SOCIEDAD

A garrotazo sucio

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¿Vivo en una casa de Buenos Aires o en un museo de Madrid? Murió María, mi madre (101 años y un mes, no sufrió, gracias) y a mi regreso, llagado que venía, sentí a la Gran Urbe tan "amigable" como un papel de lija. No era mi ánimo el que influía en el paisaje. Pasa que en dos días presencié tres peleas de calle, una disputa por quien se lleva un "gato" al "telo" y un toletole de artesanos por quien fue primero en ofertar su bicoca al brasileño.

Sobre la ciudad vi ampliarse una oscura gigantografía que no cesa de crecer. No la instala Marta Minujin. Está hecha por todos. Y la firma "la realidad". Son fragmentos unidos como teselas bizantinas que componen un mural de espejo. Da escalofrío. Visto en gran angular aparece nítida la escena del "Duelo a garrotazos" pintado por Goya. Igual al cuadro pequeño del Museo del Prado. Cambia el tamaño y la cantidad. Allá están pintados y son dos. Aquí va en vivo y la pelea es a granel. Aquel grabado sobre la violencia ibérica refleja el estado anímico de los argentinos 2011. Todos contra todos. A garrotazo sucio. O esto se para o Goya se vendrá a pintar por aquí.

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¿Qué pensamos hacer de nosotros? ¿Despertaremos a tiempo? La civilización no es más que el progresivo desmonte que hemos hecho de nuestros cinco sentidos. En tiempos del Cromagnon olíamos un dinosaurio a diez millas, el paladar distinguía cien gustos de hongos y la refinada oreja prehistórica, echada en tierra, avisaba sin margen de error de si eran patas de rana o pezuñas de jabalí las que cruzaban el bosque. Ni hablar del tacto. Una caricia de Miss Cromagnon alimentaba pilas a lo bestia. Permitía invernar. El ojo era lo más. Desde un insecto al Sol no había objeto de nuestro deseo que no cayera en su foco. Hoy recurrimos a lentes micro y macro, a lentillas de gato, colirios, y hasta (créase o no) a la mismísima lágrima artificial que ofrecen las farmacias cuando a uno se le seca la fuente de la propia.

De todos estos periféricos del ojo, ninguno más colonizador y paradójico que la televisión. Nos birla la propiedad visual e intelectual y pasa a "mirar" por nosotros. ¿El precio? El mundo, que durante cerca de cincuenta mil años se venía modelando a imagen nuestra, ahora se va haciendo a semejanza de ella. De soñar el universo, pasamos a ser soñados por su cápsula.

Tanto el mundo anterior a su invención, como nosotros, hemos sido cazados por su mirada e ingresados en fila, bien formaditos e iguales, en su caja de transformación. Queda poco exterior sobre el cual pueda operar nuestro dentro. El ojo está bajo arresto. La realidad, hipotecada. Y con ella, las historias y las fábulas que nos daban sentido. Fuimos. No somos. No sabemos que hacer. Gritamos. Pegamos. Cada vez más.

Suena catastrofista porque lo es. Por invasión o por dejación fuimos perdiendo la libertad personal a baldes, nos quedamos sin mundo y el que traen de reemplazo no parece contar con nosotros. De ser hijos del fuego nos convertimos en esclavos de lucecitas. Esta aplastante dominación visual suele desplegar todo su poder en tiempos electorales cuando satura, amasa, seduce y busca mantenernos bajo control para inducirnos a tomar esta o aquella boleta como antes este o aquel dentífrico. No lo consigue con todos.

Algunos escapan a los rincones no catódicos de la casa y exorcizan el maleficio alzando un libro de lectura, con preferencia, un clásico. Son los menos. Ante cuadro tan monstruoso queda el módico consuelo de esperar. En Estados Unidos los canales se desviven por encontrar ciudadanos que “nunca hayan aparecido en televisión". Para la gula mercantil de la tevé, las personas ya vistas son de segunda mano y por ello, tan devaluadas como un automóvil idem. Les pagan mucho por ser algo así como salvajes no visualizados o animales silvestres o estrellas de la nada. Quienes aceptan, son los que más colaboran en la extinción de su especie.

La avara tendencia dominante indica salir a la caza de futuros famosos anónimos, safari que ya se practica en nuestro país. A esta política de fagocitación se oponen unos pocos individuos de cerebro no profanado, limpio, que apenas hablan y, aún así, sostienen, en cuevas miserables, lo poco de sagrado que le queda al planeta. No los deje solos.

(*) Especial para Perfil.com.