En el pequeño pueblo de Algarrobal Viejo, en el límite entre las provincias de Salta y Santiago del Estero, viven alrededor de 300 familias. Desde allí partieron el domingo 28 de enero por la noche, con destino a El Calafate, Delma, Elsa, Juana y Saturnina (ahora conocidas como las Madres del Monte). Sobre ellas pesa una misión importante: detener las topadoras que están destruyendo el monte nativo. Esas mismas máquinas que están arrastrando con su pesado andar la vida que ellas conocieron. Si nadie logra parar el desmonte, esta postal de futuro incierto se seguirá repitiendo a lo largo de todo el norte argentino.
El viaje fue largo desde que salieron de Algarrobal Viejo hasta que llegaron a El Calafate. Más de 3.500 kilómetros a bordo de un colectivo, con todas las esperanzas y expectativas de sus vecinos y familiares cargadas sobre sus hombros. Todo, para instalar un campamento frente al hogar de Néstor Kirchner.
Su reclamo se guiaba por una consigna simple y concreta: “Venimos hasta la casa del Presidente porque perdemos la nuestra”. Luego de dos días de vigilia, el jueves 1 y el viernes 2, obtuvieron un principio de diálogo: el martes 6 el ministro del Interior, Aníbal Fernández, las recibiría en la Casa Rosada, según el compromiso que asumió el Gobierno.
El inicio. El pueblo natal de las Madres del Monte no tiene luz, sólo se puede sacar agua de un pozo comunitario y el calor (que llega a los 50º) arrasa con todo. El 70 por ciento de la población sufre mal de Chagas. El monte para ellas no es una cuestión estética o turística. Sin él, no hay nada. “Con el desmonte nos están sacando todo y nos están haciendo daño. Nosotras vivimos de los animalitos, que comen de esos pastos”, explica Delma Marcelina Aranda. Ella tiene 61 años y para alimentar a sus 7 hijos cría cerdos, gallinas, cabras y chanchos. Una economía de subsistencia que se repite en cada casa.
División geográfica. La situación en la zona es peculiar. Por un conflicto limítrofe entre Santiago del Estero y Salta, en el año 1979 se resolvió remarcar el área. Y así fue como las casas quedaron en Santiago, pero el monte pasó a pertenecer a Salta. Esto aumenta la burocracia, y ambas provincias intentan desligarse del tema con el pretexto de que pertenece a la otra jurisdicción.
Hoy, esos campos –que aunque estén a un kilómetro de sus casas, pertenecen a otra provincia– están a punto de desaparecer. Hernán Giardini, coordinador de la campaña de Bosques de Greenpeace, grafica el nuevo problema: “Rumbo Norte, la empresa que está detrás de esos desmontes, hizo un alambrado separando el monte del pueblo. Hay destacamentos policiales en Salta para evitar que la gente acceda”.
La vida de todos los pobladores de Algarrobal Viejo está partida al medio. Justo allí, donde hasta hoy no conocían de murallas o alambrados porque desde antaño el uso de la tierra es comunitario.
Cambio de vida. Las cuatro mujeres cuentan historias similares de amenazas y peligros nuevos. Todas ellas son hijas, nietas y hasta bisnietas de antiguos moradores de la zona. No conocen lo que es vivir en otro lugar o de otra manera a la que heredaron por sangre.
Elsa del Carmen Gerez tiene 49 años y una familia más que numerosa, que se desmembró a causa de la escasez de recursos que trajo el desmonte. Muchos de sus 12 hijos viajaron en busca de trabajo a distintos puntos del país. Quizá gracias a esto encontró fuerzas para unirse al Movimiento de Trabajadores Campesinos (Mocase) e iniciar un camino de lucha por lo que les corresponde. “Antes sacábamos la comida del monte, pero ahora hay mucha Policía. Ya no podemos ni sacar leña ni acercarnos”, se lamenta Elsa.
Saturnina Sequeira no está conforme con que “estén aquí y metan máquinas”. “Un día fuimos a hablar con la empresa acompañadas por el padre Sergio, y ahora lo denunciaron por amenazas contra la Policía”, agrega.
Todas confiesan que sienten que la Justicia las esquiva y que aunque quieran radicar una denuncia, el intento cae en manos de nadie. Delma cuenta que los oficiales desarrollaron distintos modus operandi para asustarlos: “Dan la mano, de ahí hacen pasar a la gente del lado de Salta y los llevan detenidos”. Otras agregan que los disparos al aire son otra forma de amedrentarlos.
“También nos matan a los animales que se pasan del otro lado”, relata Juana Rosario Arias, la cocinera de la única escuela de Algarrobal Viejo. “Si andan por ahí, lo pillan, lo carnean y se lo dan para comer a la gente que está trabajando. Nos pasó a todas”, asegura.
Otro punto en donde las Madres del Monte coinciden es en el cambio de vida. Sus antecesores pasaban sus días tranquilos, pero a ellas ese “privilegio” se les terminó de un momento a otro. Juana recuerda el día en que supo que esa calma desaparecería: “Vino un hombre a mi casa a preguntar si había gente que sabía labrar postes para trabajar por ahí”.
“Nosotros tenemos un río donde nos podemos bañar o beber agua, pero ahora le tiran cualquier cosa. Fumigan para matar los yuyos y ahora hay muchos animales intoxicados que se murieron. Nos están dejando sin donde vivir”, se queja Delma que tampoco puede sacar miel para darles de postre a sus niños o fabricar medicinas caseras.
Nuevos vecinos. El nuevo habitante de Algarrobal, el que trajo el alambrado y la discordia, se llama Rumbo Norte; es una empresa que se dedica a “fabricar campos”. “Ellos lo llaman poner en producción: compran campos con bosques –que sale más barato que si no lo tienen–, les pasan la topadora, queman el producto forestal y lo venden mucho más caro”, traduce el representante de Greenpeace.
El tema de la disputa por las tierras es de larga data. Por un lado, el gobierno de Salta asegura que son tierras fiscales que se vendieron de forma legal a Rumbo Norte. Pero también se interpone lo que les corresponde a los moradores. “Ellos tienen el derecho de prescripción veinteañal y pueden reclamar por la posesión. Pero ese derecho no se hace cumplir porque es más rápido el del que reclama por la ocupación. Si la ley funcionara rápido para el campesino, conseguirían su título a los veinte años de vivir en la zona”, describe Giardini.
Algarrobal Viejo es sólo una muestra de cientos de casos similares en el Norte argentino. La ONG ecologista calcula que por año se pierden 250 mil hectáreas de bosque nativo en el país. O, lo que es lo mismo, una héctarea cada dos minutos. Es una velocidad que, aseguran, triplica la ya alarmante tasa de deforestación mundial. Un patrimonio natural que se pierde día a día para, en la mayoría de los casos, dar lugar al monocultivo de la soja. Greenpeace trabajó en un proyecto de ley de bosques para planificar un ordenamiento territorial (ver recuadro).
En cada casa del paraje hay un árbol que domina historias antiguas, de esas que definen a los pueblos. A éste lo llamaron Viejo Algarrobo, como homenaje a ese árbol que ya los nativos de América consideraban como la más valiosa ofrenda de los dioses. Su sombra era testigo de cómo tribus enteras decidían el futuro o celebraban ritos. Hoy, cientos de años después, bajo sus ramas también se busca decidir sobre el destino. Pero ya no son grupos ancestrales que homenajean a sus dioses, sino simples habitantes que buscan defender sus tierras, las mismas que les legaron sus antepasados. Las mismas que cuidaron todo este tiempo. La idea de las Madres del Monte es no abandonar la pelea, aunque eso implique atravesar el mapa de Norte a Sur.
Parques Nacionales las respalda. A Algarrobal Viejo también se acercó una delegación de la Administración de Parques Nacionales, que elaboró un exhaustivo informe. Allí aseguran que “los pobladores criollos de Algarrobal Viejo constituyen uno de los ejemplos últimos de desarrollo sostenible” y que si se concreta el desmonte de las más de 13 mil hectáreas, “la sustentabilidad será exterminada”.
El relevamiento también advierte que corre riesgo de desaparecer uno de los últimos reductos de bosque nativo del Chaco seco argentino. El diagnóstico es preocupante: “En la situación se manifiesta violencia política por la ausencia del gobierno santiagueño, por la impunidad del gobierno salteño al desentenderse de la situación, del Gobierno nacional por la no resolución de conflictos entre provincias con impacto directo sobre grupos vulnerables como son los pobladores rurales”.
Por último, el informe deja en el aire unas preguntas. Las mismas que se hacen los habitantes de este paraje. ¿Qué nueva oportunidad de supervivencia tienen los pobladores si pierden sus tierras de pastoreo? ¿Quién asegura los derechos de estos campesinos?
La ley de Bosques se trata este mes. El panorama se repite en provincias como Salta, Misiones, Chaco, Formosa o Santiago del Estero. Hectáreas de campo arden frente a la mirada atónita de los campesinos. Greenpeace calcula, en base a informes de la Secretaría de Medio Ambiente, que en Argentina sólo queda el 25 por ciento del total de bosques nativos originales. Todo esto sucede, en parte, gracias a un vacío legal en la materia.
La organización ecologista trabajó en un proyecto de ley de Bosques, presentado por el diputado Miguel Bonasso, que establece una moratoria a los desmontes por 5 años o hasta tanto cada provincia desarrolle un ordenamiento territorial para que sus tierras se utilicen de manera racional. O sea, compatibilizando las necesidades sociales, económicas y ambientales.
El proyecto marca diez criterios ecológicos y categorías de conservación que ayuden a planificar las actividades forestales, agrícolas y ganaderas. Además, prohíbe el otorgamiento de permisos de desmonte en zonas tradicionalmente habitadas. La iniciativa ya fue aprobada en general por la Cámara de Diputados en el mes de diciembre, pero por diferencias internas se frenó la votación punto por punto.
De todas maneras, en los últimos días, gracias a una campaña de mails con destino a la Jefatura de Gabinete de la Nación, Alberto Fernández confirmó que el proyecto será incluido en el temario de las sesiones extraordinarias de febrero. “Lo que el Ejecutivo no puede hacer es que los diputados voten a favor del cuidado del medio ambiente”, respondieron (y aclararon) vía mail desde la oficina de Fernández.