Es necesario reconocer que, a diferencia de lo que ocurrió en Alemania, donde los juristas se libraron del principio de legalidad en nombre de los principios del Führer, los juristas italianos se aferraron a éste como al único freno contra la dictadura: al menos hasta la promulgación de las leyes raciales, el Estado fascista fue un Estado despótico moderado, no sólo por la general inobservancia de la ley, como se dijo jocosamente, sino por un cierto hábito de legalidad que persistió en la administración pública y al cual no fueron extraños los reclamos de los juristas. Lúcida y también dramática expresión de esta batalla iluminista contra la arbitrariedad fue el libro del joven estudioso, prematuramente muerto, Flavio López de Oñate, la certeza del derecho, que apareció (y tuvo un vastísimo eco) en 1942. En el único pasaje en que citaba al “jefe de gobierno” (para no nombrar a Mussolini), formulaba un comentario elogioso con un conjunto de palabras cuyas iniciales componían la frase: “Ojalá fuese verdad” (ejemplo de camuflaje que hoy puede parecer infantil).
La otra razón por la cual, más allá de las capitulaciones individuales, la cultura no fue fascistizada del todo, debe buscarse en el hecho de que una “cultura fascista” –en el doble sentido de hecha por fascistas o de contenido fascista– no existió nunca, o al menos nunca logró tomar forma en iniciativas históricamente relevantes (...).
Por otra parte, los intelectuales integralmente fascistas –y digo “integralmente” para distinguirlos de aquellos que eran fascistas sólo en aquel cuarto de hora en que escribían en una revista fascista o hacían una declaración de homenaje al Duce, en suma, de los oportunistas con fe “a la orden”, que fueron la inmensa mayoría– eran por lo general intelectuales mediocres.
Nadie los tomaba en serio, ni siquiera aquellos a quienes suministraban los productos de sus doctas elucubraciones. Buena parte de la literatura fascista ya estaba muerta antes de nacer. Hoy se convirtió en un fárrago de papel que puede provocar la curiosidad del historiador de la vestimenta o de la locura humana, más que el de las letras patrias. Los autores improvisados de esos libros han desaparecido en la noche de la cual habían salido sin dejar huella: viejos pecadores que tenían que hacerse perdonar alguna imprudencia, los usuales arribistas que creían haber encontrado el camino para hacer carrera, los conformistas crónicos, los fanáticos de entusiasmo fácil, jóvenes educados en el culto del Duce y cabezas débiles, confusas, superficiales, que se encuentran en todas las edades.
Los grandes intelectuales del fascismo, de los cuales tres, creo, sobresalen entre los demás por vigor intelectual y por la influencia real que ejercieron sobre el régimen y la cultura fascista –Gentile, Alfredo Rocco y Volpe–, se habían formado antes del fascismo. En 1925 tenían 50 años, esto es, una edad en la cual uno comienza a repetirse a sí mismo. Sus obras mayores ya las tenían a sus espaldas, sin contar que un hombre como Gentile, del cual no puede no reconocerse su estatura de gran intelectual, cuando escribía como “fascista” se volvía hinchado, retórico; llenaba de palabras altisonantes el vacío de los conceptos; asumía frente a sus adversarios el aire de un Júpiter obligado a hacer discursos oficiales en diversas ocasiones; exhibía, con palabras que se volvían cada vez más gastadas, no tanto su fe como su voluntad de creer. La única obra de estos escritores que se salvaría, por la severidad de su lenguaje y su fuerza de convicción, es Italia en camino, de Volpe, en 1927.
Los viejos intelectuales que el fascismo exhumó de entre todos los partidos y todos los movimientos culturales de los decenios precedentes, una vez que arribaron al puerto seguro del régimen, escribieron los peores libros de sus vidas (...). Por sólo citar dos que habían adquirido una gran fama antes del fascismo: Romolo Murri, el joven sacerdote que suscitó los primeros movimientos populares en la campaña del fin del siglo xix, excomulgado en 1909 y que se acercó a los grupos radicales antes de la guerra, escribe en 1923 La conquista ideal del Estado, un refrito de temas gentilianos; Enrico Ferri, positivista de cátedra y de mitin, criminólogo ilustre, uno de los personajes más estrepitosos del primer socialismo italiano, escribe en 1927 un panegírico de Mussolini tan desfachatado que provocó escalofríos en los mismos fascistas que aún no habían perdido el sentido del ridículo (...).
Por lo que respecta al contenido de la nueva cultura, lo que más tarde se llamará la “doctrina del fascismo”, el régimen no tuvo un pensamiento original: lo que él fundió (o confundió) en su crisol derivaba de las corrientes espirituales que se formaron –no sólo en Italia– en el primer decenio del siglo, y cuyo común denominador no fue lo que afirmaban sino lo que negaban, esto es, la democracia y el socialismo. Mientras que las estructuras del Estado liberal-democrático habían logrado resolver las crisis recurrentes que todo Estado capitalista moderno atravesaba en su desarrollo, que eran las crisis de participación de masas cada vez mayores, estas diversas corrientes antidemocráticas y antisocialistas no fueron mucho más allá de los círculos intelectuales que las expresaban y no se volvieron una fuerza política verdadera y propia. En el momento en que esas estructuras comenzaron a crujir, luego de la catástrofe de la Primera Guerra Mundial y la instauración del primer Estado socialista del mundo, esos mismos ideales se volvieron ideologías del nuevo movimiento que debería dar vida al nuevo Estado.
Terminada victoriosamente al principio del siglo XX por obra del idealismo y de las corrientes irracionalistas aliadas en “santa cruzada”, la batalla contra el positivismo evolucionista, que había acompañado el nacimiento del movimiento socialista y la primacía del espíritu contra la materia, de la libertad creadora contra el chato determinismo, de la intuición contra el intelecto, de la fe contra la razón, de la acción contra el pensamiento, etcétera, aparece hoy como signos premonitorios de la tempestad europea de la cual el fascismo fue su primera manifestación. La democracia fue atacada filosófica, sociológica y políticamente.
Filosóficamente, por los idealistas, que la consideraban iluminista, abstractamente igualitaria y, por lo tanto, antihistórica, atomista e individualista, partidaria de una sociedad fundada sobre el mecanismo puramente cuantitativo del sufragio universal que destruye las diferencias cualitativas, y serían las únicas relevantes a los ojos de quien exalta el espíritu sobre la materia bruta.
Por el otro extremo, fue atacada por los irracionalistas decadentes, que siguiendo las huellas de Nietzsche veían en la democracia la exaltación de la moral del rebaño o los esclavos embrutecidos por una religión que exaltaba a los vencidos, los oprimidos y el debilitamiento de las virtudes heroicas del espíritu guerrero y la voluntad de potencia (...).
Políticamente, la democracia fue el blanco de dos fuegos opuestos pero en ocasiones confluentes: el nacionalismo y el sindicalismo revolucionario, aunque mejor sería decir voluntarista (o veleidoso). Uno la condenó por cobarde, mediocre e incapaz de grandes empresas, entendiendo al Estado como mediador imparcial entre las partes en conflicto, en nombre de la unidad de la nación por encima de las clases, propensa hacia sus destinos imperiales en la guerra inevitable entre naciones ricas y pobres. El otro la condenó por su apego al régimen parlamentario y por su incapacidad de promover la destrucción del Estado burgués, invocando la acción directa de las clases a través de su órgano natural, el sindicato. Contra el pacifismo democrático, unos y otros exaltaron la violencia liberadora y creadora de una nueva Historia. De acuerdo: hay violencia y violencia, y sería estúpido condenar la violencia sin distinguir entre la violencia del revolucionario y la del reaccionario. Pero algunas veces sucede que una se convierte en la otra (...).
Cuando el fascismo, una vez conquistado el poder, quiso construirse una “doctrina”, no agregó nada a lo que había heredado del pasado (...). Aunque era enemigo del intelectualismo abstracto, no hizo más que transformar en un cuerpo muerto de dogmas todas las ideas de las cuales se sirvió para componer una ideología. Sofocada la batalla de las ideas, no más apremiado por la confrontación con otras ideologías, giró en el vacío perdiendo en cada vuelta un poco del impulso inicial, hasta reducirse a la inmovilidad del catecismo, a la rigidez del ceremonial, a la exégesis obsecuente de los textos sagrados (...).
Quien lea hoy una revista fascista –invito a realizar este experimento con una de las menos incultas: Crítica Fascista, quincenario que se publicó de 1923 a 1943, dirigida por un hábil captador de intelectuales– se asombrará de la monotonía mortífera de los argumentos, la estrechez del horizonte cultural, la falta de análisis concretos de situaciones reales: un espejo hórrido para los intelectuales que en este ejercicio de palabras que se hablan a sí mismas ven reflejada su propia función de fabricantes de cortinas de humo. Con el agravante de, que año tras año, el tono se hace cada vez más exaltado, la retórica cada vez más pesada, las ideas cada vez más aberrantes.
Gerarchia, la revista oficial del partido, se volvió cada vez más gris, más pobre, alejada de la más mínima luz de la inteligencia. Si en los primeros ‘30 desarrollaba su actividad propia la Escuela de Ciencias Corporativas, en los primeros ‘40 los intelectuales sobrevivientes, ya encuadrados, dieron vida al Instituto de Mística Fascista, cuyo director explicó que “la fuente, la sola y única fuente de la mística es... Mussolini” (...). “Nosotros somos místicos porque somos rabiosos, esto es, facciosos del fascismo, partisanos también absurdos. Sí, absurdos (...). La historia, con H mayúscula, siempre fue y siempre será un absurdo: el absurdo del espíritu y de la voluntad que somete y vence a la materia. Es decir, mística”.
Las variaciones sobre la doctrina fascista fueron las tres siguientes. De la común idea motriz según la cual el fascismo había combatido siempre en dos frentes, contra el liberalismo por un lado y contra el socialismo por el otro, partió primero una línea conservadora, propia de viejos liberales que se remitían a la derecha histórica y según la cual el Estado fascista no era más que la consumación del liberalismo, el Estado liberal sin la corrupción del democratismo plebeyo (...).
La segunda línea interpretativa fue la de los mediadores: el fascismo no como innovación, en tanto síntesis de liberalismo y socialismo, esto es, de dos doctrinas opuestas que en su choque se habían revelado ambas unilaterales e incapaces de resolver los grandes problemas planteados por la crisis posterior a la guerra, meras abstracciones que encontrarían su realización práctica en una tercera doctrina que fuera capaz de ir más allá del individualismo atomizante de uno y del colectivismo nivelador del otro (...).
La interpretación que tuvo mayores ambiciones revolucionarias se planteó sobre una tercera línea: el fascismo como alternativa histórica al bolchevismo y, por tanto, como revolución universal según la fórmula: Roma o Moscú. (...).
Mario Carli, quien codirigía el periódico de los fanáticos, L’Impero, se burló del manifiesto de Gentile, de quien dijo que no había entendido nada del fascismo y mucho menos los profesores que lo habían firmado, declarando que el fascismo no tenía necesidad de una doctrina, teniendo a la cabeza “un formidable cerebro como Benito Mussolini” (...). “Se nos reprocha no tener una doctrina y una filosofía. ¡Muchas gracias! ¡Qué descubrimiento! ¡Pero si el mérito principal del fascismo es el de ser la antidoctrina y la antifilosofía por definición!” (...). En Crítica Fascista (1936), Agostino Nasti escribió en el artículo “Llorones de la cultura”: “Esta gente no piensa que Mussolini, además de tantas otras cosas, es él mismo un grandísimo hecho de cultura que colma el siglo XX”(...).
La cultura fascista era en realidad una gran fábrica de estereotipos para el adoctrinamiento de las masas y los jóvenes, de consignas que luego eran difundidas en la escuela y en los periódicos y la radio. En septiembre de 1934, en directa imitación de los nazis que hacía poco habían alcanzado el poder, fue instituida una Subsecretaría de Prensa y Propaganda que un año después se convirtió en un ministerio que en 1937 fue llamado Ministerio para la Cultura Popular (el “minculpop”, de triste memoria). Este pueblo indiferenciado, voluntariamente nunca bien identificado, era sólo el destinatario y el beneficiario de una cultura ya hecha para él... y sin él (...).
El fascismo tuvo éxito en su objetivo de obtener un conformismo general, incluso en lo que respecta a sus fórmulas culturales, no sólo –hay que reconocerlo– porque fueron impuestas, sino también porque encontraron un terreno particularmente favorable en una tradición de cultura retórica, espiritualista, alimentada por el idealismo, restringidamente humanística, que se había liberado con un gesto de fastidio del positivismo y también de todo aquello que el positivismo representaba como ruptura respecto de una filosofía especulativa exaltada como la filosofía de las escuelas italianas, que despreciaba los hechos y se embriagaba de palabras; que siempre había tenido animadversión por la ciencia y la consideraba una forma inferior del pensamiento, contraponiendo a las difíciles simplificaciones de toda investigación empírica los fáciles esoterismos (que no parezca una contradicción) del pensamiento que se piensa a sí mismo. Pero a pesar de todo, la difundida observancia exterior de las directivas culturales no se transformó nunca en una convicción profunda, no dio vida a una “nueva cultura” (...).
Quien hoy observe el panorama de la cultura italiana de aquellos años, y hablo sobre todo de la cultura literaria, histórica y filosófica –el discurso sería muy diferente si se refiriese a las artes figurativas y la arquitectura– sólo con esfuerzo logrará darse cuenta de que en Italia haya ocurrido ese terremoto que el fascismo había sido o repetía obsesivamente ser (...). Dos de las corrientes filosóficas que serían dominantes luego de la liberación, el existencialismo y el positivismo lógico, tuvieron sus primeros comienzos entre 1930 y 1940 (...).
Es un hecho que las generaciones que se formaron bajo el fascismo fueron mantenidas en el más completo analfabetismo acerca de la historia y el desarrollo del marxismo. Bien o mal, las diversas corrientes de ideas que habían alimentado el pensamiento liberal continuaron corriendo por debajo de la capa de la doctrina oficial fascista como un río subterráneo destinado a reaparecer algún día a la luz del sol. La cultura marxista fue completamente erradicada (...).
No era que el marxismo teórico estuviese muerto. Es más, su intérprete italiano más original escribió sus obras mayores precisamente en aquellos años. Pero no en las revistas de la cultura oficial, ni tampoco en las de la cultura “independiente”. Las escribió entre 1929 y 1934 en unos cuadernos que el gobierno regio lo autorizó a tener y llenar con sus propias impresiones... en una celda. ¿Qué testimonio más dramático y revelador de las relaciones entre fascismo y cultura? La obra destinada a renovar la cultura italiana luego de la liberación fue escrita no en una docta y gloriosa universidad, sino en una prisión estatal.
Fragmentos del capítulo “Cultura y fascismo”