No respetamos las reglas. Tratamos de sacar ventaja. El otro no tiene importancia. Creemos que el problema no pasa por nosotros, sino por los demás. Desafiamos las leyes del hombre y de la física. Actuamos como si fuésemos inmortales.
Muchísimas de las conductas socioculturales argentinas están atravesadas por nuestro egoísmo y nuestra irresponsabilidad, tanto colectivos como individuales. Pero en ninguna de ellas se expresa tan cruelmente y cuesta tantas vidas como a la hora de salir a la calle, a la autopista, a la ruta.
Los agitadores mediáticos de la mano dura gustan azuzar los oídos ciudadanos con consignas tales como “¿A quién no le han robado alguna vez?”, como síntoma de la barbarie delincuencial en la que estaríamos inmersos. Ahora bien: ¿quién no ha sufrido un accidente vial? ¿Sirvió de algo para cambiar la manera de pensar y actuar?
Por cuarto año consecutivo aumentaron las muertes en accidentes, que se transformaron en la primera causa de fallecimiento en personas de hasta 35 años. Estamos al tope del ranking mundial. Y nadie tiene previsto cambiar. ¿O sí?
Las respuestas individuales son imperceptibles (nulas, en términos estadísticos) y las grupales, insuficientes. ¿Y el Estado? Bien, gracias.
Frente a estas tragedias diarias evitables, no hay programas de educación vial en las escuelas, ni planes de que vaya a haber. Tampoco en el súper presupuesto para la publicidad oficial de 2007 (más de $ 225 millones) figura un lugar para una campaña de concientización. Tampoco proyectos para coordinar cómo se obtiene y se mantiene el registro de conducir en todo el país. Lo que se hace es aumentar las multas, para recaudar. La problemática vial no figura, siquiera, en la agenda política, oficialista u opositora.
Seguir ignorando perversamente este drama es seguir apretando el acelarador, sin freno, pero hacia nuestro suicidio como sociedad.