Entra en la casa, cierra la puerta y quichicientas cámaras comienzan a seguirlo día y noche para transmitir lo que haga y deje de hacer para millones, miles o cientos, dependiendo de la temporada.
Con excepción de Gran Hermano y los programas derivados, en los que los participantes se someten y avalan voluntariamente la intromisión continua en sus vidas enlatadas, la intimidad del ser humano debe ser respetada a rajatabla, aun en los tiempos de exhibicionismo 2.0.
Infelizmente, blandiendo el derecho a la libertad de expresión, a informar y recibir información, se avanza una y otra vez sobre las acciones privadas de los hombres a las que hace referencia la Constitución Nacional, las que de ningún modo ofenden al orden y a la moral pública ni perjudican a terceros.
Los tribunales locales y extranjeros han llenado bibliotecas a fuerza de sentencias que intentan resolver la tensión entre uno y otro derecho, ambos igualmente humanos. De un lado, libertad de expresión, pilar del sistema democrático. Del otro, el derecho personalísimo a la intimidad (al honor y a la imagen).
En términos generales se ha distinguido a personalidades y funcionarios públicos del común de los mortales. Por el rol social que ocupan, los primeros –cantantes, modelos, deportistas y actores, pero también presidentes, ministros, legisladores, sindicalistas– tienen necesariamente una exposición mayor que los segundos.
En el primer bloque se juega simplemente el “querer saber”. ¿El beso en la ficción se traslada a la vida real? En el segundo, en cambio, aparece la trascendencia que sus decisiones tienen en nuestra vida cotidiana. E incluso así, en relación a las personas públicas existen límites que, también en términos generales, pueden trazarse en función del tipo de hechos o acontecimientos en los que están involucrados: ¿Son de interés público o no lo son?
Incluso Cristina Kirchner, Dilma Rousseff, Obama y Putin tienen derecho a “ser dejados en paz” en algún momento del día. Cuando llegan a sus casas, se sacan los zapatos, van al baño, prenden la tele, hablan con sus familias, preguntan a sus hijos cómo les fue en el colegio, el interés público cede ante el derecho humano a la intimidad, entendido como un espacio propio e inexpugnable.
Dicho esto, las tapas de los últimos días en la Argentina vienen reproduciendo una y otra vez las caras de cuatro personas: Scioli y Macri, Pampita y Benjamín. Los dos primeros, figuras públicas, elegidas en sus cargos por el voto popular, disputan la Presidencia de la Nación. Pocos acontecimientos concentran –o deberían concentrar– tanto interés público como ése. E incluso así, cuando Daniel y Mauricio cierran la puerta, su vida vuelve a ser de ellos. No nuestra.
La pareja Ardohain-Vicuña, por su parte, mantuvo una discusión a puertas cerradas, grabada sin consentimiento, difundida primero en un programa de televisión y reproducida hasta el infinito por secciones de espectáculos, revistas y portales de noticias, los amarillos, los rosas y también los circunspectos.
Es cierto: la modelo y el actor estuvieron miles de veces en el ojo de los flashes. Dieron centenas de entrevistas y notas. Posaron con más y con menos ropa. Abrieron más o menos su corazón.
Hay quienes dicen que forjaron su carrera a fuerza de exposición mediática y ello alcanzaría para convertir toda su vida en The Truman Show. Bueno… no. Antes que figuras públicas son seres humanos y el derecho a la intimidad es uno de ellos. ¿Son figuras públicas? Sí. ¿Su vida es de todos? Definitivamente no.
Los audios fueron grabados en su propia casa. En el espacio más puro de intimidad. Intimidad que no resignaron –al menos que se sepa– en esta ocasión.
Ni él ni ella ingresaron en Gran Hermano. Obligarlos a mostrar lo que no quieren hacer público es, sencillamente, abusar de ellos.
*Profesor de Derecho de la Información en la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral.