Además de quererlo y respetarlo, el hombre que me hacía una oferta que no podía rechazar era mi suegro. Desde hacía un par de años yo vivía en pecado de concubinato con su hija, y él habrá entendido que era tiempo de formalizar. Un día, me apuró a solas:
— ¿No es hora de que se casen, Gustavo? Además, pienso que si lo hacen, les podríamos regalar el Renault 4 porque después van a venir los chicos y lo van a necesitar... El auto en cuestión era un 4S, modelo 74, que mi suegro había comprado cero kilómetro y ya no usaba tanto, pero cuidaba como una joya. Lo había pagado a mediados de aquel año, pero le explicaron que la muerte de Perón había complicado todo. Se lo entregaron varios meses después junto a una noticia inquietante: el único color que les quedaba era el verde lechuga.
Me provocó tanta ternura el gesto de ofrecer una dote tan apreciada para salvar a su hija, que no pude más que responderle de inmediato:
—Ahora sí, don Luis. Si algo me faltaba para decidirme, era el Renault 4. Nos casamos el mes que viene.
Cumplí con mi palabra, y él no sólo cumplió con la suya, sino que me enseñó a manejarlo. Meses después, le conté a mi suegro lo que me estaba sucediendo: “No pasa un día en que cuando me paro frente a un semáforo o voy a cargar nafta, alguien me pregunta si lo vendo”. “Y cómo no te van a preguntar, pibe –me respondió presuntuoso–, si es un fierro”.
Yo, que nunca había tenido auto ni ansiaba tenerlo, empecé a aprovechar los beneficios de la movilidad propia y a descubrir que tanto en el país como en el exterior había una raza de fanáticos de ese modelo. Nunca entendí qué placer fetichista puede provocar tal o cual auto, pero admito que el Renault 4 tiene curiosidades que lo hacen único: palanca de cambios horizontal tipo revólver, para abrir las puertas hay que meter la mano adentro de ellas y apretar hacia abajo, ventanillas delanteras triangulares, o una puerta de baúl casi vertical que lo emparenta con una camioneta. En todos estos años, el Renault 4 cumplió bien con su cometido básico de transportar personas, recorrió las rutas del país y hasta tuvo cierto momento de fama cuando Jorge Fernández Díaz contó en su best seller Mamá algunas de las desventuras que compartimos con el bólido cuando éramos jóvenes periodistas.
El próximo año va a cumplir 40. Su motor y su pintura verde lechuga aún muestran un maduro esplendor y todavía conserva la calco con que lo identificaba la publicidad de la época, el “Correcaminos”. Y por las dudas que alguien pregunte: no, no está en venta.