PROTAGONISTAS
MABEL, LA MADRE DE IBAEZ

“Cada vestido de Jorge es como un hijo para mí”

A una semana de la muerte del diseñador, se hizo cargo del atelier de Recoleta. Allí atesora la colección póstuma: 120 creaciones exclusivas.

Madre. El jueves con PERFIL. “No sé lo que pasará con la nueva colección; quizá me quedo con todos los vestidos”, dice Mabel.
| Marcelo Aballay

“¿Entera?”. El dedo pulgar de su mano derecha repasa las cuentas de un rosario que alguien le acaba de regalar y le da tiempo a Mabel para ensayar una respuesta. “No... ¡para nada!, dice tajante. Cuando se te muere tu hijo, lo que menos estás es entera”.

Hasta hace no menos de 72 horas, lo que tenía en su mano era un pañuelo estrujado apoyado en el féretro de Jorge Ibañez en el cementerio de la Recoleta. “Finjo estar entera porque acá viene gente”, dice a PERFIL la madre del diseñador, quien falleció el viernes 14 luego de sufrir un paro cardíaco, a los 44 años.

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Es jueves por la tarde y el aire se hace pesado dentro de la boutique de la calle Guido, el espacio donde Ibáñez trabajó en los últimos años. Es un lugar angosto, donde se destaca una decoración vidriada, cuadros con sus creaciones y asistentes que van y vienen. “Hace mucho calor acá ¿no?”, pregunta sin encontrar respuesta Fernanda Villaverde, una ex modelo. A su lado, en un ambiente que está pasando el mostrador principal del local, Ingrid Grudke toma café desparramada en un sillón. Ambas ojean las revistas que dan cuenta del entierro. Mabel se encargó de comprarlas todas. Parece un correlato lógico éste: su hijo –reconocido por él mismo– era el más mediático de los diseñadores. “Las tengo también todas guardadas en casa. Me produjo mucho llanto verlo en un cajón. Y luego ver las fotos... mucho más”, dice.

El timbre suena a cada instante a pesar de que hoy el atelier está cerrado por duelo. Eso es lo que se encarga de decir por el portero eléctrico una empleada ante cada nueva llamada. Se cuentan de a varias: son las clientas, la mayoría, tenían algún vestido ya encargado. Mabel da indicaciones. “Hacela pasar, querés”, le dice a otra empleada y se levanta de un sillón para recibir a una joven que viene a buscar su vestido de casamiento. Delante de una gigantografía con el rostro de Ibáñez, la clienta le dice algo al oído y luego la abraza; ambas mujeres son parte de una escena similar que ocurrió hace unos minutos cuando una chica fue a buscar su vestido de 15. “¿Cómo voy a estar mal? Hay que seguir. Toda esta gente tiene un encargo que está listo para salir”, dice al volver.

Así estará Mabel hasta junio, cuando terminen las entregas. Por el momento, no hay un sucesor. “Esto que parece como un cuento de hadas, no lo es. No lo hace cualquiera”, dice seria. Más de una vez a ella le han costado algunas lágrimas lidiar con la parte menos glamorosa de este trabajo. “Muchas clientas venían pidiendo tal o cual vestido para que esté listo en dos días. Le decían a Jorge: ‘Trabajá un domingo’. Mi hijo tenía eso, no sabía decir que no”, rememora clavando la mirada hacia el piso.

“Dedicación”, “compromiso, “solidaridad…”. Mabel describe a su hijo: cierra los ojos, enumera las cualidades que en los últimos días se oyeron sobre él. Para esta madre, su hijo fue un artista, uno de esos seres elegidos que viven poco. “No era rencoroso, no tenía envidia, y eso que en este lugar hay mucha” dice.

Entre el cansancio del trajín que le significó esta despedida abrupta, busca resumir a su hijo en dentro de un concepto: “¿Viste que la gente cuando se muere, todos dicen: ‘¡Qué buena era!’; bueno, Jorge era buen tipo y no porque se haya muerto”. Las anécdotas, al igual que algunos nombres, se confunden. “¿Cómo se llamaba la señora del Hospital Israelita?”, pregunta en voz alta a una empleada que enseguida le tira letra. “¡Suni!, sí, qué mujer maravillosa! Era una señora con un cuerpo difícil. Ella tenía cáncer y se le estaba por casar el último de sus hijos. Estaba internada y, cuando le pidió el vestido, Jorge fue a verla para hacérselo y luego se lo llevó terminado”.

El que entra ahora es Jorge, su marido, viene del cementerio y viste traje oscuro. Para él no ha sido nada fácil. “Está destrozado… los hombres son más débiles”, desliza Mabel siguiéndolo con la mirada.

Por estos días, en su casa en Lomas de Zamora, está su otra hija, Alejandra, quien vino desde Colombia junto a sus tres hijos. Ellos se iban a volver luego del entierro, pero atrasaron la fecha de partida porque mañana (por ayer) es el cumpleaños de Mabel.

Son más de cien los vestidos de la colección otoño-invierno que ya está por salir a la calle. Jugando al misterio, Mabel asegura que no están allí y que ni sabe cuándo será la presentación. Si fuera por Mabel –se apura ahora a decir–, ni los vende. Alguien la llama desde el fondo y ella se levanta. El timbre sigue sonando y ella se despide.
“No sé lo que va a pasar con la colección, capaz que me la quedo yo, mirá lo que te digo: cada vestido es como un hijo”, dice antes de perderse entre estampados y bordados de piedras y cristales.