Los que alguna vez pasamos por una terapia intensiva, en mi caso, con fractura triple de cráneo, tratamos de no recordar aquellos hechos. Claro que es una búsqueda inútil: ese accidente siempre vuelve, pero lo que siempre hace uno es no recordárselo a sus queridos: ya fue bastante el dolor que sintieron cuando lo vieron a uno en terapia intensiva, cruzado por cables y sangrando por los ojos.
Él, yo, uno, me iba. Fue lo que fue.
Me dijeron que, cuando me enteré de mi accidente, me largué a llorar. Ahora lo sé: No lo hice por mí, sino por el estado en que dejaba a los que amaba: a mi esposa, a mi ex, a mis hijos, a mis hermanos, amigos, compañeros, a los que postraba con mi dolor. Yo los inmovilizaba con mi sangre, los ponía en el agujero de mi final, de alguna forma los mataba, o les adelantaba su muerte.
Aún hoy, me da vergüenza mi accidente y mucho más, el dolor que causé.
No es el caso de Cristina. Ayer, ella parecía regocijarse con su cicatriz, semejaba una nena contenta que había descubierto "una cascarita" en la rodilla después de caerse de una bicicleta. ¿Es eso lo que quiere ser?
Que ahora explique qué hacemos con este dolor, con lo que no cierra, con su no-cáncer, con su cuello... Que explique Cristina si hace falta que tengamos que sufrir para que ella sea Presidenta, porque para los que estamos, y para los que seguimos acá, sólo quedan dolorosas inconsistencias.
(*) Editor General de Perfil.com