El filósofo español Manuel Cruz, que visita Buenos Aires para presentar su libro Cómo hacer cosas con recuerdos, mencionó las razones por las que recordamos mal y sostuvo que hay diversos usos de la memoria. En una entrevista realizada en el Centro Cultural de España, el filósofo describió los efectos de una industria de la nostalgia, que enajena la memoria personal y colectiva y atenta contra su autonomía.
—¿Por qué recordamos mal?
—Una de las razones por las que recordamos mal tiene que ver con una premisa fundamental y es que la memoria se viste de muchas maneras. Nuestras sociedades occidentales, que ya están muy unificadas, tienen una visión muy positiva de la memoria, es un valor, mientras que el olvido aparece como un disvalor. Y a mí me parece que es una premisa que hay que discutir mucho. Algunos usos de la memoria no los discuto como cuando está vinculada a la Justicia, pero hay otros contextos donde se la reivindica sin mencionar para qué. Y no es un fin en sí misma. Cuando pasa eso tengo la sensación que se nos está escamoteando algo, se nos está haciendo alguna trampa. Podría ser el caso que en determinadas situaciones lo que hubiera que reivindicar es el olvido. No se puede generalizar.
—¿En que consiste hacer memoria?
—Básicamente en narraciones, unidades de sentido, que en parte son individuales pero básicamente son colectivas. Todos respondemos a estructuras preestablecidas como si tuviéramos que cumplir un modelo. Estas estructuras narrativas previas son muy difíciles de cambiar, aunque en la historia hay momentos de sobresalto. Cualquier acontecimiento importante que altera la estructura real, o imaginaria trata de mostrar su significación como fue el caso del atentado a las Torres Gemelas. Si no soy capaz de entender lo tengo que remitir a la narración anterior.
—La sensación de la aceleración del tiempo, ¿cómo afecta a la memoria?
—El vértigo que experimentamos tiene que ser a mí entender adecuadamente interpretado. Sería discutible y complicado ver si esa aceleración afecta a todas las esferas de lo real. La idea de que todo está cambiando constantemente afecta a la memoria en la medida en que esa aceleración induce en nosotros una sensación de caducidad, puede hacer que valoremos el pasado en forma equivocada. Nuestra época, muestro presente, se caracteriza por una percepción –que yo creo muy discutible– que es la percepción inaugural, rupturista, 'adanista' según hubiera dicho Ortega y Gasset.
—¿Cómo se cuenta lo que uno ha vivido?
—Cuando uno es muy joven no tiene la posibilidad de contrastar su experiencia con los relatos públicos, tiene una relación muy inmediata de la real, los jóvenes viven más allá de una ruptura. Esa premisa condiciona mucho, se sienten obligados a construir una narración para marcar diferencias con lo anterior: la juventud necesita afirmarse, marcar el territorio.
—Pero, ¿cómo se establece una continuidad entre el pasado, el presente y el futuro?
—El problema es por dónde hacemos pasar la transmisión para que sea eficaz. El conmemorativismo es una forma de intentar que determinados contenidos de experiencia del pasado se vayan transmitiendo. Creo que a pesar de las dificultades el lugar para la transmisión de esta experiencia debería ser la escuela. La escuela debería garantizar un cierto blindaje de la instrumentación mediata y politiquera de la memoria.
—Pareciera que no se ha conseguido hasta ahora...
—Creo que es una responsabilidad nuestra. En algo nos hemos equivocado severamente. Por qué hay tantas dificultades en esta transmisión. Tenemos la sensación de que los jóvenes no tienen el mismo interés en la memoria que el que tenemos nosotros. Hay una hipótesis que no se sostiene: que ellos son de una pasta distinta. No tiene que ver con ellos sino con el mundo que han encontrado y con el que en gran medida hemos contribuido a crear nosotros: no hemos conseguido inocularles el veneno de la memoria. Lo que no podemos es traspasarles nuestra épica, ese momento simbólico, fundacional de una generación. Un joven tiene que generar una épica propia y hoy es complicado porque las condiciones que vivimos se han alterado en forma sustancial. En el imaginario colectivo de nuestro horizonte hay un cierto tipo de expectativas de transformación profunda de la sociedad que se han desvanecido prácticamente, en el sentido potente del término.
—¿Y esto que consecuencias trae?
—Hemos interiorizado que de alguna forma el mundo seguirá igual. Y esto tiene que ver con la idea de futuro. Uno de los rasgos más característicos que ha desaparecido en el imaginario colectivo es la idea de futuro. No que mañana se acabará el mundo, pensamos que hay tiempo por delante. Lo que ha desaparecido es ese espacio imaginario donde nosotros depositábamos sueños y proyectos. La idea de futuro como espacio donde podría materializarse, hacerse real ‘algo otro’. Dónde demonios colocamos los proyectos y los sueños... y a veces los depositamos en el pasado, no en el futuro. Discutimos de la memoria y del pasado, no del futuro. El pasado se ha convertido en territorio privilegiado, incluso de la política, que es el territorio del futuro. En la esfera pública lo importante es discutir hacia dónde queremos ir y el pasado debe servir como impulso para el futuro, pero a veces esperamos de la memoria que nos saque las castañas del fuego.
Fuente: Télam