los puntales de la Multipartidaria opositora, y respaldó las movilizaciones sindicales que culminaron asediando la Plaza de Mayo en la manifestación del 30 de marzo de 1982. Y cuando se abrieron los registros para reorganizar los partidos políticos, el Partido Justicialista reunió más de tres millones de afiliados, el 54% del total, duplicando en caudal de adherentes a la Unión Cívica Radical.
El peronismo tenía mejores títulos que los radicales para presentarse como antagonistas del Proceso. El golpe del ‘76 se había dado contra “su” gobierno, los peronistas habían sido los más golpeados por la represión y su brazo sindical le había dado batalla al régimen. El movimiento se mantenía unido, aunque el precio de esa unidad era excesivo: no hubo la menor autocrítica sobre el calamitoso final del gobierno anterior, y las concesiones al matonaje sindical fueron irritantes. Italo Luder era una figura “presidencial”, pero aparecía rodeado por la desacreditada jefatura de Lorenzo Miguel y el esperpéntico Herminio Iglesias.
Luder aceptó que la “autoamnistía” de la Junta Militar iba a tener efectos jurídicos, y se tornó creíble el pacto sindical-militar que denunció el candidato radical. La oportuna proposición de Raúl Alfonsín de un “tercer movimiento histórico” arrebató al peronismo la convocatoria frentista con una apuesta al futuro, y se presentó como la verdadera alternativa al Proceso.
El análisis de los guarismos de afiliación muestran que el mapa político del país era sustancialmente el mismo de una década atrás: provincia por provincia y distrito por distrito, la adhesión a los partidos reproducía porcentualmente el resultado de los comicios de 1973, con variaciones insignificantes. Pero en las elecciones, la UCR obtuvo el 51% de los votos y el justicialismo un 40%. Ese resultado muestra que un 10% de votantes más o menos independientes, que podrían haberse sumado como en otras coyunturas al justicialismo, se inclinó hacia el alfonsinismo que derrotó por primera vez al temido gigante de masas.
Se abría así el ciclo que Alvaro Abós llamó del “posperonismo”, en el que la hegemonía de esta fuerza dejaba de ser ineluctable, la dictadura ya no era necesaria y por lo tanto la historia devolvía su plena virtualidad al sistema político de partidos.
La disputa por la herencia. La burocracia sindical no iba a poder ser desplazada de su ámbito natural, los gremios, pero sí del manejo del partido. A favor de los nuevos aires que inauguraba el alfonsinismo, la “Renovación” se alzó contra los “ortodoxos” que se habían encaramado en las posiciones partidarias en las postrimerías del Proceso. La conformación de una dirección paralela en el congreso de Río Hondo (febrero de 1985) naufragó meses después en el intento de recomposición del congreso de La Pampa, pero articuló sus propias candidaturas para las elecciones de ese año (la de Cafiero en la provincia de Buenos Aires, y otras) y superó el caudal de sufragios que obtenían los ortodoxos.
En diciembre de 1985, la Renovación se formalizó como corriente interna, con un triunvirato de “referentes”: Cafiero, Grosso y Menem, y expidió un documento que hablaba de recuperar el sentido original del movimiento, que se reconocía tercerista, nacionalista y popular. La ausencia de Perón, puntualizaba, inauguró otra etapa, que requería una organización democrática para rescatar la “naturaleza revolucionaria” del peronismo. “No aceptamos disolvernos como nación en el nuevo universalismo de la modernidad... Por eso es necesario pensar la democracia desde una perspectiva distinta de la tradicional. Enraizar su problemática en su dimensión histórica nacional y latinoamericana... Una democracia administradora de la injusticia e indiferente a los reclamos populares también cuestiona el tema de las garantías y la libertad. El crecimiento y la justicia no corresponden a ‘otro’ plano del sistema, sino que son parte de una única e inescindible dimensión democrática.”
Con estas buenas intenciones, los renovadores recuperaron la conducción del PJ en una laboriosa campaña, disputando los cargos partidarios por elección interna en todas las jurisdicciones durante casi tres años. El triunfo electoral del peronismo en septiembre de 1987, conducido por los renovadores en los distritos más importantes, les otorgó el gobierno de la mayoría de las provincias. El papel del justicialismo renovado se cifraba en sustituir el desgaste del alfonsinismo, con banderas no muy diferentes, pero planteando lo que el gobierno, pese a sus promesas, no parecía capaz de hacer: extender la democracia en sentido social.
Antonio Cafiero, principal referente a partir de la victoria en la provincia de Buenos Aires, aparecía como la figura del peronismo histórico que podía conducir la necesaria síntesis de tradición e innovación en el movimiento. En su primer discurso como gobernador ante la Legislatura, expresaba que “el peronismo no es sólo una parcialidad política, sino una tradición popular que tiene sus raíces en las luchas federales y en la inspiración yrigoyenista de la democracia... el peronismo no llega a la responsabilidad gubernamental como parcialidad política o ideológica. Llega como lo que ha sido siempre: columna vertebral del movimiento nacional”. Sin dejar por eso de asumir una posición pluralista: “Son muchas las ideas y proyectos que nos separan del radicalismo; pero es bueno reiterar que nos une la común vocación, también compartida por la mayoría de las fuerzas políticas, de respeto a la soberanía popular, una militancia en defensa de las libertades y los derechos humanos y una misma convicción sobre la necesidad de preservar el pleno funcionamiento del orden constitucional”.
En medio de la impaciencia general por el deterioro de la situación socioeconómica, los dirigentes renovadores se comprometieron en la gobernabilidad del sistema y, condicionados por sus responsabilidades en los gobiernos provinciales, contemporizaron con los factores de poder. Era evidente que se alejaban de la “naturaleza revolucionaria” del populismo original: un peronismo “descafeinado” parecía congruente con la ampliación de su base en los sectores medios, dentro del contexto general de despolitización que respondía a un fenómeno universal y local.
El palpable desmoronamiento del “socialismo real” y el impulso declinante de las revoluciones del tercer mundo esparcían desilusiones e incertidumbres. Entre los partidos de izquierda de Europa cundía la “desideologización” y la “flexibilización doctrinaria”, y algo semejante sucedía en el movimiento de masas argentino.
La tentación neoliberal. Optar por el reformismo democrático suponía para el peronismo insertarse en el sistema político liberal, pero hay una considerable distancia entre aceptar el pluralismo como forma de progreso hacia la democracia y adoptar el modelo económico liberal. El radicalismo recorrió esa distancia desde el primer Alfonsín hasta la candidatura oficial de Angeloz. La Renovación peronista, sin llegar a tanto, comenzó a admitir algunas propuestas neoliberales, variando sus puntos de vista sobre el rol de la intervención estatal.
Ello no carecía de antecedentes históricos. Luego de la primera fase de audaces innovaciones de 1946-1949, el primer peronismo, con el equipo del doctor Gómez Morales, practicó un “ajuste” para estimular la productividad y las exportaciones, y condujo una módica liberalización que incluía atraer inversiones extranjeras para modernizar tecnologías y superar las restricciones financieras. Uno de los jóvenes técnicos de ese gabinete, ministro de Comercio en 1954, fue precisamente Antonio Cafiero, quien justificó aquella etapa de contención de demandas distribucionistas y “racionalización” del modelo económico en su libro Cinco años después (1961).
El ascenso en las filas renovadoras de Domingo Cavallo y Guido Di Tella marcó una tendencia proclive a admitir los planteos empresariales sobre la privatización de activos estatales, la apertura de la economía y el déficit del Estado. Sin embargo, para ubicar el tema en sus justos términos, hay que recordar que los renovadores se opusieron en el Congreso a los planes de ajuste y a las concesiones a los acreedores internacionales, demandando una política de reactivación económica y el restablecimiento de la legislación laboral anulada por la dictadura.
La actitud de los principales líderes de la Renovación respecto del sindicalismo, en abierta disputa con la burocracia gremial, aparecía muy próxima a la clásica desconfianza patronal. El sector sindical vinculado a la Renovación, el grupo de “los 25”, no logró una influencia significativa en el movimiento obrero, donde prevaleció el ambiguo equilibrio de Saúl Ubaldini, mediador entre renovadores y ortodoxos. Excepto la casi solitaria experiencia realizada por los estatales, la “renovación sindical” tuvo más relevancia en el plano político o parlamentario que en el propiamente gremial.
Y lo paradójico es que la expresión más nítida del acercamiento a las posiciones liberales surgió en 1987 del sindicalismo peronista, con el llamado Grupo de los 15, que tramó un entendimiento con el gobierno radical y colocó a un sindicalista de Luz y Fuerza como ministro de Trabajo. El mercantil Armando Cavalieri y el plástico Jorge Triaca concebían un pacto con los “capitanes de la industria”, convergente a los objetivos privatistas y “modernizadores”, que fue desbaratado desde la CGT por ubaldinistas y renovadores, y por la victoria de la corriente renovadora en las elecciones de 1987.
La “desmovientización” del partido. La configuración originaria del movimiento peronista sólo era posible bajo el arbitraje de Perón, desde la presidencia y desde el exilio. El peronismo fue –y seguía siendo– un movimiento, en el sentido de que su corporización desbordaba las estructuras partidarias y comprendía asociaciones gremiales, juveniles y estudiantiles, grupos locales, profesionales, culturales, lazos de solidaridad que se ramificaban en diversos ámbitos de la sociedad; pero este conglomerado carecía de un liderazgo o una instancia orgánica de conducción.
Las ramas tradicionales del movimiento habían tenido autonomía funcional en el pasado y, sin el arbitraje de Perón, se replanteaba el clásico dilema de los movimientos obreros acerca de la primacía del partido o de los sindicatos.
La institucionalización del PJ resolvió la cuestión consagrando la prioridad del partido. A diferencia del modelo laborista, que establece determinadas prerrogativas para los sindicatos, o del modelo liberal, que ignora cualquier componente corporativo, el estatuto del justicialismo −con variantes en los diferentes distritos− reconoció la existencia de ramas, sin el predominio de ninguna; y el control del PJ por los renovadores se tradujo de hecho en la pérdida de influencia sindical.
La eliminación de las manipulaciones burocráticas más groseras, y el voto directo de los afiliados para postular cargos electivos, si bien distaba de una plena transparencia, transformó no sólo la fisonomía sino también el rol del partido, que de ser un “instrumento electoral” manejado verticalmente pasó a ser la vía de promoción y legitimación de los dirigentes.
Si bien la justificación era destronar a los desprestigiados jerarcas sindicales, las implicancias de esta cuestión eran que de esa manera se ponía fin a la concepción del peronismo como un movimiento vertebrado en la clase obrera. El desplazamiento de la burocracia no fue acompañado por la articulación de otros canales de comunicación con los trabajadores. Una cosa es tirar del fuentón el agua sucia y otra es arrojar también al niño: la Renovación estaba vaciando al partido de su componente obrero.
El irresistible ascenso de Menem. Carlos Menem, uno de los dirigentes peronistas castigados por el Proceso, había sido un interlocutor de Alfonsín y su oportuno aliado en el referéndum de la cuestión del Beagle. Repudiado por los ortodoxos, figuró también entre los renovadores de la primera hora, aunque luego fue tomando distancia. Para disputar las internas por la candidatura presidencial se apoyó en una conjunción que sumaba a sectores desplazados por la Renovación, algunos dirigentes gremiales y, con Eduardo Duhalde, también renovadores disidentes.
En aquel momento de descrédito del alfonsinismo, Menem planteó una alternativa al oficialismo en términos más netos que Cafiero. Frente al mensaje renovador, demasiado confiado y atento a cuidar su imagen en el escenario nacional, trilló el lenguaje de la ortodoxia. En contraste con la prolijidad y el moderado progresismo renovador, su discurso emotivo y “de sentido común” se apegaba a la tradición peronista y revivía una imagen festiva en contacto directo con las masas.
Los renovadores habían llevado al peronismo a comprometerse en la transición al sistema democrático, lo cual conllevaba aceptar ciertos condicionamientos del modelo económico heredado del Proceso. Las promesas de Menem fueron percibidas por los sectores populares postergados, en particular los más perjudicados por la desocupación y la precarización laboral, como una propuesta de “salvación” en momentos en que la angustiosa falta de perspectivas económicas convertía en una burla los discursos posibilistas.
El voto directo de los afiliados, el 9 de julio de 1988, dio a Menem un triunfo ajustado pero categórico y provocó un vuelco inesperado en el peronismo.
El éxito “carismático” de Menem tenía mucho que ver con el “encadenamiento de memorias” del movimiento nacional-popular, la experiencia de las luchas históricas que subyace en la cultura política de los trabajadores. Emergente de una de las regiones-testimonio de las rebeldías federales del pasado, el interior sometido al centralismo porteño, la imagen facundiana y caudillesca del riojano era un desafío. Su figura advenediza, marginal a la clase política, representaba mejor la tradición nacionalista y la reivindicación de los excluidos, identificando a la mitad oscura del país que reclamaba justicia. Fue el momento en que se oía a no pocos ciudadanos de la clase media porteña prometer que “si gana, me voy del país”.
Entre 1988 y 1989, un desusado “golpe de mercado” descargó sus efectos políticos. Es creíble que las maniobras de desestabilización financiera respondieran a una conspiración, que pretendía a la vez castigar al gobierno alfonsinista y dar una lección al sucesor: esa trama que Horacio Verbitsky bautizó certeramente como “la educación presidencial”. Todo indica que las causas del descalabro radicaban en la incertidumbre sobre el futuro político, dada la presumible victoria electoral del peronismo. Lo cierto es que la combinación de las maniobras de la city con una ola de saqueos a los comercios, que expresaba la alarmante desesperación de los más necesitados, creó un cuadro de descontrol, favoreció el triunfo de Menem el 14 de mayo y precipitó el abandono de la presidencia por Alfonsín cinco meses antes de cumplir su mandato.
El programa que no fue. El programa justicialista propugnaba en términos generales una puesta al día del modelo económico nacional-dirigista. Un libro que firmaban Menem y Duhalde, La revolución productiva, subrayaba la necesidad de una síntesis entre la política industrialista basada en el mercado interno y la promoción de las exportaciones agrarias e industriales −la “revolución exportadora”−, favoreciendo las inversiones nacionales y extranjeras “de riesgo”, a lo cual se añadían párrafos lapidarios contra la “patria financiera” y la “patria contratista”.
En cuanto a las empresas del Estado, se planteaba la privatización de las que no fueran “de servicios públicos esenciales”, cuidando de evitar un proceso de “mayor concentración de riqueza” y la conversión de monopolios públicos en monopolios privados. El texto afirma que no existe una “única salida” privatizadora para atacar la ineficiencia del sector público, puntualizando como alternativas las concesiones de servicios, la participación accionaria de los empresarios nacionales, la propiedad social “entendida como dominio compartido entre los trabajadores, el capital privado y el Estado, que en última instancia se traduce en una gestión directa de la comunidad, a través de sociedades cooperativas, mutuales u organizaciones intermedias”, y asimismo “mecanismos de cogestión o autogestión obrero-empresarial para dinamizar la economía, democratizar el poder y formular una distribución plena de responsabilidades y derechos”.
La coalición del Frente Justicialista de Unidad Popular incorporaba a democristianos e intransigentes, aunque con la disidencia de significativos núcleos de ambos partidos; las vertientes de “izquierda nacional” de Ramos y Spilimbergo y, por último pero no menos importante, el pequeño movimiento de Rogelio Frigerio, influyente por sus contactos y recursos, cuyos intentos de integración con el peronismo no eran por cierto novedosos; a este sector se debió la inspiración de una comentada solicitada de Menem que rescataba el proyecto de Perón de la California y la “batalla del petróleo” de Frondizi, llamando “a los capitales del mundo” a invertir en el negocio.
El candidato no dejó de acudir al clásico recurso de Perón consistente en decir a cada auditorio lo que deseaba oír. A lo largo de la campaña electoral hubo señales dirigidas a los factores de poder y al electorado liberal y conservador: el anuncio de que la moratoria de la deuda externa sería “negociada”, la promesa de “solución” para el tema de los militares mediante una ley de reconciliación o algo equivalente, etcétera.
El programa electoral se articulaba en torno a tres “ejes” que proclamó el candidato: unidad nacional, revolución productiva y unidad latinoamericana; sobre los cuales, dijo, se estructurarían las realizaciones del “frente programático” justicialista. La plataforma aprobada por el Congreso partidario (febrero de 1989) con mayoría renovadora, contemplaba un pacto federal entre la nación y las provincias, un pacto institucional para reformar la Constitución, otro pacto social entre trabajadores, empresarios y gobierno, la elaboración de un tercer Plan Quinquenal y la reforma del Estado, que comprendía la reestructuración de las empresas públicas.
La consigna de unidad nacional levantaba esa clásica bandera con su nuevo sesgo pluralista. El segundo eje prometía llevar al país de la recesión y el parasitismo especulativo a la cultura del trabajo, el crecimiento y −según la versión “aclarada” del “salariazo”− la recuperación gradual del nivel de remuneraciones de los trabajadores. El planteo de la unión latinoamericana, que por primera vez adquiría tal relieve en una campaña electoral, connotado por las expresiones de Menem sobre “la patria morena”, era otro guiño a la tradición populista.
La apelación a una “revolución” económica, en el horizonte de su proyección continental, incluyó en algunos discursos de Menem la denuncia de los obstáculos externos: el neocolonialismo, la dependencia. El sesgo antisistema que parecía adquirir el programa preocupó a ciertos círculos del poder económico, aunque voceros allegados al candidato se encargaron de tranquilizarlos.
La agonía de la Argentina peronista. Antes de asumir la presidencia, Menem decidió concretar una alianza con los grupos empresarios más poderosos. ¿Era posible conjugar las propuestas del poder económico con el apoyo de la base popular del peronismo? Aunque a todas luces contrariaba la tradición del movimiento, la evaluación de este giro requiere tener en cuenta algunos aspectos de lo que un historiador tematizó como “la larga agonía de la Argentina peronista”. Bajo ese título que no oculta la satisfacción del autor por la presumible defunción, Halperín Donghi trata demasiadas cosas, pero lo que interesa aquí es la decadencia de la forma de Estado heredada de los tiempos de Perón.
En este proceso, un dato central es la pérdida de peso específico de la clase obrera y el sindicalismo, fenómeno universal al que nuestro país no era ajeno, tanto por el efecto “postindustrial” como por la regresión desindustrializadora. Otros no menos importantes eran las variaciones de los actores económicos y el juego de las expresiones corporativas.
En el marco de la ofensiva mundial del neoliberalismo, “la cuestión del Estado” se actualizó en los términos que venía postulando Alvaro Alsogaray: desmontar “el Estado populista” y abandonar el modelo intervencionista “socializante”. La propuesta, impopular en otros tiempos e incluso impracticable para los ministros de Economía liberales que desfilaron en sucesivos gobiernos (entre ellos, el mismo Alsogaray), llegó a tener eco en la opinión pública en un trance de virtual bancarrota estatal, que puso de manifiesto el grave deterioro de las empresas y los servicios públicos.
Esta realidad tenía poco que ver ya con el proyecto “populista”, al cabo de tres décadas de gobiernos de signo político opuesto. De ese proyecto subsistían ciertas estructuras progresivamente vaciadas de su contenido original: especialmente las empresas y bancos oficiales y el sistema jubilatorio, pero también el conjunto de la administración que, sometida a bruscas reformulaciones y a planes siempre interrumpidos, incidía más como un obstáculo que como un medio de regulación o promoción de la actividad privada.
Como denunciaron algunos investigadores de FLACSO, una inconsistencia básica en las finanzas públicas radicaba en el sistema tributario, basado en los impuestos al consumo, con una escandalosa evasión, en parte legalizada por subsidios directos o indirectos a ciertos sectores empresarios; éstos absorbían los recursos que faltaban para las inversiones de las empresas del Estado, y a todo ello se sumaban los gravosos pagos de la deuda externa.
La presunta hipertrofia del Estado y del gasto público argentino, que alcanzaba el 33% del PBI, no parecía tal en comparación con el 38,1% de Estados Unidos, el 57,4% de Italia o el promedio de los países industrializados situado en el 41,6% (datos de 1983, OCDE). El problema era la composición de los ingresos y la asignación de ese gasto.
Lo que estaba en crisis era un régimen económico que, con el achicamiento del mercado interno y la caída del consumo popular, redujo las fuentes de ingresos estatales y consiguientemente retraía las obras e inversiones públicas, creando un círculo vicioso recesivo. En este cuadro, el endeudamiento externo era un efecto y a la vez una causa del desbalance. Una situación en la cual la reactivación resultaba desestabilizante: el superávit comercial, imprescindible para poder pagar la deuda externa en divisas, se lograba a costa de la recesión, restringiendo las importaciones a la mitad de su nivel habitual.
La inflación era así una perversión inevitable. A través de ella se operaba una constante reducción del ingreso de los asalariados y en general de los sectores económicos más débiles: de diciembre de 1983 a abril de 1989, el salario de los diversos sectores cayó entre 36 y 57 puntos, excepto los del personal militar que descendieron no más de un 20% (datos CELSA, 1989).
Las empresas estatales arrastraban una situación deficitaria generada por la inestabilidad política, la corrupción burocrática y la carencia de planes de largo plazo, que aprovecharon diversos grupos empresarios para “colonizarlas” como contratistas y proveedores. El papel estratégico del sector fue trocándose en una función intermediaria para un tipo de capitalismo usufructuario del Estado. El mantenimiento de bajas tarifas o precios de subsidio se utilizaba para paliar el encarecimiento del costo de vida y compensar en parte la reducción de los salarios, lo cual en última instancia eran otras formas de subsidiar la economía privada. La mala gestión produjo malformaciones burocráticas chocantes, y en general los empleados sufrieron una caída de las remuneraciones que contribuyó a desestimular la productividad.
Haciendo hincapié en temas sensibles, denunciado las falencias intolerables de los servicios y el lastre que significan las empresas deficitarias para las finanzas públicas, se prepararon los planes de privatización y achicamiento del Estado. Si la situación a la que llegó el sector público resultaba indefendible, hay que señalar también que el peronismo y los sindicatos se negaron a discutir otra salida para corregir la degeneración del Estado empresario, como las empresas mixtas que propuso en su momento el ministro Rodolfo Terragno.
El producto bruto interno se mantenía prácticamente estancado desde 1980, y la “administración de la crisis” del equipo Sourrouille no hacía sino acumular la insatisfacción de todos los sectores. Aquel capitalismo asistido por el Estado mediante subsidios, garantías y contrataciones llegó a ser percibido como una aberración por el propio empresariado. El sistema no podría mantenerse indefinidamente sin inversión productiva. Aunque las empresas siguieran haciendo beneficios con operaciones financieras, el costo creciente de la especulación lo pagaba el Estado, el déficit público llevaba a su virtual quiebra, y la consecuencia era la recurrente amenaza hiperinflacionaria.
Había, pues, amplio consenso sobre la necesidad de restablecer una economía de inversión y producción, y el candidato radical Angeloz, invocando la necesidad de crear las condiciones propicias, propugnaba un modelo que no difería mucho del que predicaba el candidato Alsogaray. Por su parte, si la “revolución productiva” de Menem parecía anunciar un aggiornamiento del modelo dirigista del peronismo, al llegar al gobierno asumió un programa similar al de los otros dos candidatos. Esta unanimidad de opciones sugiere cuál era la fuerza de los intereses internos y externos que presionaban en esa dirección por sobre las mediaciones partidarias.
La inflexión menemista. El primer acto político significativo de Menem fue asignar la conducción económica en su gabinete a la firma Bunge & Born. Por si esto era poco, concilió con adversarios históricos del movimiento, como la familia Alsogaray, sobreactuando para persuadir al establishment de la sinceridad de sus intenciones, en una serie de gestos que exigían desde su coiffeur personal hasta el abrazo con el almirante Rojas.
Menem siguió indultando a los comandantes del Proceso, se puso al lado de la jerarquía eclesiástica en todos los temas sensibles para la Iglesia, cortejó a la Sociedad Rural, se alineó en las “relaciones carnales” con los Estados Unidos y convirtió su gestión en un ejemplo predilecto para el Fondo Monetario Internacional. Manipuló la Corte Suprema y la Justicia federal mediante la creación de nuevos cargos, y alentó a sus colaboradores a convertir cada puesto del Estado en una “oportunidad de negocios”. Contra lo que podría pensarse, casi todos los dirigentes ex renovadores y el grueso de las dirigencias sindicales se plegaron sin mayores remordimientos a este gobierno.
Con más audacia que los gerentes de Bunge & Born, Cavallo asumió el Ministerio de Economía tras otro golpe inflacionario que contribuyó a paralizar las objeciones a sus propuestas. Produjo así el aparente milagro de la “convertibilidad” para estabilizar la moneda en paridad con el dólar, lo cual, al frenar la inflación, trajo, además del alivio psicológico general, previsibilidad a las actividades económicas y un considerable aumento de los ingresos reales de los sectores medios y bajos.
Después vinieron las privatizaciones de las empresas de servicios públicos, del sistema jubilatorio, de otros activos remanentes y hasta de la empresa petrolera estatal, a la par de las medidas de desregulación que profundizaron la apertura y la atracción de capitales externos.
Para obtener la reelección, Menem tuvo que pactar con el ex presidente Alfonsín una reforma constitucional progresista, que en 1994 sancionó las nuevas libertades y garantías ciudadanas, los tratados de derechos humanos y un conjunto de modificaciones institucionales −Jefatura de Gabinete, Consejo de la Magistratura, defensor del Pueblo, autonomía de la ciudad capital, coparticipación federal, etc.− dirigidas a transparentar los poderes públicos y atenuar el poder presidencial, aunque esto último quedó sólo en los papeles.
A pesar de los escándalos de corrupción, e incluso los crímenes que arrojaron sospechas sobre el aparato de seguridad estatal, deteriorando la imagen del gobierno, el temor a las consecuencias desestabilizantes de un cambio de rumbo aseguraron la reelección de Menem por otro período.
La modernización de algunos sectores de la economía y la burbuja del capital financiero, a costa de un creciente endeudamiento externo, favorecieron un período de auge en los negocios, pero la aplicación de la receta neoliberal desembocó en una aún mayor desnacionalización de la economía, el crecimiento exponencial de la desocupación y la marginalidad social y, finalmente, una persistente recesión.
La paradoja de esta experiencia era que el peronismo, fundador del Estado protector y dirigista, fuera medio siglo después el encargado de liquidar lo que restaba de todo aquello. La parábola del que se perfilara en sus inicios como un partido laborista y pugnó por convertirse en movimiento revolucionario, devino al fin de siglo una especie de populismo liberal. Para algunos analistas, esto confirmaba la naturaleza del peronismo como una fuerza de la derecha.
La pregunta más interesante no es por qué Menem traicionó al peronismo, sino por qué el peronismo lo siguió, negándose a sí mismo durante una larga década. Nadie ha dado aún una explicación satisfactoria.
Un interregno de desconcierto. El peronismo agonizaba pero, una vez más, no estaba muerto. El “grupo de los ocho” en la Cámara de Diputados, que encabezaron Chacho Alvarez y Germán Abdala, no era una expresión meramente testimonial: fue una oposición que germinó en el Frente Grande, que la perseverancia militante convirtió en tercera fuerza en las elecciones para la Constituyente, y luego, con la candidatura de Octavio Bordón, llegó a ser una opción en las presidenciales.
Pero Chacho Alvarez rehusó los compromisos que implicaba proseguir la disputa al interior del justicialismo, y se apartó para construir un polo de centroizquierda, recogiendo otra tradición cultural que tenía una significativa capacidad de convocatoria, sobre todo en la clase media. La ruptura con Bordón abortó la posibilidad de recuperar parte del peronismo para enfrentar al gobierno de Menem.
Cuando se tejió la Alianza con la UCR, Alvarez todavía proponía incorporar una “pata peronista”, que no asistió a la cita, y sin la cual era previsible que el radicalismo, liderado por Fernando de la Rúa, iba a convertirse en una secuela del giro neoliberal. El gobierno de la Alianza logró derrotar al gobierno anterior sólo para convertirse en su continuidad funcional, y si algo faltaba para lograrlo reincorporó a Cavallo en el Ministerio de Economía, que llevó al extremo costosos artilugios financieros para posponer el derrumbe.
Hasta que el 20 de diciembre de 2001, el pueblo se lanzó a las calles amenazando romper el contrato social. Sin liderazgos, sin partidos, sin propuestas, la gente salió a reclamar “que se vayan todos”. Entonces, desde el peronismo del conurbano y del interior, la cuestionada clase política atinó a encontrar una salida.
Todos eran culpables, a todos les tocaba la responsabilidad de haber llevado a la República al borde del abismo. Pero la crisis se pudo conjurar. El gobierno provisorio de Eduardo Duhalde acudió al sentido común de la plataforma peronista. La Justicia reaccionó en forma independiente del poder político. Los sectores medios, despojados de sus ahorros, y los más desamparados, privados de empleo, se organizaron para obtener respuesta a sus reclamos. Muy dificultosamente, se desató el nudo de la convertibilidad y se dieron pasos adelante. Se reorientó la economía para proteger la producción, y el país comenzó a salir del pantano.
Pero las manifestaciones turbulentas del estallido social y las que lo siguieron no han hecho sino poner en evidencia la profundidad de la brecha que empuja a la miseria a un enorme sector de la población, en el cual se ha ido reduciendo la base del peronismo, al menos en su forma de control partidario, a favor de las izquierdas radicalizadas. El destino de esa masa popular es una gran incógnita, en la cual la chance de su integración al sistema político radica en la por ahora quimérica solución de los problemas de la marginación laboral.
Lo que queda. El peronismo resurrecto presentó una nueva alternativa de gobierno y ajustó cuentas con el pasado reciente. La interna Kirchner-Menem no se procesó dentro del PJ, una estructura que no ha podido emerger de la crisis. Tuvo que dirimirse en el escenario electoral nacional. Kirchner comenzó por emanciparse del cerco político del aparato partidario que, si bien cuenta con un considerable influjo territorial, carga un pesado lastre de prácticas corruptoras que difícilmente podrían ser erradicadas. Sus insistentes apelaciones para el porvenir tienden a una nueva formación política, en la que probablemente el peronismo seguiría siendo una vertiente principal, pero a la que deberían concurrir otros actores. Los nuevos ciudadanos, los más jóvenes, ya no se conmueven con la retórica del pasado.
La ventaja que ofrecía este momento era aprovechar las experiencias anteriores del movimiento popular, y Kirchner retomó el discurso de centroizquierda que había explotado el Frepaso, así como en muchos aspectos su propuesta “pasaba en limpio” los temas de la Renovación peronista de los 80. Su gobierno siguió una línea económica, institucional e internacional que en rasgos generales no difiere del programa justicialista que Menem había dejado de lado en 1989. Ese programa tiene que afrontar ahora los tremendos efectos sociales de la persistente y agravada polarización de la riqueza y la pobreza.
Uno de los rasgos más salientes en la implementación de la política económica del gobierno ha sido potenciar los instrumentos disponibles de intervención estatal, tensando los límites de su legitimidad sin recaer en una dictadura. Claro que la interpelación a los agentes económicos, exigiendo a los empresarios asumir responsabilidades que van más allá de sus intereses inmediatos, sería una actitud ingenua si no fuera acompañada por presiones y sanciones efectivas.
Pero la recuperación económica y los números de las cuentas públicas no bastan para acumular poder. Para contrarrestar las presiones e impedir ser triturado por las fuerzas sectoriales, para imponer su voluntad en un escenario complejo y despiadado, el gobierno pugna por hegemonía, consenso, para ensanchar su capacidad de maniobra.
Y no se puede llevar adelante un proyecto político de cambios sin recurrir a un mito, una mística, una ideología militante o un sentimiento colectivo para vencer y convencer. El énfasis del proyecto K en la política de derechos humanos es su forma de apelar a la memoria peronista de los años 70, cuando la juventud de entonces y los sectores más dinámicos del movimiento creían en la revolución; es también, quizás, la única causa capaz de movilizar a la juventud de hoy para garantizar que no se repita lo peor de nuestro pasado.
Quizá no se trate de ninguna revolución, pero la magnitud de los viejos y nuevos problemas que debe afrontar el Gobierno para reparar el tejido de la sociedad, tanto en su dimensión material como moral, no son menos arduos. En cualquier caso, es lo más que se puede pedir, treinta años después, a lo que queda del peronismo.