ATENAS — Permitámonos, por un momento, entretener la hipótesis fantasiosa de que Europa realmente cuida sus valores. Imaginemos una Europa donde los principios tan generosamente inscritos en los estandartes del proyecto europeo —el Estado de derecho, la dignidad del individuo, el compromiso con la autonomía estratégica— son algo más que adornos retóricos para grandes discursos en Bruselas.
En esa Europa paralela, la historia revelada por Le Monde sobre el juez Nicolas Guillou, el magistrado francés de la Corte Penal Internacional (CPI) en La Haya, sería el escándalo político del siglo. Sería el tipo de episodio capaz de derribar gobiernos y reavivar un orgullo europeo adormecido.
Pero no vivimos en esa Europa. En esta Europa real, la odisea de Guillou ha sido recibida con indiferencia, como un síntoma más de la transformación del continente en un vasallo sin resistencia.
Despojados de cualquier adorno, los hechos resultan profundamente inquietantes.

Estamos ante un ciudadano francés, un magistrado destacado que integra el tribunal que Europa impulsó con gran esfuerzo diplomático para dejar atrás una época en la que los criminales de guerra podían esconderse detrás de sus gobiernos. Siguiendo con precisión los procedimientos de la institución y cumpliendo su juramento, este juez autorizó órdenes de arresto contra el primer ministro y un exministro de Defensa de Israel por presuntos crímenes de guerra en Gaza. En respuesta, la administración del presidente estadounidense Donald Trump sancionó a Guillou.
Las sanciones impuestas son una cátedra de cómo vaciar la soberanía europea. Convierten a Guillou en una “no persona”, no solo en Estados Unidos, sino también en su propio país —el corazón político de Europa—. Quedó excluido del mundo digital global (WhatsApp, todas las aplicaciones de Google, y redes sociales como Facebook e Instagram). Incluso su cuenta bancaria francesa quedó prácticamente inutilizada debido al bloqueo de pagos dependientes de Visa, Mastercard, American Express y el sistema europeo SWIFT. Como si fuera poco, cuando intentó reservar una habitación de hotel en Francia, Expedia le canceló la reserva horas después.
El éxito de Trump en “inundar la zona” con comportamientos shockeantes no debería hacernos pasar por alto la gravedad del asunto. El gobierno de Estados Unidos decidió sancionar —en la práctica, despersonalizar— a un juez europeo por cumplir con su labor oficial en Europa, dentro de una institución creada por representantes electos europeos con enorme inversión política y financiera.
La verdadera tragedia no es que Trump ejerza su poder. Es propio de los hegemones hostigar a quienes les resultan incómodos. La verdadera tragedia —o quizá farsa— es la reacción de Europa. ¿Respondieron los gobiernos europeos con una condena unificada y rotunda? ¿Activaron medidas de represalia y crearon canales financieros y digitales europeos para proteger a su propia judicatura y a sus propios ciudadanos frente a abusos extraterritoriales? Lamentablemente, la respuesta fue un espectáculo tragicómico de absoluta sumisión.
Los bancos europeos, intimidados por una mirada severa de un funcionario del Tesoro estadounidense, se apresuraron a cerrar las cuentas de Guillou. Las empresas europeas, cuyos departamentos de compliance funcionan como extensiones de las autoridades norteamericanas, se negaron a brindarle servicios. Mientras tanto, las instituciones europeas —la Comisión y el Consejo— miraron hacia otro lado, se retorcieron las manos y repitieron lugares comunes sobre las “complejidades” de las relaciones transatlánticas. No solo dejaron de proteger a Guillou: ayudaron activamente a aplicar las sanciones estadounidenses contra su propio ciudadano.
En la misma semana en que líderes europeos protestaban a viva voz por haber sido marginados en la elaboración de un acuerdo de paz para Ucrania, su silencio ante el caso Guillou normalizó por completo la erosión de su autoridad. Desde la perspectiva de Trump, cambiaron el complicado y desafiante camino de la soberanía por la cómoda decadencia de un protectorado estadounidense.
¿Cómo podía el presidente francés Emmanuel Macron esperar que Trump interpretara la “aniquilación económica” de un juez francés en suelo francés como un simple contratiempo técnico o un error burocrático menor? ¿Realmente él y el canciller alemán Friedrich Merz creyeron que sacrificar a sus propios ciudadanos les aseguraría un asiento en las negociaciones sobre Ucrania y Palestina, asuntos de importancia existencial para Europa?
No, la pesadilla kafkiana de Guillou no debería sorprendernos. Lo que sí debería escandalizarnos es el silencio que la rodea. Deberíamos indignarnos no solo por las acciones de Estados Unidos, sino también por la inacción europea. El caso Guillou es una metáfora nítida de la propia Europa: una unión de Estados que ayudó a construir un tribunal internacional para defender sus valores, permitió que una potencia extranjera castigara a su juez por hacerlo y luego colaboró en aplicar ese castigo. Es una unión que perdió el rumbo, el alma y la columna vertebral, y que convierte a los europeos en simples extras del teatro de su propia reducción.
Donald Trump habló con Nicolás Maduro: "No salió ni bien ni mal"
Cuando, dentro de unos años, casi todos afirmen que se opusieron a los crímenes de guerra de Israel en Gaza, el mundo recordará a Guillou con afecto. Pero también recordará a los líderes europeos, no solo por su cobardía, sino por ignorar una verdad elemental: quienes renuncian a defender sus propios valores se vuelven irrelevantes.
*Yanis Varoufakis, exministro de Finanzas de Grecia, es líder del partido MeRA25 y profesor de Economía en la Universidad de Atenas. Project Syndicate.
MV CP