SOCIEDAD
35 AÑOS DE DEMOCRACIA

México era una fiesta

El aeropuerto del DF desbordó de exiliados cargados con pesadas valijas, nenes que lloraban, adultos que se despedían conmovidos.

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| Cedoc

México era una fiesta. Con el retorno de la democracia todos comenzamos a hacer las valijas para regresar a casa. Algunos llevábamos siete años de exilio por la dictadura; otros diez por la Triple A. Ya era tiempo de volver. Las elecciones habían sido una sorpresa: ¿es verdad que perdió el peronismo? Se habían hecho muchas apuestas gastronómicas. “Un asado a que gana Luder, pero con la condición de que lo comemos en la patria”. Pocos ganaron, hasta ese momento el justicialismo era invencible.

En la noche del 30 de octubre éramos un montón en la casa de Ricardo Nudelman, gerente de la librería Gandhi en México: Esteban Righi, futuro procurador general de la Nación; Nicolás Casullo, futuro director de posgrado de la UBA; Elvio Vitale, futuro director de la Biblioteca Nacional; Sergio Rubén Caletti, futuro decano de la Facultad de Sociales; Gregorio Kaminsky, futuro académico de varias universidades; Jorge Tula, futuro concejal de la Legislatura porteña.

No había celulares ni internet ni WhatsApp, y la señal de radios argentinas llegaba muy débil. Alguien conectó un largo cable de cobre a una radio de onda corta. Se escuchaba como el viento en una noche de tormenta y a veces la voz del locutor se alejaba bajo descargas eléctricas que tapaban los resultados de las mesas de votación. Pero teníamos al amigo Carlos Ulanovsky, un adelantado  que ya había llegado a Buenos Aires y en complicadas llamadas telefónicas de larga distancia nos lanzaba cifras increíbles, mientras calmábamos la ansiedad comiendo y bebiendo. Una oreja pegada a la radio, otra al teléfono. La madrugada avanzó y las proyecciones se cumplieron. Raúl Alfonsín era el elegido. ¿Grieta? Ninguna. Peronistas, radicales, socialistas, festejamos la recuperación de la democracia con una certeza: hay que volver a casa.  ¿Cómo hacemos?

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Habían nacido hijos, teníamos trabajo, México era hospitalario y se había convertido en nuestro hogar. ¿Levantar todo y regresar a ese país incierto donde la democracia duraba, con suerte, dos o tres años? ¿Y qué hacemos si después hay otro golpe? ¿Levantamos campamento otra vez y volvemos a México? ¿Con los chicos? Algunos habían llegado a México apenas un año antes: eran los sobrevivientes de los campos de concentración, los que conocieron el terror en sus cuerpos, los que pasaron años privados del aire y de la luz en el silencio de sus celdas.  ¿Volver a la Argentina? Sí, claro, todos dijimos sí. Volvamos, a lo mejor esta vez es diferente. Y de un día para el otro México se convirtió en una feria: los argentinos vendían heladeras, camas, cunas para niños, sillones, veladores. ¿Qué les pasa?, preguntaron los mexicanos, ¿acaso los tratamos mal? No, nos trataron muy bien, pero queremos volver a casa. 

El aeropuerto del DF desbordó de exiliados cargados con pesadas valijas, nenes que lloraban, adultos que se despedían conmovidos. Algunos agasajados por mariachis que cantaban las coplas de La Llorona: “Aunque la vida me cueste, llorona, no dejaré de quererte”. Música con derrame de lágrimas. Todavía hoy, de tanto en tanto, recordamos cuando el 10 de diciembre, ya en la Plaza de Mayo, cantando y bailando, encontramos a amigos que creíamos muertos y que habían sobrevivido a la barbarie. Allí estaban, vivos y bailando con la multitud. Volvimos a la Argentina, pero sobre todo volvimos a la democracia, a la democracia que nunca tendríamos que haber desdeñado. Quizás esta vez fuera diferente, dijimos. Y así fue. Tan diferente que a pesar de las zozobras hace treinta y cinco años que se mantiene. Hubo sobresaltos. Pero se mantiene. La más grande proclama enunciada, el Nunca Más, se ha cumplido.
 

(*) Escritor y periodista.