SOCIEDAD
Ensayo

El rumor, el gran género conspirativo de los argentino

En momentos en que se debate la verosimilitud del secuestro y la reaparición del militante kirchnerista Luis Gerez, la publicación de este texto –escrito poco antes del polémico caso– aporta una pizca de paciencia frente a una inveterada manía local y mundial: el chisme, la versión apócrifa, la idea fija de que los gobernantes nunca dicen –y más aún, ocultan– la verdad. De ahí que sea posible desconfiar de que el hombre haya llegado a la Luna y creer que Yabrán está vivo y escondido en el Caribe.

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LEYENDA URBANA. Un hombre lee una frase escrita con rouge en el espejo del bao: "Bienvenido al club del sida". | Cedoc

Quien esto escribe podría citar a reconocidos periodistas absolutamente convencidos de que el hombre nunca llegó a la Luna (podría citarlos, si no arriesgara muchas amistades). Y quien lee probablemente conozca a más de un “incrédulo”.

El periodismo ha tenido siempre una relación ambigua con los rumores y los llamados mitos urbanos, como la tiene, en general, con la tarea de informar. Chequear las fuentes es una de las premisas máximas de nuestra profesión. Sin embargo, no habría periodistas si quedara proscripto el rumor como insumo básico de este trabajo. Y el rumor es una materia incierta, altamente combustible. Desde luego que los buenos profesionales chequean la veracidad de los rumores, pero siempre hay un punto en que deciden creer y saltar sin red. Aciertan muchas veces, pero no todas, como ha quedado probado en tantos desastres como: “Apareció el cadáver de Pescarmona”(Clarín) o “Fue la ETA” (El País), tras los atentados en Madrid el 11/3/2004.
Los rumores, mitos o leyendas urbanas conviven con nosotros en forma de chismes, secretos compartidos, anuncios conspirativos o confesiones “de un amigo de un amigo que tiene la posta”. Como dijo el psicoanalista Enrique Pichon Rivière: “El rumor es una proposición para creer”.

En el caso de la imagen conspirativa del viaje a la Luna, es una paradoja constatar que son los escépticos quienes creen que la hazaña espacial ocurrió, mientras que los “incrédulos” han sido seducidos por el rumor de que se trata de un hecho fabricado en un estudio de tevé.
Si alguien se propusiera definir las décadas finales del último milenio y los primeros años del dos mil según las obsesiones más comunes, encontraría una rara mezcla de angustias tecnológicas y fantasmas medievales: allí están los temores despertados por la tecnología, los virus y los cambios en la moral sexual, relacionados con el sida, los trasplantes ilegales de órganos y el terrorismo.

Ejemplos. Un hombre conoce a una mujer, comparten un trago o bailan y horas más tarde están desnudos en la cama de un hotel. El hombre despierta a la mañana y descubre que está solo. Se levanta y, cuando entra en el baño, el espejo le muestra una espantosa frase escrita con rouge: “Bienvenido al club del sida”.

La historia tiene variantes, como todo rumor: el hombre no pasa al baño sino que encuentra sobre la cama una rosa negra junto a una carta en la que lee: “Sorpresa: tengo sida”. ¿Quién no escuchó una historia como ésta?

A partir de allí, no dejé de escuchar nuevos relatos de la misma historia. Uno de ellos provino de un funcionario de la Embajada chilena, quien, a su vez, lo escuchó por boca de una compatriota que vivió en Dinamarca. En México esta historia ha sido tan popular que dio lugar a una película de Gabriel Retes, Bienvenido, premiada en festivales internacionales.

Precisamente en México, una cazadora de rumores, la folcloróloga Margarita Zires, constató la cantidad de versiones de la misma historia que circularon por su país y las reunió con ayuda de un equipo estudiantil de la Universidad Autónoma Metropolitana de Xochimilco, DF. Se encontró, desde luego, con la rosa negra, con el espejo del baño, con el terrible mensaje.
Ya sabemos que los rumores viajan sin límites geográficos y tienen parentesco con otros rumores: Zires considera que estas versiones se apoyan también en otro mito que circula mucho e involucra a entrenadores personales y de aerobic que actúan en clubes de Cancún y Playa del Carmen, seduciendo a mujeres adineradas para que los mantengan y, de paso, infectándolas de sida para ejecutar una indefinida venganza.

En 1992 circuló en Buenos Aires una historia casi calcada, que llegó a los diarios con fuerza inusitada. Un profesor de tenis había conquistado a muchas de sus alumnas de un exclusivo country del Gran Buenos Aires, la mayoría casadas y madres. El pánico cundió en ese cerrado mundillo cuando se supo que el profesor tenía sida, y que había ejecutado allí una verdadera maratón sexual, bien consciente de lo que estaba haciendo. El rumor tuvo un pico máximo a mediados de los 90 y se llegó a situar la misma historia en distintos countries, siempre con la figura del profesor seductor y perverso y hasta con nombres supuestos de las víctimas adúlteras. Al relato no le faltó nada: el hombre pérfido como una serpiente, las pecadoras seducidas y el terrible castigo.

Y nadie deja de creer en el chisme por una desmentida oficial. En todo caso, se dirá que las instituciones ocultan la verdad. Un investigador clásico del tema como Knapp llamó a cuidarse de los rumores y a sólo creer en los medios de comunicación y los dirigentes. Zires le sale al cruce en su libro Del rumor al tejido cultural y saber político: allí señala que, con su advertencia, Knapp “está haciendo patente que el rumor es el producto no sólo de una mentira, sino el resultado de un cuestionamiento de la objetividad de los medios”.

Si PERFIL hubiera nacido en los 40, habría recogido los rumores que aseguraban que los chicos de clase media atendidos en hospitales y sanatorios de Barrio Norte corrían peligro de sufrir extracciones ilegales de sangre destinada a curar la debilidad de Eva Perón. Y cuando un amigo de Perón, Alfredo Stroessner, era el Supremo paraguayo, llegó a Misiones el rumor de que se robaban bebés para sacrificarlos y destinar su sangre a la recuperación del dictador.

Los rumores tienen el aspecto de chismes, pero suelen remitir a mitos ancestrales. Así, el rumor de la mafia internacional dedicada a los trasplantes ilegales de órganos conmueve a medios e instituciones internacionales, sin haberse encontrado pruebas de semejante delito. En la España de los siglos XVI y XVII se mentaba al Sacamantecas, un tipo enigmático que asesinaba a inocentes para robarles los órganos. Y el rumor llegó a la Lima virreinal y produjo una versión sincrética: el Pishtaco, agazapado en la oscuridad de la noche. Nadie podía imaginar en esos tiempos la revolución tecnológica de que hoy una persona pueda vivir con órganos de otra, pero la imagen del despojo de órganos ya circulaba.

Después de una noche lujuriosa, alguien despierta en una bañera llena de hielo para descubrir que su amante nocturno ha desaparecido y le dejó como regalo una cicatriz en la espalda: ¡le han robado un riñón!

El 13 de agosto de 2006, Clarín denunció las muertes de tres argentinos trasplantados en Bolivia. Ya en junio, ese diario describía que, “aunque es ilegal, cirujanos bolivianos venden y trasplantan órganos a sus pacientes, entre los cuales hay muchos argentinos. Las operaciones cuestan de 30.000 a 40.000 dólares, y se hacen fraguando documentación oficial”. Y se describía un circuito en una de cuyas puntas había médicos argentinos que organizaban viajes de enfermos a Santa Cruz de la Sierra, y un cirujano boliviano explicaba pormenores del “oficio”.

(En Argentina, más de 22.000 personas están sometidas a diálisis por insuficiencia renal crónica terminal, y más de 4.000 están en lista de espera para trasplantarse un riñón.)

¿Qué mejor prueba de que el tráfico de órganos no es un simple mito? Pero el mito urbano no puede ser analizado en términos de “verdadero o falso,” sino como construcción colectiva que expresa sentimientos en común y suele cuestionar las “verdades oficiales” de gobiernos y diarios.

Prestigiosos medios como el Times, Le Monde o la BBC se hacen eco de denuncias inciertas. Hace unos años, la BBC denunció el secuestro de niños en la Argentina, para proveer al tráfico mundial de órganos. Y la menemista Zelmira Regazzoli, que en los 90 dirigió el área de Derechos Humanos de la Cancillería local, afirmó: “Desde hace muchísimos años se producen secuestros de niños para sacarles sus órganos”. Atilio Alvarez –el funcionario vinculado con el tema– le salió al cruce, afirmando que no existía ningún fundamento que apoyara esa información. Y no sólo negó que hubiera en el país algún caso comprobado, sino que planteó serias dudas sobre las intenciones de quienes promueven tales denuncias. De hecho, las autoridades del Incucai claman al cielo por el daño que causan esos rumores, desalentando a potenciales donantes y creando el temor irracional de sufrir el robo de órganos en un quirófano.

El primer rumor fue disparado por un cable de la agencia italiana ANSA, que anticipó que, en el programa británico Every Man, el director para América latina del Covenant House (organismo inglés que defiende los derechos del niño) presentaría pruebas de esos delitos. Se dijo, además, que el tráfico de órganos “va en aumento en la Argentina”, y se citaba un artículo del periodista David Adams, en The Times, que narraba el caso de Pedro Regí, un chico argentino a quien le robaron las córneas en la colonia Montes de Oca, “extrayéndole los ojos con cucharas de café”.
El entonces titular del Consejo del Menor y la Familia negó la versión. “El caso fue investigado por un juez federal de Mercedes –dijo–, y quedó en claro que todo fue el resultado de una pelea entre dos internos, donde uno hirió a otro en el ojo con una cuchara. Además, si se habla de tráfico de órganos, a nadie se le ocurriría sacar una córnea con una cuchara...”

Alvarez fue más lejos y atribuyó los rumores al interés de ciertas agencias internacionales que presionan a las autoridades argentinas para “apurar la adopción de chicos argentinos”. Para Regazzoli, sí hay un tráfico ilegal de órganos robados a niños. “Y ésta es una de las razones –dijo– por las que en 1991 las Naciones Unidas designaron a un relator oficial, Danilo Tuck, que en la última Conferencia Mundial de Derechos Humanos ubicó este flagelo en el segundo lugar mundial después del tráfico de drogas.”

Pero la funcionaria no aportó ni una sola denuncia concreta, y se excusó ante nuestra consulta de entonces, diciendo que ella no trabaja en ese tema.

Los diez años de Carlos Menem, plagados de mafias, organizaciones terroristas y megapromesas de un futuro de gloria, alimentaron gran cantidad de “rumores” propagados por los medios y el “boca a boca”.

Si los rumores son tales porque tienen origen anónimo, aunque muchos surjan de los pliegues del poder, el del trágico fin de Carlos Menem Jr. tuvo una raíz casi “oficial”: tanto Zulema Yoma, ya ex esposa del ex presidente, como Gendarmería y abogados varios denunciaron que la muerte de Carlos Jr. (el 15 de marzo de 1995, en un accidente al caer el helicóptero en el que viajaba junto al automovilista Silvio Oltra) fue un atentado.

Zulema nunca pudo probar que haya sido así, y abonó el misterio mostrándose convencida de la hipótesis criminal, pero sin identificar a los posibles autores.

Y en este punto de incertidumbre, para miles de argentinos aún es incuestionable que las mafias mataron al hijo del ex presidente. He ahí la fuerza del rumor.

Con todo, el mito entre los mitos de los años de la “pizza con champán” es el que asegura que Alfredo Yabrán no ha muerto, y que vive oculto bajo una nueva identidad en el Caribe. Periodistas como Miguel Bonnasso, que ha dedicado un libro al enigma del amigo de Menem y jefe de los correos privados, y Hernán Brienza, colega que accedió a la ambulancia en la que se transportaban los restos del empresario (el 20 de mayo de 1998), no tienen dudas de que el muerto era Yabrán. Pero en cualquier oficina, fiesta o reunión familiar se puede oír “la” verdad: “Un conocido escuchó la revelación del chofer de un taxi que había sido el piloto que transportó fuera del país a Yabrán en un vuelo clandestino con destino al Caribe. El empresario fraguó su muerte haciendo aparecer el cadáver de un doble y asegurándose así una nueva vida libre de persecuciones lejos de la Argentina”.
Si algo necesitaba el rumor para crecer, era el estado de opinión: una encuesta preparada por el Centro de Estudios de Opinión Pública (CEOP) mostraba a un 45,5 por ciento de la población convencida de que Yabrán no había muerto, y a un 67,8 por ciento que aseguraba no creer en la versión oficial del suicidio.

Y más sorprendente fue que, en ese contexto de descreimiento general, irrumpiera el tercero de los mayores mitos de la era Menem: que a la cero hora del año dos mil los relojes y sistemas informáticos harían colapsar bancos, electricidad, hospitales, transportes, comunicaciones, etcétera.

No fue un mito made in Argentina: el mundo invirtió millones de dólares en programas para evitar el Y2K (acrónimo del inglés Year 2000), centrado en pronósticos catastrofistas con aspecto de verdad técnica de que al iniciarse el nuevo milenio las computadoras se paralizarían al no poder descifrar los ceros de 2000, y que caerían todos los sistemas y hasta se podrían desencadenar accidentales bombardeos nucleares. Llegó a nuestras orillas con tanta fuerza que Claudia Bello, secretaria de la Función Pública menemista, realizó costosas contrataciones para prevenir el efecto local. Está procesada por contrataciones irregulares por 9 millones de dólares, y le fue aplicado un embargo por 2 millones.

Si de profecías se trata, cualquier catástrofe ha sido anticipada por Nostradamus, incluida la de las Torres Gemelas en septiembre de 2001.

Pero lo que importa de los rumores y mitos no es su grado de certeza, sino su rol social. Están allí, circulando, porque de algún modo procesan temores y ansiedades de masas fijando sanciones simbólicas para quienes transgreden normas comunitarias, controlando comportamientos anómalos, “mostrando” lo que les sucede a los que se apartan del “buen camino”, nos avisan cuán peligroso es ser demasiado liberales en materia de sexo y en profanar cuerpos con órganos introducidos en otros cuerpos, o en entregarse imprudentemente a los avances tecnológicos o, en fin, nos previenen sobre las horrorosas consecuencias de aceptar demasiado mansamente tanto progreso. Y todos, sin excepción, somos parte de este juego del teléfono descompuesto.