Lo mejor del invierno era volver a casa en el coche, después de todo el día dando clases de música en los colegios de Rough River. Ya había oscurecido, y en la parte alta del pueblo quizá estaba nevando mientras la lluvia azotaba el coche por la carretera de la costa. Joyce dejó atrás los límites del pueblo y se internó en el bosque, y aunque era un bosque de verdad, con grandes abetos de Douglas y cedros, cada cincuenta metros más o menos había una casa habitada. Algunas personas tenían huertos; otras, ovejas o caballos, y había empresas, como la de Jon, que restauraba y hacía muebles. También ofrecían servicios que se anunciaban junto a la carretera y en especial en esa parte del mundo: cartas del tarot, masajes con hierbas, resolución de conflictos. Algunos vivían en caravanas; otros se habían construido casas, con tejado de paja y extremos de troncos, y otros, como Jon y Joyce, estaban restaurando viejas casas de labranza. Había algo especial que a Joyce le encantaba ver mientras volvía a casa y entraba en su finca. (...)
Jon y Joyce se habían conocido en un instituto de una zona industrial de Ontario. Joyce tenía el segundo coeficiente intelectual más alto de su clase; Jon, el coeficiente intelectual más alto del colegio y probablemente de la ciudad. Todos esperaban que ella llegara a ser una brillante violinista –antes de que abandonara el violín por el violonchelo– y él, un científico impresionante, dedicado a unas tareas difícilmente comprensibles en el mundo común y corriente. En el primer año de universidad dejaron de ir a clase y se escaparon juntos. Encontraron trabajitos aquí y allá, recorrieron el continente en autobús, vivieron durante un año en la costa de Oregón, se reconciliaron a distancia con sus padres, para quienes se había apagado una luz en el mundo. A esas alturas ya no se los podía llamar hippies, pero así era como los llamaban sus padres. Ellos no se consideraban tales. No tomaban drogas, vestían de forma conservadora, aunque un tanto desastrada, y Jon se empeñaba en afeitarse y en que Joyce le cortara el pelo. Con el tiempo se cansaron de sus trabajos temporales y mal pagados y pidieron dinero prestado a sus decepcionadas familias para especializarse en algo y poder ganarse mejor la vida. Jon aprendió carpintería y ebanistería y Joyce se sacó un título para dar clase de música en los colegios. (...)
“Joyce no gozaba de tantas simpatías. Sus métodos para enseñar música se consideraban demasiado apegados a las normas. Joyce y Jon preparaban juntos la cena y bebían vino casero. (Jon tenía un procedimiento para elaborar vino muy estricto y logrado.) Joyce hablaba de las frustraciones y las situaciones cómicas del día. Jon no hablaba mucho; le interesaba más cocinar. Pero cuando llegaba la hora de cenar, a lo mejor le hablaba a Joyce de un cliente que había llegado o de su aprendiza, Edie. Se reían de algo que había dicho Edie, pero no con desprecio; Edie era como una mascota, pensaba a veces Joyce. O como una niña. Aunque si hubiera sido una niña, su hija, y hubiera sido como ella, estarían demasiado confusos y quizá demasiado preocupados para reírse. ¿Por qué? ¿En qué sentido? Edie no era imbécil. Jon decía que no era precisamente un genio de la carpintería pero que aprendía y recordaba lo que le enseñaban. Y sobre todo no era una charlatana. Eso era lo que más temía cuando se planteó el asunto de contratar un aprendiz. Había un nuevo programa del gobierno, según el cual a él le pagarían cierta cantidad por enseñar a una persona, y esa persona cobraría lo suficiente para vivir mientras aprendía. Aunque al principio Jon no parecía muy dispuesto, Joyce lo convenció. Ella pensaba que tenían una obligación para con la sociedad. Edie a lo mejor no hablaba mucho, pero cuando hablaba era rotunda.
—Me abstengo de drogas y alcohol –les dijo en la primera entrevista–. Soy de Alcohólicos Anónimos y soy alcohólica en proceso de recuperación. Nunca decimos que nos hemos recuperado, porque nunca llegamos a hacerlo. No te recuperas, en toda tu vida. Tengo una hija de 9 años, y como nació sin padre es responsabilidad únicamente mía y mi intención es criarla como es debido. Quiero aprender carpintería para mantener a mi hija y mantenerme a mí misma.
Pronunciaba este discurso sentada al otro lado de la mesa de la cocina, mirándolos fijamente, primero al uno después al otro. Era una joven baja y robusta, que no parecía ni lo bastante mayor ni lo bastante deteriorada para tener un pasado de gran disipación. Hombros anchos, flequillo tupido, cola de caballo apretada, ni la más mínima posibilidad de una sonrisa.
—Y otra cosa –añadió.
Se desabrochó y se quitó la blusa de manga larga. Debajo llevaba una camiseta. Tenía los brazos, la parte superior del pecho y –cuando se dio la vuelta– la parte superior de la espalda decorados con tatuajes. Parecía que su piel se hubiese transformado en un traje, o quizá en un tebeo con caras lascivas y tiernas al mismo tiempo, acosadas por dragones, ballenas y llamas, demasiado intrincado o tal vez demasiado horripilante para comprenderlo. (...)
Jon escucha CBC Radio mientras trabaja. Música, pero también noticias, comentarios, llamadas de los radioyentes. A veces habla de las opiniones de Edie sobre lo que han oído. (...) Cuando ponían el Himno a la alegría en la radio, Edie obligaba a Jon a apagarla porque era espantoso, como un funeral. Además, pensaba que Jon y Joyce –bueno, en realidad Joyce– no debían dejar botellas de vino a la vista en la mesa de la cocina.
—¿Y se tiene que meter en eso?
—Pues, al parecer, eso cree.
—¿Cuándo inspecciona la mesa de nuestra cocina?
—Tiene que pasar por allí para ir al baño. No va a hacer pis entre las matas.
—Pero no acabo de entender por qué tiene que meterse en…
—Y a veces entra a preparar unos bocados para los dos…
—¿Y qué? Es mi cocina. Nuestra cocina.
—Es que se siente amenazada por la abstinencia. Es muy frágil todavía. Es algo que ni tú ni yo podemos entender.
Amenaza. Abstinencia. Frágil. ¿Cómo era posible que Jon empleara esas palabras? Joyce debería haberlo entendido en aquel preciso instante, aunque el mismo Jon estaba muy lejos de saberlo. Jon estaba empezando a enamorarse. (...) Joyce se propuso convencerlo de que estaba equivocado. Jon tenía tan poca experiencia con las mujeres… Ninguna, salvo con ella. Siempre habían pensado que experimentar con diversas parejas era pueril, que el adulterio era algo enrevesado y destructivo. Entonces, Joyce se lo planteó: ¿debería Jon haber tenido líos con otras mujeres? Jon había pasado los oscuros meses de invierno encerrado en su taller, expuesto a los efluvios de convencimiento de Edie. Era como ponerse enfermo por falta de ventilación. Edie lo volvería loco, si Jon seguía adelante y se la tomaba en serio. (...) ¿Cómo podía haber ocurrido algo semejante? Joyce se lo plantea a Jon, a sí misma y después a los demás. Una aprendiza de carpintero torpe de andares y de ideas, con pantalones anchos y camisas de franela y –en invierno– un jersey grueso y sin gracia moteado de serrín. Una cabeza que pasa lenta e inexorable de una estupidez o un lugar común a otro y eleva cada paso a la categoría de ley universal. Una persona así ha eclipsado a Joyce, con sus piernas largas, su cintura fina y su larga trenza de pelo oscuro y sedoso. Con su inteligencia, su música y el segundo coeficiente intelectual más alto. (...)
—Creo que fue porque había hecho la calle –dijo–. Las prostitutas se hacen tatuajes por el negocio, los hombres se excitan con esas cosas. No me refiero a los tatuajes aunque, bueno, también, claro que también se excitan con eso; me refiero al hecho de que se hayan vendido. Tanta disponibilidad y tanta experiencia… Y encima reformadas. Una María Magdalena de mierda, eso es lo que es. Y Jon es tan crío sexualmente… Te dan ganas de vomitar. Ahora tiene amigas con las que puede hablar así. Todas tienen algo que contar. A algunas las conocía de antes, pero no como ahora. Hablan en confianza, beben y se ríen hasta llorar. Dicen que no se lo pueden creer. Los hombres. Las cosas que hacen. Es asqueroso, absurdo.
Increíble. Y por eso es verdad. Hablando así, Joyce se siente bien, realmente bien. Dice que incluso hay momentos en que le está agradecida a Jon, porque se siente más viva que antes. Es terrible pero maravilloso. Un nuevo comienzo. La verdad desnuda. La vida desnuda.
Sin embargo, al despertarse a las tres o las cuatro de la madrugada no sabía dónde estaba. No en su casa. Ahora en la casa estaba Edie. Edie y su hija y Jon. Era un cambio que la propia Joyce había apoyado, pensando que a lo mejor Jon entraría en razón. Se mudó a un departamento de la ciudad. (...) Se había comprado blusas ligeras, faldas ondulantes y pendientes adornados con plumas multicolores. Iba a dar clase de música a los colegios como una bailarina gitana o una camarera. Se reía de todo y coqueteaba con todo el mundo. (...) Tenía la vaga idea de que Jon se enteraría de lo guapa, lo atractiva y lo feliz que estaba, de que todos los hombres iban detrás de ella. (...) Aunque Jon nunca se había dejado deslumbrar por un aspecto llamativo ni por los coqueteos, jamás había pensado que era eso lo que hacía atractiva a Joyce. Cuando viajaban, en muchas ocasiones se las arreglaban con la misma ropa para los dos: calcetines gruesos, vaqueros, camisas oscuras, cazadoras. (...)
Otro cambio. Estaba preparando a sus alumnos para el concierto de fin de curso. Hasta entonces no le entusiasmaba esa tarde de actuación en público; pensaba que obstaculizaba el avance de los alumnos con aptitudes, que los empujaba a una situación para la que no estaban listos. Tanto esfuerzo y tanta tensión sólo podían crear valores falsos. Pero aquel año se entregó a todas y cada una de las facetas del espectáculo. (...) Debería ser divertido, aseguraba. Divertido para los estudiantes y divertido para el público. Naturalmente, contaba con que Jon asistiera. La hija de Edie era uno de los intérpretes, de modo que Edie iría. Y Jon tendría que acompañar a Edie.
La primera aparición de Jon y Edie como pareja ante el resto del mundo. (...) El hecho de que tales reajustes no escandalizaran a nadie no significaba que no llamaran la atención. Había un período necesario de curiosidad antes de que las cosas volvieran a su sitio y la gente se acostumbrase a la nueva unión. Como hacían ellos, y entonces se veía a la pareja recién creada en las tiendas hablando, o al menos saludando, a los abandonados. Pero ése no era el papel que se imaginaba Joyce que desempeñaría observada por Jon y Edie –bueno, en realidad por Jon– la tarde del concierto. ¿Qué se imaginaba? Sabe Dios. No se le pasó por la cabeza que fuera a causarle a Jon tan buena impresión, que él entraría en razón cuando apareciera para recibir los aplausos del público al final del espectáculo. No pensó que Jon fuera a morirse de la pena por su estupidez cuando la viera feliz y deslumbrante, dominando la situación, y no hecha un trapo y con ganas de suicidarse, pero sí algo no muy diferente, algo que no era capaz de definir a pesar de que en el fondo lo esperaba. Fue el mejor concierto de todos los años. Todo el mundo lo dijo. (...) Cuando Joyce salió al final, llevaba una camisa larga de seda negra que lanzaba destellos de plata al moverse. También pulseras y brillos de plata en el pelo suelto. Con los aplausos se mezclaron varios silbidos.
Jon y Edie no estaban entre el público.
Ficción, relato fragmentado de Demasiada felicidad.