¿Cuál fue el punto de inflexión en el que la democracia argentina empezó a extraviarse nuevamente? ¿Exactamente dónde se equivocó el camino?
La respuesta a estas graves preguntas está, en mi opinión, en la Semana Santa de 1987. Pienso que es ahí donde los estudiosos del futuro van a encontrar las más certeras explicaciones a lo que sucedió después, por lo menos en la década siguiente.
Como muchos lectores recordarán, aquellas jornadas fueron impresionantes. Pero cada tanto hay que volver a contarlas para los que no estuvieron, para los que entonces no habían nacido o eran muy niños. Y para los que vendrán.
Porque en aquellas jornadas el pueblo argentino se volcó a las calles a defender la democracia, nuevamente amenazada, y por primera vez en la historia argentina, diría yo, el poder militar fue detenido por la masiva movilización popular. Aquello fue algo inusitado, imprevisto, una pueblada democrática impactante, nunca vista. Emocionaba ver a toda aquella gente en las calles y ser parte de esa masa movilizada por una elevada convicción.
No sé dónde estuvo, ni qué recuerdo exacto tiene cada uno/una, pero yo había viajado con unos amigos al Uruguay y allá me enteré del levantamiento armado de un oficial del Ejército de grado menor, Aldo Rico, al frente de un grupo de oficiales amotinados.
Parecía otro golpe de Estado, y de hecho lo era, pero esta vez la sociedad civil les dio una respuesta inesperada, espontánea, asombrosa y conmovedora. La presencia de la sociedad civil autoconvocándose para ocupar las plazas de todos los pueblos y ciudades del país, plantándose pacífica pero activamente, fue algo nuevo, original para la Argentina. Y marcó el estilo –pienso ahora, casi veinte años más tarde– de todas las expresiones populares que vinieron después: piquetes, cacerolazos, plantones, escraches, ocupaciones de calles, plazas y carreteras.
Todos a la Plaza
Aquella mañana, en Montevideo, había un sol radiante, pero cuando escuché por la radio las noticias del alzamiento militar un frío me corrió por la espalda y todo pareció nublarse súbitamente. Regresamos a Buenos Aires en el primer barco y del puerto marchamos, junto a muchos miles de personas, todos hacia la Plaza de Mayo.
Casi toda la prensa, en aquellos días, estimulaba la pueblada. Las libertades de expresión, de reunión, de construcción de esa joven democracia eran motores sociales fabulosos. Recuerdo una emisora, Radio del Plata, que cada media hora comenzaba sus noticieros con estas palabras: “En defensa de la Constitución”. De todo el país, de todas las provincias, llegaba la información acerca de ese plantón pacífico, irreductible, que les estaba diciendo a los alzados (a quienes se llamaba despectivamente “carapintadas”) que la sociedad civil no iba a retroceder.
Fueron días de tensión y ansiedad, de miedo y esperanza. Este país sabía perfectamente lo que no quería y, en consecuencia, estaba dispuesto a impedirlo. Y hoy estoy convencido de que si con algo no contaron los insurrectos fue con esa respuesta popular. Más allá de la compactada actitud de la clase política, que cerró filas alrededor del presidente Alfonsín, y del inmediato e importantísimo apoyo externo (movilizado por una prensa internacional que siguió muy de cerca los acontecimientos), lo que verdaderamente frenó el avance de los amotinados e impidió su triunfo fue la resistencia pacífica de la ciudadanía. Los militares sublevados supieron enseguida que ahí estaba su Waterloo. Creyeron que el tiempo iba a jugar en su favor, que con el paso de los días iban a imponer sus demandas, pero sucedió exactamente lo contrario: cada vez había más gente en las calles y aquel largo fin de semana se constituyó en un, para ellos, insalvable muro civil.
Por eso aquel domingo de sol, luminoso y magnífico –domingo de Pascua y recogimiento para muchos– fueron millones de personas las que se instalaron en las plazas de todo el país. No tengo memoria de algo similar: jamás ninguna manifestación política, ninguna marcha por ninguna de las múltiples causas justas que han movilizado al pueblo argentino reunió a tanta gente. Jamás en la Argentina hubo un plantón semejante. Jamás.
Y es que la memoria de la dictadura estaba fresca, la sociedad sentía que la restauración de la ley era posible porque los dictadores estaban todos presos, la participación popular era formidable y los problemas políticos y económicos eran graves pero no se veían como terminales ni mucho menos.
Eramos todavía una nación que creía en sí misma, que restañaba sus heridas y fortalecía su joven democracia con más democracia, ejerciendo derechos y haciéndolos valer.
Felices Pascuas
Creo que nunca un presidente argentino tuvo tanto apoyo popular como Raúl Alfonsín ese fin de semana. Ni Hipólito Yrigoyen ni Juan Perón. Jamás otro presidente logró que un arco tan amplio y disímil lo rodeara y apuntalara. No se hacían distingos entre oficialistas y opositores, ni entre izquierdas y derechas. En aquellos cuatro días de aquel abril inolvidable lo que había era una sociedad entera manifestando que no estaba dispuesta a volver a soportar el autoritarismo militar. Eso amalgamaba a la ciudadanía, de todas las clases sociales, en todos los puntos del territorio nacional. El país parecía levitar, paralizado y expectante, y estaba implícita la decisión de no retroceder. Ese tácito “No pasarán” podía ser interpretado como un apoyo a Alfonsín, pero eso no era lo importante. Lo importante era que en él se depositaba la esperanza; se confiaba en su fuerza y convicción democrática porque para eso era el primer presidente democráticamente elegido en mucho tiempo. El era, entonces, el símbolo de la esperanza de toda esa nación que aquel domingo de Pascua miraba hacia la Casa Rosada aguardando que el jefe del Ejecutivo, el primer magistrado de la República, les diera una lección –Constitución en mano– a esos atrevidos que habían convulsionado al país con reivindicaciones despreciables y mezquinas.
Nunca antes la nación argentina había estado tan unida y dispuesta a hacer retroceder a los militares. Por una vez, la fuerza de la razón iba a imponerse sobre las dudosas razones de la fuerza. Por eso, para quienes estuvimos allí, resulta inolvidable la emoción compartida con centenares de miles de personas en la Plaza de Mayo, y con millones en todo el país, cuando aquel helicóptero despegó de los techos de la Casa Rosada llevando a Alfonsín rumbo a Campo de Mayo. Los abrazos, los nervios, el temor, la esperanza, todo se conjuntaba en aquella espera. No recuerdo si fueron dos horas o algo más, pero fue un lapso durante el cual la Argentina estuvo detenida, congelada en la tensión, porque había una decisión popular –era evidente– de no permitir ni que los amotinados lastimaran o arrestaran al Presidente, ni que el conflicto que habían creado perdurara un solo día más.
Cuando el helicóptero regresó a la Casa de Gobierno y enseguida el Presidente salió al histórico balcón, rodeado de funcionarios y dirigentes políticos y sindicales (radicales, peronistas y de otros partidos), la sensación que tuvimos los que mirábamos desde abajo en esa Plaza también histórica fue –si debo resumirla en una sola palabra– de angustia. Al lado de Alfonsín estaba Antonio Cafiero, por entonces el más importante líder del peronismo, y el rostro de ambos era grave. Sonreían, pero forzados. Eran sonrisas inconvincentes.
Y entonces Alfonsín pronunció las siete palabras más desgraciadas de su vida: “Felices Pascuas. La casa está en orden”.
Enseguida las amplió con explicaciones de retórica abstrusa, diciendo que sí pero no; que eran amotinados pero eran héroes; que la democracia sí pero los militares también y que todo estaba resuelto y mañana a trabajar...
Era mentira, y hay que decirlo y recordarlo para siempre. Era mentira. Como se vio en los días, semanas, meses y años que siguieron, era mentira. Alfonsín había claudicado. Ante Aldo Rico y su pandilla, el presidente de la República había defeccionado. Tardó 19 años en reconocerlo, según consta en la estupenda entrevista que le hizo Magdalena Ruiz Guiñazú en PERFIL (del 3 de septiembre de 2006). Podrá discutirse si su lectura de los hechos en aquel momento era acertada (personalmente creo que no lo fue, porque no confió en la fuerza extraordinaria de ese pueblo que esperaba una lección ejemplar).
La aflojada
Lo cierto es que Alfonsín aflojó en sus convicciones y traicionó –aunque el verbo es duro para un demócrata como él– las expectativas de la sociedad civil que confió en él. Había negociado con un grupito de insurrectos a espaldas de la civilidad. Acaso por miedo, o por impotencia, o por “debilidad”, como dijo en la mencionada entrevista, o por soberbia o por las razones que fuesen, lo cierto es que en ese momento él frustró la esperanza que todo ese pueblo había depositado en su persona y en su investidura. Ese instante fue el punto de inflexión.
Esa defección, esa lisa y llana traición a la voluntad popular (que en la década siguiente, con Menem, se convertiría en estilo) signó, en mi opinión, el futuro argentino de ahí en más. Todas las decisiones políticas del poder, a partir de allí, estarían bajo sospecha. Hasta hoy.
Quizá suene como un juicio demasiado lapidario, pero me parece que en ese instante Alfonsín tiró por la borda toda su carrera política. Y ese día puntual empezó a caer su gobierno. Que fue condenado meses después en las urnas y acabó, un año y medio más tarde, de la manera más penosa y sin gloria alguna cuando debió entregar el Ejecutivo a su sucesor cinco meses antes de finalizar su mandato, en medio de un verdadero caos social.
Aquel domingo de Pascua, además, abrió el camino para el regreso de lo peor del peronismo: su componente fascista y demagógico. Menem desplazó a Cafiero en las elecciones internas del Partido Justicialista con un discurso populista y ramplón, y se lanzó enseguida a la conquista de la Casa Rosada con otro discurso, esta vez grandilocuente y mentiroso, prometiendo “revolución productiva” y “salariazo”. Sus partidarios fogonearon las protestas sociales para apurar la salida de Alfonsín y, con el bestiario de que se rodeó, rápidamente el poder mafioso se apoderó de la Argentina.
A partir de entonces, todo fue la penosa seguidilla de decepciones en la política nacional que signó la década de los 90. Menem, José Octavio Bordón, Chacho Alvarez, Graciela Fernández Meijide, Fernando de la Rúa. Todos propusieron e incumplieron. Alfonsín, aunque no lo haya querido, y seguramente no lo quiso, dejó pavimentado el camino de los engaños a la sociedad.
Aquel día desgraciado fue –en mi opinión– el punto de ruptura, la oportunidad perdida de este país. Ese domingo comenzó el escepticismo nacional y la responsabilidad de ello hay que atribuirla a quienes gobernaron pretendiendo ser campeones de la democracia pero cuyos ministros de Economía –sin excepción alguna– respondieron, todos, primero y principalmente, al interés de los acreedores de la Argentina, al Fondo Monetario Internacional y la banca global, y al capital especulativo, nacional o foráneo, para consolidar el régimen de exclusión social que habían empezado los dictadores de la mano de José Alfredo Martínez de Hoz. Gerentes de la profundización de la dependencia, incluso Menem –de la mano de los señores Dromi, Manzano, Cavallo, María Julia y varios más– liquidó después el patrimonio colectivo con la ciega aprobación de millones de votos.
Por supuesto, contaron con la asociación, consciente o no, de la mayoría de los legisladores que se sucedieron en ambas cámaras del Congreso Nacional en estas dos décadas. Y sin dudas con la complicidad sagaz y moralmente cuestionable de una Corte Suprema de Justicia que hasta hace poco funcionó como una oficina de favores y acomodos, mayoría “automática” y demás servicios. Y sumémosle todavía la debilidad oportunista de las dirigencias sindicales y empresariales, más el sigiloso accionar de decenas de corporaciones dedicadas a hacer lobby (o sea, influyentismo y corrupción) y en el conjunto encontraremos las responsabilidades compartidas de la tragedia argentina del cambio de milenio.
Los bárbaros
Soy consciente de la dureza de estas opiniones. Sin dudas, hubo y hay excepciones honrosas. Es obvio que no todos los protagonistas son iguales en política (ni en ningún otro campo). Pero fue y es esa clase dirigente, esa conducción de la cosa pública –muchos de cuyos nombres siguen siendo referentes, en el gobierno y en la oposición actuales– la que durante las últimas dos décadas llevó a este país al estado de absurda miseria en que se encuentra.
Fue la voracidad de unos pocos lo que convirtió a la Argentina en un paraíso poblado de indigentes. No han de ser más de cinco mil personas, quizá diez mil, acaso veinte o treinta mil en todo el país, contando sus correlatos provinciales, pues en cada una de las 23 provincias se repite el cuadro. Son muy pocos pero acumulan una riqueza extraordinaria, grosera, porcentajes altísimos del Producto Bruto Interno. Ellos son los nuevos ricos. Son los que medraron con la destrucción del Estado argentino y hoy son terratenientes, empresarios, banqueros, tienen cuentas secretas en el extranjero, salen en los diarios, en la tele, en las revistas frívolas. Y encima opinan, postulan, gerencian, dirigen y siguen haciendo negocios fabulosos a costa de ese medio país que está hundido infamemente en la pobreza.
Verdaderos bárbaros de este tiempo, civilizados sólo porque usan trajes de Armani y comen en Puerto Madero, la inmensa mayoría de los dirigentes argentinos cuando están en el poder son más astutos que inteligentes. Son especialistas en artimañas y en legislar contra la ley. Y cuando están en la oposición son feroces. Radicales y peronistas –más allá de algunos nombres respetables que existen en la historia de cada uno de esos movimientos populares de la Argentina– han logrado convertir a la política en una actividad despreciada cada vez más por los argentinos.
Por eso hoy irrita tanto escucharlos hablar de “reforma política” o de “jerarquizar la política y los partidos”. Suena burdo porque ellos gobernaron esta República durante años y fueron coconstructores de los caños maestros de la antipolítica. De hecho, fueron muy pocos –pero muy pocos– los dirigentes justicialistas que se opusieron abiertamente a la entrega del patrimonio nacional, la corrupción generalizada y la conversión (antiperonista y ultraconservadora) de la equidad social durante la segunda Década Infame del siglo XX.
Cuando el gobierno de la Alianza era todo pachorra, soberbia y necedad, y desde las sombras gobernaban los hijos y amigotes presidenciales, estaba bien señalar la incertidumbre que sembraba ese gobierno. Pero habían sido ellos, los peronistas en el gobierno (en su variante menemista pero también en casi todas las otras), los directos y principales responsables del desastre. Sin disculpar en lo más mínimo el desperdicio de voluntad popular que aceleradamente hizo la Alianza, antes de darnos cátedra sobre rumbos y extravíos, y antes de pretender “reformar” ellos la política, los dirigentes justicialistas deberían haber hecho una profunda autocrítica. Pero nunca la hicieron, como tampoco los radicales hicieron la suya, que también le deben a la Nación.
Consecuencias
Como fuere, en aras de un pragmatismo que sumió a nuestro país en el pantano, fue el peronismo, en su versión menemista, el que postergó todos sus principios sociales, clausuró su igualitarismo y sentido de equidad y pasó a ser una caricatura reiterada y grotesca de lo peor de su bestiario: el oportunismo, la falsificación, el autoritarismo, la lambisconería, el choreo al por mayor y menor. Así se convirtió en el penoso peronismo de tilingos que se hizo pipí ante los poderosos y aplaudió cuanta pavada hizo Menem. Travestidos a liberales tardíos, ni siquiera fueron capaces de aplicar un liberalismo económico con mínimo sentido nacional y sensibilidad social.
Durante años, muchos peronistas que vieron a tiempo cada degradación abandonaron sus filas para no compartir lo peor. En 1985 muchos intelectuales renunciamos al Partido Justicialista asqueados de la patraña convertida en política. Chacho Alvarez se fue en los albores del menemismo, e incluso hubo otros que, con toda dignidad, se fueron apartando –más tarde, y algunos muy tarde– de las infinitas caricaturas de peronismo que sobrevivieron.
Las Semanas Santas argentinas volvieron, después, a la normalidad. Es decir, al recogimiento de los creyentes y al aprovechamiento vacacional para la mayoría de la población.
No está mal que cada tanto se recuerde a la sociedad que en aquella Semana Santa del ’87 estuvimos en el borde mismo del precipicio y la democracia sorteó su prueba más dura. Porque todavía estamos pagando sus consecuencias.