Muchas veces miro a España -mi país de adopción- y la comparo con la Argentina -mi país de nacimiento- y trato de entender una y otra vez por qué, por lo menos hasta ahora, hemos fracasado como país, y España, en cambio, ha triunfado.
Reflexiono sobre la España actual y me cuesta pensar que desde la época de Felipe II y hasta hace no mucho tiempo haya sido un país que se hallaba en un espiral de decadencia, donde la concentración del poder y el amiguismo eran la forma cotidiana de dirigir la vida de las personas, donde la religión primaba sobre la ciencia (y ésta a su vez era considerada como enemiga del Estado), donde se atentaba contra la diversidad cultural, donde la pobreza era tan grande que los españoles emigraban de a millones a la Argentina, Francia, Alemania y Suiza. Resulta difícil recordar hoy en día que España vivió una trágica guerra civil, un enfrentamiento sangriento que muchos historiadores y politólogos catalogaron como experimento, refiriéndose a lo que vendría años después en Europa con la Segunda Guerra Mundial. En definitiva, me cuesta pensar en aquella España como el país aislado del mundo durante siglos, pobre y sin libertades que fue hasta la muerte de Franco.
Hoy miro a la España actual, democrática, rica, dueña de una gran diversidad cultural, exitosa, equitativa, capaz de superar la mayoría de sus problemas más graves y la comparo con lo que ocurrió en mi Argentina natal y me decepciono enormemente. Especialmente si se piensa que Argentina tenía a mediados del siglo XX índices socio-económicos y niveles educativos y culturales muy superiores a los de España.
Me resulta realmente un enigma indescifrable entender cómo ha podido resultar que la Argentina tenga un producto bruto per cápita tan inferior al español -menos de la mitad a pesar de que ahora vuelve a crecer-, una tasa de criminalidad mucho mayor, un nivel de desempleo aún altísimo que llega a dos cifras sin brindar un seguro de desempleo para paliar el problema, un sistema educativo injusto y frágil donde sólo se reciben aquellos con mayores recursos, un sistema sanitario en el que los que dependen de la salud pública sufren demoras y falta de medicamentos, una clase dirigente compuesta por un presidente que exige a su equipo fidelidad más que capacidad a la hora de ocupar puestos claves y que promueve a sus parientes en el poder siguiendo la triste tradición peronista. Me cuesta comprender por qué el Presidente de la Nación decide adular a fracasos como Venezuela y Cuba, buscando allí inspiración en lugar de mirar los ejemplos de países exitosos como España, Chile, Irlanda, Singapur, Corea, Taiwán o Australia.
Si bien no soy un estudioso del problema y supongo que nadie realmente sabe por qué España es hoy un éxito y Argentina un fracaso, expondré a continuación algunas reflexiones personales sobre el por qué de estas diferencias.
La primera es una reflexión que tiene que ver con el hecho de que España ha pactado su transición a la democracia en forma ejemplar, mientras que Argentina lo hizo con muchas deudas a la dictadura. Si bien a partir de los años sesenta el régimen franquista comenzó a mostrar algunos progresos económicos gracias al apoyo de varios cuadros técnicos, fue recién con el famoso Pacto de La Moncloa cuando el entonces presidente del gobierno, Adolfo Suárez, inauguró la gestión de un país económica y políticamente estable. Cuando me refiero a estabilidad quiero decir que no importa quién está a cargo del gobierno de turno: puede ser Felipe González, José María Aznar o José Luis Rodríguez Zapatero; aún así, las políticas siguen un rumbo sin grandes bandazos o zigzagueos. Ningún inversor saldrá corriendo de España por una política determinada o cambio de gobierno. Podrá haber diferencias de estilos y ajustes en asuntos como la educación, la salud o en determinados temas impositivos o ambientales, pero no importa -ni varía mucho la línea a seguir- si se instala un gobierno más a la derecha o más a la izquierda. Las previsiones se mantienen y el rumbo del país -ahora muy unido al de la Unión Europea-, también.
La Argentina, en cambio, pasó del populismo nacionalista durante el peronismo de los años cuarenta y cincuenta, a un antiperonismo recalcitrante y militarista en los años sesenta (con dos gobiernos radicales tumbados por dictaduras militares), al regreso del peronismo en los años setenta y luego a una de las etapas más trágicas del país: el Proceso de Reorganización Nacional que intentó llevar a cabo un gobierno militar de derecha y ultraliberal que abusó del terrorismo de Estado. A continuación, vino el gobierno radical de Raúl Alfonsín en los años ochenta y la apertura económica descontrolada y corrupta de Carlos Menem en los noventa; Luego vino Fernando De la Rúa, hasta llegar al gobierno actual de Néstor Kirchner -pasando por el gobierno de transición de Eduardo Duhalde-, que vive una buena coyuntura económica pero que carece, desde mi punto de vista, de un modelo de desarrollo productivo serio. Resumiendo, podría decir que la historia argentina es un ir y venir de modelos diferentes, teorías diferentes y gobiernos diferentes que tratan de construir Argentinas diferentes, y de ahí proviene la falta de continuidad y la alta tendencia al fracaso.
La segunda explicación sobre las diferencias en el destino de estas dos naciones es de carácter geopolítico. Desde su ingreso a la Unión Europea en 1986, el Estado español recibió miles de millones de euros por año para modernizar sus carreteras, caminos, transporte público, aeropuertos e infraestructuras en general. Estos fondos, a diferencia del proceso de enorme endeudamiento que terminó con el default de la Argentina, fueron bien utilizados. El dinero recibido de la Unión Europea estuvo sujeto a condicionamientos de transparencia que, aunque en contadas ocasiones fueron violados, se utilizaron para construir una nueva España. Los países ricos de Europa como Alemania, Inglaterra y Francia han exportado tradicionalmente prosperidad y democracia a las ex dictaduras de España, Portugal y Grecia. Por el contrario, el gigante rico de América, Estados Unidos, ha exportado históricamente más dictadura que democracia a América Latina y ha ayudado poco o nada económicamente en su vecindario. En definitiva, podríamos decir que a España le tocó vivir en un mejor barrio que a la Argentina.
La tercera explicación reside en el nivel medio de educación y honestidad que tiene el español con respecto al argentino. Sé que es difícil generalizar y decir que los españoles son más respetuosos de la ley y de las instituciones, y también más honestos, pero luego de vivir 11 años aquí creo que simplemente es así. La transparencia, la honestidad y el respeto por las instituciones son fundamentales para poder sacar un país adelante, y es evidente que estas tendencias se consolidan con el correr de los años, sean para mejor o para peor. La Argentina ha evolucionado hacia un mayor índice de corrupción y menor transparencia. Por el contrario, España ha seguido el camino opuesto y lo ha hecho de manera ejemplar.
Un cuarto argumento relacionado con el fracaso de la Argentina es el enamoramiento que producen las soluciones mágicas. Pienso que los argentinos hemos sido siempre mucho más autoritarios e intolerantes de lo que pensábamos. Tal vez en la propia conformación de los sectores medios del país -que llegaban desde Europa- pudo haber influido el miedo y la angustia de estar solos en un nuevo y lejano país donde la afirmación del ser argentino intentó tapar ese vacío, entorpeciendo de esta manera la posibilidad de encontrar el punto medio o el equilibrio como país. Esta identidad ciclotímica se ha acentuado en las últimas décadas.
Siempre rechacé ese enamoramiento que produjeron y siguen produciendo líderes como Fidel Castro o Hugo Chávez en la opinión pública argentina, y creo que tiene que ver con la idea (adolescente) de culpar a los extranjeros (sean los Estados Unidos, España, Chile u otro) de los penosos resultados obtenidos por el país durante las últimas décadas. Leo permanentemente críticas y ataques a los españoles y a sus multinacionales, a los norteamericanos y a las suyas. Como he escrito recientemente, sí es cierto que han existido responsabilidades y negligencias por parte de organismos internacionales, gobiernos y empresas extranjeras, pero lo cierto es que la culpa de que a la Argentina le vaya tan mal la tenemos todos los argentinos. Los que gobiernan, por hacerlo mal y los que votamos, por elegirlos. El país tiene el potencial y debería estar tan bien como Australia, que tiene una estructura productiva bastante similar orientada a la exportación de materias primas. Si la Argentina no es hoy un país desarrollado, justo y rico -como Australia- es porque sus gobiernos han tomado muy frecuentemente decisiones equivocadas y despilfarrado el privilegiado patrimonio nacional. Pasamos de tener la inflación más alta del mundo con Raúl Alfonsín a la más baja con Carlos Menem. De lograr uno de los crecimientos del PBI más bajos del mundo con De la Rúa a uno de los más altos con Néstor Kirchner. De adorar a las multinacionales y al dólar con Domingo Cavallo a criticarlas con Kirchner. De ser uno de los mayores exportadores de alimentos del mundo a tener hambre y desnutrición, cuando nuestro país tiene capacidad para alimentar a 400 millones de personas en el mundo, pero, sin embargo, no es capaz de asegurar comida para sus 40 millones de ciudadanos. De tener la deuda externa más grande del mundo en desarrollo a protagonizar la bancarrota más grande de la historia de la humanidad con más de 200 mil millones de dólares. La Argentina, vista desde afuera, parece un país sin personalidad, víctima de todas las modas que circulan por el mundo, amante de los extremismos e incapaz de seguir una política prudente y moderada basada en las instituciones e inserta en la realidad mundial.
He señalado en otros espacios que una de las grandes diferencias de la Argentina con las democracias maduras es que nuestro país no está dividido entre conservadores y liberales (o progresistas), sino que es la misma gente la que es capaz de simpatizar con el neoliberalismo durante unos años y luego con el modelo K. No hay que olvidar que una parte nada despreciable de la sociedad argentina pedía a gritos que los militares impusieran orden. ¿Y quiénes votaron a Carlos Menem?
Creo que el gobierno de Néstor Kirchner tiene que mirar a España y a Chile y tomarlos ejemplos, dos países que eran muy pobres y que están saliendo de la pobreza con apertura, respetando a los extranjeros en un mundo globalizado, manteniendo la mejor relación posible con todos los países del mundo, aceptando la inversión extranjera como uno de los pilares del crecimiento, con leyes que se aplican de manera uniforme y justa, y desarrollando un modelo productivo. Nuestro país tiene enormes ventajas comparativas en la producción de alimentos, de productos primarios en general y también de servicios (con gente muy capacitada). Nuestro país debería ser capaz de aprovechar estas ventajas comparativas y hacer esfuerzos por seguir el modelo de Australia, que abastece a gran parte del mundo alimentos con un alto valor agregado.
La quinta explicación, ya más controvertida, es el fenómeno del peronismo. A nuestra Argentina le ha faltado pluralismo y diálogo durante los gobiernos peronistas, que muchas veces terminaron transformados en unicatos con tendencias autoritarias que centralizaban el monopolio político. Además, cada uno de los quiebres institucionales y los golpes de Estado han sido un verdadero cáncer para el país. Nos ha faltado democracia. Varios expertos señalan que nuestro país ha dejado de lado a la oposición (quien quiera que fuese), sin una coordinación estratégica, y esto ha sucedido sobre todo durante los gobiernos peronistas. Desde la crisis de 2001, que llevó a líderes peronistas a la Casa Rosada, pasa lo mismo: la oposición prácticamente ha dejado de existir a pesar de los intentos de concertación que se promueven desde el Ejecutivo y que en realidad parecieran ser más un esfuerzo por quebrar a la ya débil oposición y acaparar mayor poder.
Allí reside otra diferencia con la España de los últimos años: aquí existen acuerdos básicos y reglas del juego claras en torno a las cuestiones centrales. Digámoslo así: existe una política de Estado. Las fuerzas políticas en la Argentina deberían poder coordinarse para darle equilibrio a la democracia y a la gobernabilidad. Resulta claro entonces que es necesario dejar de lado la demagogia y el populismo. La crítica constante al FMI o a los Estados Unidos no es más que puro proselitismo.
Otro de las cuestiones que frenan el progreso de Argentina -y que en gran medida es el resultado de los zigzagueos, los bandazos, el autoritarismo y la falta de previsión permanentes- tiene que ver con la pobreza y la desigualdad galopante. Los economistas ortodoxos creen que la inversión genera crecimiento económico, elevándose así el nivel de vida de un país, y que por eso deben promoverse el crecimiento y la inversión a corto, mediano y largo plazo. Creo que se trata de una verdad a medias, ya que la distribución es también muy importante.
Los países líderes en desarrollo humano, competitividad y progreso tecnológico como Noruega, Suecia, Finlandia, Canadá y Holanda tienen altos niveles de equidad. España se parece mucho más a estos países que a la Argentina. Se trata de Estados muy activos y protectores, con sistemas fiscales progresivos, y con un consenso social sobre las virtudes de la equidad. Durante los años noventa, casi 7 millones de personas dejaron de ser clase media para transformarse en nuevos pobres en nuestro país. El coeficiente Gini saltó de 0,42 en 1992 a 0,47 en 1997. La sociedad se polarizó y la pobreza se disparó alcanzando casi al 60 por ciento de la población a finales del 2002, un porcentaje estremecedor e inexplicable si lo comparamos con el de principios de los años sesenta, que era menor al 10 por ciento del total de la población. España siguió prácticamente el camino inverso. Dejó de lado los bolsones de pobreza generando prosperidad para todos y fomentó las inversiones y las leyes que promovían la estabilidad, y lo hizo sin perder de vista la equidad. Hasta Andalucía y Galicia, que habían sido regiones tradicionalmente muy pobres, tienen hoy un nivel de vida envidiable.
Como dice Bernardo Kliksberg en un artículo que escribió especialmente para Safe Democracy (fundación que presido), el desastre argentino no fue una fatalidad inexorable, sino el producto lógico de las políticas de destrucción del Estado, de la privatización salvaje, de la desprotección total de la pequeña y mediana industria y del comercio nacional, de la concentración del crédito, y de las altas dosis de corrupción e inestabilidad. Los vaivenes políticos y el histrionismo ahuyentan las inversiones y le dan a la Argentina una pésima imagen en el exterior, algo que muchos argentinos aceptan y de la cual no pueden, sin embargo, desprenderse. La desigualdad y la pobreza frenan la prosperidad. España tiene una diferencia de 8 a 1 entre quienes ostentan un mayor ingreso respecto a los que ganan menos, y ya me parece alta (en los países escandinavos el índice es de 3 a 1). Esa misma diferencia es de 50 a 1 en América Latina.
Un séptimo y último análisis tiene que ver con la falta de responsabilidad social que tienen gran parte de las instituciones y empresarios argentinos. Si bien hay una tendencia al cambio, lo cierto es que en las últimas décadas muchas empresas, instituciones y gobiernos han tenido comportamientos poco éticos y escasamente solidarios: la corrupción caló muy hondo en la sociedad argentina y aquello de "quien no afana es un gil" se transformó en una máxima nacional. A los que les va bien poco les importa el resto. Desde luego que España y el resto del mundo desarrollado también tienen problemas de corrupción, pero las dimensiones son otras. Existe una cultura de respeto y una creciente conciencia sobre la necesidad de tener conductas responsables y la sociedad premia a esas conductas éticas.
La Argentina debe enfrentar el flagelo del hambre, de la pobreza y la desigualdad existentes no sólo con los planes jefes y jefas de hogar, que no dejan de ser acciones puramente asistencialistas y que no hacen más que perpetuar la situación actual. Hace falta desarrollar aquello que hacen (e hicieron) los países a los que les va bien: combinar políticas que abran oportunidades a los excluidos con políticas económicas que activen las posibilidades de las pequeñas y medianas empresas, que democraticen el acceso al crédito y se esfuercen por asegurar la educación y la salud a todos. Además, hay que premiar la innovación empresarial, la investigación científica e incentivar en forma responsable la inversión de los argentinos y de los extranjeros en el país en un marco de justicia que contemple reglas claras y estables.
En el mundo de hoy no hay recetas mágicas y los países exitosos tienen mucho en común. Son pragmáticos y saben que el éxito es siempre complejo y requiere de mucha educación, mucha tolerancia, muchas inversiones y poco enamoramiento a las recetas mágicas basadas en el odio. España lo entendió.
A pesar de la buena coyuntura económica actual, ¿lo entendieron los argentinos? ¿Lo entendió el Gobierno? ¿O estamos desaprovechando otra vez una nueva oportunidad?