"Max Müller dice que colocando las veintitrés o veinticuatro letras de los abecedarios en todas las combinaciones posibles, se obtendrían todas las palabras que han sido empleadas en todos los idiomas del mundo y todas las que se hayan de emplear. Tomando veintitrés letras como base, el número de palabras sería: 25.852.016.738.884.976.640.000; y con veinticuatro como base: 620.448.401.733.239.439.360.000. Belarmino no llegó a usar de tanta riqueza léxica; ni siquiera se aproxima a Dante, Shakespeare y Cervantes, que utilizaron miles de palabras. Belarmino se quedó alrededor de medio millar. Recuerdo haber leído en alguna parte que Racine en sus escritos no pasó de unos centenares de voces, con ser su lenguaje tan dúctil, fino y matizado".
("Belarmino y Apolonio", Ramón Pérez de Ayala).
Si una imagen vale más que mil palabras, todos somos millonarios. En cualquier momento llueven billetes del cielo. Mientras las imágenes se multiplican, las palabras sufren devaluaciones que devoran el capital lingüístico acumulado durante siglos y siglos de comunicación humana. En cierto sentido, todas las lenguas están muertas o tienen pronóstico reservado. Las nuestras en primer lugar, tan secas de contenido y afectividad, tan ocupadas en estupideces varias. Los lingüistas andan preocupados por el arsenal de idiomas que, con un perfil bajo digno de mejor causa, abandonan este mundo; cuerpos sin vida que sólo pueden embalsamarse para la posteridad (la cual, debe admitirse, rara vez se interesa por este tipo de legados). Pero la tragedia real acontece bien lejos de esos sonidos exóticos que, fallecido el último sobreviviente de la tribu, se desvanecerán en el aire. Desfila orgullosa frente a nuestras narices. Al menos, las momias lingüísticas con futuro de diccionario flaco en consultas (la cantidad de idioma que desaparece año a año resulta abrumadora), mantienen cierta dignidad, esquivan el juego obsceno al que, relajados, se prestan idiomas rebosantes de salud como el inglés o el castellano; ambos capaces de travestirse en telegrama barato con tal de no perder posiciones. La lengua de Shakespeare es un verdadero paladín en el arte de la impunidad. Su genética pirata habilita cualquier tipo de transformación. Desde soportar pronunciaciones pésimas hasta incorporar vocablos propios del enemigo. Todo vale a la hora de conquistar imperios nuevos y cerrar negocios ventajosos. Además del evidente factor económico, el inglés va camino de convertirse en idioma universal por su descarada voluntad de mimesis. Camaleón de aquellos. Otras lenguas (el francés, por ejemplo) conservan pruritos, se empecinan en preciosismos decididamente suicidas para los tiempos que corren. De más está decir que tales menudencias tampoco perturban al español, latino fogoso si los hay con estómago suficiente como para dejarse preñar por un yanqui cool, y parir ese engendro idiomático llamado Spanglish.
La ciencia avanza rápido en el tratamiento de las enfermedades visuales. Desde lentes de contacto hasta cirugía láser. Un miope tiene quien lo ayude. Se ve que mirar es más importante que hablar. Por el contrario, la educación es una fábrica de producir disminuidos verbales. Sabemos que la gente usa menos palabras (muchísimas menos). Ahora bien, ¿qué consecuencias traerá esta enfermedad?
Por ahora, el empobrecimiento se nota a medias. Todavía quedan reflejos, el eco familiar de esos "ruidos" que pronunciaban padres y abuelos. Nuestros nietos los desconocerán por completo. Dos o tres generaciones más y unos cuantos vocablos comunes dormirán el sueño de los justos. La falta de lectura agudiza el problema. Cierto es que los cementerios están llenos de imprescindibles. O sea, la comunicación sobrevivirá al naufragio. Igual, el precio de tanta mimesis puede ser alto.
Claro que también surgen expresiones nuevas, estrategias de comunicación originales. No todo es muerte y desolación. "Mniana t llmo", largan los mensajes de texto y la comprensión se mantiene intacta. Lo mismo con el e-mail. ¿Para qué corno cuidar la ortografía si el otro me entiende?
Preocuparse por el lenguaje huele a banalidad, una de esas conversaciones prejuiciosas que entablan las viejas paquetas (o entablaban, porque hoy hablan de sexo) en los té de la tarde. Sin embargo, el embrutecimiento es una enfermedad silenciosa e incurable. El facilismo tecnológico empeora las cosas. Sentados en sus computadoras, navegando Internet con habilidad asombrosa, los niños de ahora parecen abrazar la cumbre de la civilización. ¿Qué importa si escriben "baka"? La máquina los corregirá o, en el mejor de los casos, el diccionario terminará aceptando ambas versiones. Después de todo, las palabras están vivas. Siempre mutaron.
En una de ésas esta vez sí importa.
"Quizá llegue un momento en que no pueda hablar con mi hija, porque no la entienda ni me entienda y hasta me tome por loco". La frase es pronunciada por Belarmino Pinto, en el libro "Belarmino y Apolonio" (Ramón Pérez de Ayala). Dominado por una inquietante búsqueda filosófica, el personaje va perdiendo la cualidad del idioma, se encierra en un lenguaje personal indescifrable que, poco a poco, lo separa del mundo. Conciente de la gravedad del proceso, encarga una urraca (los loros eran demasiado caros entonces) y trata de enseñarle una serie de palabras básicas que, supone, el animal repetirá hasta el cansancio. Un antídoto viviente contra el olvido. ¿Por qué lo hace? Básicamente, para no perder contacto con su amada hija.
A diferencia de Belarmino, la sociedad actual enmudece con alegría, confiando en urracas tecnológicas que, suponemos, nos conectarán al planeta. ¿Será así?
En su biografía, Esther Williams, la mítica actriz americana que, cual sirena del celuloide, pasó gran parte de su vida filmando elaboradas coreografías subacuáticas, cuenta que su marido, el actor argentino Fernando Lamas, dejó de hablar inglés durante sus últimos días de vida. Es decir, antes de partir recuperó los sonidos perdidos en más de treinta años de dorado autoexilio.
No se puede morir en otro idioma. Ni amar al conjuro de esas amputaciones brutales. "T estranio vlve a ksa".
Riqueza verbal y emocional son sinónimos. El alma humana es compleja. ¿Puede expresarse con cien palabras?
La comunicación humana es una especie en vías de extinción. El diccionario, un zoológico decadente hambriento de visitantes.
La gente no habla. La masacre lingüística le viene de perlas.
Casual Friday:
Las formas nos sostienen (o sostenían). En algún punto del siglo pasado, el mundo perdió conciencia de su mayor conquista: la formalidad. Las formas son vitales para la convivencia humana. Nos distancian de los animales. En la habilidad para acordar normas de comportamiento (no en la inteligencia) descansa nuestra superioridad. Lo que llamamos vínculos no es más que una red sutil de transacciones, convenciones; acuerdos antiguos y silenciosos que nos permiten seguir juntos sin colisionar. O colisionando en dosis aceptables. Expuesta sin recaudos, la naturaleza humana resulta incompatible con la convivencia. Aniquilar las formas, deshacer los hilos frágiles que nos mantienen unidos, es un crimen contra los hombres. El siglo pasado fue pródigo en este tipo de crímenes. Y el que empieza no viene mucho mejor. Con la búsqueda de la "verdad" como escudo, un ejército de irresponsables muerde, cada día, los cimientos de nuestras estructuras más elaboradas.
Obvio que las formas tienen que evolucionar; las convenciones no deben enquistarse. Pero masacrar el arsenal de sutilezas que la sociedad amasó por siglos, es una salvajada comparable a arrancar la piel y exponer los órganos. Se sabe que las guerras impulsan la economía; es criminal que un funcionario lo admita en público. El mundo se sostiene en espejismos que, sin necesidad de ser "verdaderos", pueden redactarse en forma de ley o proclamarse con entusiasmo. Hipocresías consensuadas salvadoras. Al menos, en tiempos de matrimonios eternos, curas santos y políticos honestos, la sociedad no parecía destilar tanta violencia. Sólo parecía y con eso alcanzaba.
El corazón del hombre es un volcán. La forma apacigua sin asfixiar. Poderosos, los recovecos que atraviesan el alma humana no necesitan exponerse a pleno para existir, crecer y engordar de contradicciones. En las sombras y amordazadas se enriquecen igual. Adivinar erupciones sobre la piedra quieta, intuir fuego detrás de los grises fríos, es un juego con siglos de tradición. Un juego que nos permite disfrutar de la verdad sin ser masticados por ella.
¡Hay tanta sabiduría en las formas! Las formas son la civilización.
Por ejemplo, el rigor que el luto demandó hasta la década del sesenta es una forma perfecta. La seriedad del negro, el crespón como señal de dolor. El mensaje "se murió un ser querido" llegaba con claridad. Hoy casi no existen velatorios y los signos de dolor se esquivan. ¿Qué es eso de aplaudir en un entierro? "El querría que lo recordemos así", "hay que seguir", "yo sé que está bien"; baratijas que borran sin pudor las huellas de nuestro paso por el mundo.
Las formas están por encima de la ética. Si la convención dicta que ser fiel ayuda a convivir en armonía, la forma apenas obliga a actuar, repetir y enseñar el valor de la fidelidad. Lo que hagamos con nuestra vida es otra cosa. Se viola la norma cuando proclamamos "ser infiel es bueno". La traición no es ética, pero de ninguna manera viola las normas superiores de la formalidad. En eso los nobles ingleses son maestros virtuosos. Inspira profundo respeto su dedicación compulsiva a las leyes de la apariencia. Dedicación que, sin dudas, es la base de su permanencia en el tiempo. Los aires libertarios de algunos nobles son veneno para la corona.
¿Conservador e hipócrita? Quizá. Pero toda verdad necesita de un útero, de una mentira generosa que la proteja hasta la parición. Si se adelanta el proceso el aborto acecha, si se lo retrasa, la falta de aire es el enemigo a torear. Las formas son ese útero necesario. Y el siglo veinte avanzó sobre todas, las reemplazó por una hermana menor: la confianza.
El aire nos agarra en estado fetal.
En las relaciones humanas, la confianza desplazó a la profundidad. Paranoias aparte, este desplazamiento trajo aparejado lo siguiente: podemos estar conviviendo con desconocidos, personas con las que compartimos el baño y no demasiado más. Antes, los vínculos tomaban tiempo. Empezaban con un acercamiento prudencial, suerte de testeo previo que posibilitaba un reconocimiento del terreno. Los viejos salones de baile son el mejor ejemplo de ese delicado juego de seducción. O, según se mire, de supervivencia. Miradas cruzadas, pequeños gestos; un lenguaje no verbal que, sin embargo, transmitía mucha información. De mínima, la intuición tenía una chance. Las huellas dactilares de esta modalidad pueden rastrearse en los usos y costumbres del idioma. Primero se avanzaba con "usted", más adelante, si la cosa pintaba, un tímido "vos" pedía pista. Hoy nos tiramos a la pileta vestidos, sin siquiera hacer pie en el freno. El problema no es tanto la posibilidad de fracasar. Después de todo, la cautela tampoco es sinónimo de éxito.
La confianza súbita, tan corriente en las relaciones actuales, es un animal sumamente peligroso. Entre otras cosas, devela sólo verdades de papel (las otras permanecen duras de roer, resistentes al acercamiento light que impone la cultura) y estimula vínculos epidérmicos que, a poco andar, se quiebran sin razón aparente.
"¿Cómo andás?". Si la respuesta supera el "bien", estamos frente a una conversación de alto vuelo.
¿Cuál era el aporte concreto de la formalidad?
Tiempo. El "protocolo" generaba un paso a paso que, si bien restaba espontaneidad, favorecía el intercambio de ideas, angustias y misterios. Hoy por hoy todos parecen transparentes (la rapidez es mala consejera). No lo son. Alcanza con explorar los abismos propios para descubrir las tormentas ajenas, esas que acontecen justo ahí, mientras compartimos un vino o le entramos al asado. Pocas cosas tan aterradoras como la igualdad. No la igualdad formal de las leyes; igualdad de verdad. La semejanza profunda, sin los matices que inventamos para filtrarla, todavía es inmanejable para el hombre. Nos creemos únicos hasta en las miserias. Por arriba o por abajo, cualquier cosa antes que en el mismo escalón.
Sí. Tu compañero de trabajo tiene los mismos fantasmas que vos. Semejantes dolores, locuras y perversiones. Iguales carencias, ansias, demonios. Mal que nos pese, las formas (las mismas que la modernidad detesta), nos dejaban más cerca de la verdad, unos pasos más cerca. Era mucho.
Hombre y Superhombre:
¿Podrá existir entre los comunes mortales y esa raza "superior" nacida de la mano de la tecnología?
La tecnología acerca a las personas. Eso dicen los mensajes publicitarios. Ahora bien, ¿acerca? El discurso científico nos acostumbró mal: todo logro debe convertirse en norma. Vivir hasta los cien años fue originalmente un deseo, después una posibilidad; ahora es casi un derecho. La primera persona que atravesó la barrera de los setenta debió ser considerada un fenómeno inusual. La última que no pudo atravesarla dejó sabor a vida truncada. Lo que hoy consideramos piso supo ser techo. Gran parte del equilibrio social (precario pero equilibrio al fin) que alcanzamos está construido sobre el siguiente supuesto: tarde o temprano, el logro de un hombre alcanza a los demás. Pueden pasar años, pero la promesa científica es esencialmente democrática. De la vacuna al Ipod. En el nuevo milenio, la tecnología fascina más que la ciencia. Y eso (quizás por eso) que la primera es menos democrática que la segunda. El avance tecnológico corre, el científico mide distancias. Un nuevo modelo de computadora nace y muere en el coto cerrado de su mercado. Una nueva vacuna tiende a masificarse. Los cuestionamientos que recibe la manipulación genética prueban algo: al desarrollo científico se le pide cierto grado de conciencia moral. ¿Qué exigencias pesan sobre la escalada tecnológica?
Repetimos hasta el cansancio que la educación iguala a las personas. Sin embargo, ¿podrán incorporar muchos lo que tan velozmente procesan pocos? "Alpargatas sí, libros no", recomendaba el mítico slogan del los años dorados peronistas. "Nike sí, Internet no", grita la versión remasterizada mientras la sociedad, romántica e ineficaz, sigue luchando contra el original.
Se dice que el mundo es injusto porque cada vez son menos los que tienen más. Chocolate por la noticia. La concentración de riqueza es un viejo conocido de la humanidad. Siempre, en cualquier sistema (monarquía, democracia, comunismo), unos pocos terminan quedándose con todo. El remedio sigue sin aparecer pero la enfermedad está fichada. Por estruendosas que parezcan, las diferencias que engendra el actual modelo tienen siglos de añejamiento. Hipocresías incluidas, la repartija desigual de billetes es motivo de cuestionamiento y debate. Pero la modernidad parió un género adicional de injusticias que, según parece, nos agarra bastante desprevenidos: la acumulación de kilómetros.
Cada vez son menos los que llegan más lejos.
Mucha agua pasó bajo el puente desde el lanzamiento del primer televisor blanco y negro hasta la aparición de su heredero a colores. Semejante caudal acuoso ayudó a democratizar el invento.
Antes, los poderosos vivían mejor. Hoy viven en otro planeta. Son capaces (o lo serán pronto) de sacar varios cuerpos de ventaja en la carrera evolutiva; superhombres difíciles de alcanzar.
La promesa tecnológica es descarnada. Está alcanzando un récord: el logro de un hombre se queda tranquilamente con él. Otra que equilibrio universal. El universo haciendo equilibrio.
Mito viene de "mudo". Lo simbolizaba una cabeza amordazada. ¿Por qué? A través de los mitos, los antiguos aprendían sobre el mundo, una suerte de sabiduría simbólica que, sin palabras, transmitía información.
El mito de la tecnología está volviendo a fojas cero. Todos nos vamos quedando mudos.
En boca cerrada:
Nadie pregunta nada. El arte de involucrarse con el otro (incluso con nuestros propios hijos) está en desuso. Si por casualidad alguien, en alguna reunión, se aventura en la curiosidad, será masacrado por un monólogo interminable. La gente es capaz de contar su vida sin preguntar siquiera "¿cómo andás?". Eso cuando hay suerte. La mayoría de las veces, los encuentros son decididamente banales. En la era de la comunicación, el intercambio entre personas está empobrecido.
Atorados de pastillas (o mareados por estímulos varios, que viene a ser lo mismo), con un lenguaje reducido a polvo, sin formalidades que, al menos, hagan retrasar dos minutos el contacto con el otro (la posibilidad de conocerlo más), y la tecnología operando como un brazo artificial que conecta (a su manera, obvio) con el mundo, las relaciones humanas tal cual las conocemos están mutando rápidamente.
¿Hacia dónde?
Nacemos con el concepto "evolución" incorporado. Miramos el pasado con la soberbia de aquellos que, después de un gran esfuerzo, cruzaron el mar y se sienten seguros en la orilla. Sin embargo, evolucionar es, ante todo, una cuestión de voluntad. El hombre puede retroceder tranquilamente. Parece ciencia ficción aunque, si seguimos así, en el futuro, los monos podrían plantear una teoría de la evolución invertida. ¿Se los imaginan buscando el eslabón perdido?
Todo acto de libertad empieza con una revolución. O sea, algo se rompe para dar paso a otra cosa, suponemos, mejor. Claro que si el proceso no para, romper cadenas se convierte en vicio crónico.Buena parte del siglo veinte estuvo atravesada por represiones de todo tipo. A la cabeza, políticas y sexuales. Libertad era el objetivo a conseguir. El hombre tenía como misión cortar mordazas aquí y allá. La concepción del mundo era simple: el ser humano está atado, encerrado en una maraña de prejuicios. Si se lo libera, florecerá. Algo así como abrir una caja; a los golpes si hace falta.
¿Sigue siendo la represión un problema?
Sí. Pero no el único. Al menos, en el campo de las libertades sexuales se avanzó mucho. Y la política, a los tumbos, camina (al menos no va para atrás como el cangrejo).
Con un poco más de libertad en sus bolsillos, la gente empieza a descubrir que las angustias no son sólo consecuencia de la cultura mordaza, represiva. Son parte de la condición humana.
En algún momento el esclavo libre debe mudar de causa y preguntarse: ¿qué hago con mi nueva condición? Obvio que se trata de una pregunta demandante, cuya respuesta postergamos hasta la exasperación.
Nada más difícil que enfrentarse a uno mismo.
Historias de Clonazepam y el elogio de la locura:
Cuenta la leyenda que Cauchú, el cazador de círculos (así le decían en el barrio), heredó su apodo de un abuelo que, a mediados de los cuarenta, se ganaba la vida fabricando flores con caucho; tarea que cumplió hasta el fin de sus días, cuando ya habían pasado de moda y eran prácticamente invendibles.
Antes del oportuno cóctel de pastillas que combatió un incipiente ataque de pánico (se quedó duro en un semáforo), era un señor común con una actividad particular: cazar círculos. Cauchú cazaba círculos; manía carismática si las hay. No lo hacía por vocación, los cazaba por necesidad. Su obsesión por los círculos era constante, aunque la cacería se concentraba en las primeras horas de la mañana. Salía de su casa con la vista clavada en el piso. Para él, la redondez que realmente importaba era la que aparecía en el suelo. Si bien cualquier circunferencia era presa potencial, las bandas elásticas eran su objetivo primario (¿notaron la cantidad de gomitas que hay en la calle?). Ellas le dictaban el destino corto, el del día. Gomitas enteras, éxito en puerta; gomitas partidas, fracaso a sortear. Cuando empezó a cazar, guardaba en el bolsillo derecho del pantalón todas las gomitas intactas que atrapaba. Después depuró la técnica y decidió capturar, únicamente, la primera banda elástica del día. Se las quedaba sólo en ocasiones importantes. Últimamente cazaba con la memoria.
"TOC (trastorno obsesivo compulsivo), dijo el médico. Y le recetó antidepresivos que, juiciosamente mezclados con tranquilizantes (más alguna que otra droga opcional) obrarían el milagro tan deseado. Cauchú siguió los pasos al pie de la letra. Un alumno ejemplar. Los primeros días, más que retroceder, el afán por coleccionar círculos recrudeció. Era común verlo agachado en el microcentro, su coto de caza preferido. Porque, como decía él, bandas elásticas se ven en todas partes. Pero la zona del microcentro es su hábitat natural. Las hay grandes, chicas, medianas. Blancas diente, moradas, grises. Gruesas, flexibles, frescas; quebradizas con salpicones de mugre. Secas. Negras. Suaves, con resto suficiente para retorcerlas sin que se partan. Vírgenes recién escapadas de las cajas. Gomitas con olor a billete; con olor a peso y a dólar. Tiradas, perdidas. Deformadas por el uso. Amigables. Traidoras que a simple vista parecen enteras y, al levantarlas, se quiebran en mil pedazos. Mañosas que, al contrario, lucen rotas pero están perfectas. Jóvenes. Viejas de textura pétrea. Sutiles; gomitas grotescas. Bancos, casas de cambio, oficinas, estudios de abogado. En el microcentro todo es abono. Para Cauchú, cazar ahí es igual a pescar en una pecera.
A la tercera semana resucitó. Lo encontré en la calle; las pupilas dilatadísimas y una tranquilidad ligeramente sospechosa. "¿Cómo andas?", pregunté. "Ahora bien", contestó. "Estas sí me hicieron efecto". Caminaba despacio. Era la primera vez que no lo veía escudriñar el suelo buscando gomitas. Su elocuencia habitual también había desaparecido. Era uno más del montón. Nos despedimos casi sin hablar.
¿Notaron la cantidad de pupilas dilatadas que se ven por la calle? Un pelotón anestesiado y, sin embargo, tenso. Combinación curiosa. ¿Hasta dónde habrá que llevar las dosis en el futuro?
Si billetera mata galán, pastillero desplaza diván. La psicología está siendo aniquilada por un frasco. Al ritmo de tranquilizantes, antidepresivos y otras yerbas, la mirada se opaca y el corazón soporta.
Pan para hoy…
En privado, los médicos aseguran que el sistema aniquila más que cualquier otra peste. En público, se agarran de lo que pueden. Claro que el show debe seguir. Por lo menos hasta que el cuerpo aguante. Después, Dios dirá. Las drogas no serán legales, sus parientes cercanos viven de fiesta.
¿Y los que no pueden pagar?
Alcohol, paco y pegamento; por hablar de las "distracciones" más graves.
La ecuación es perversa: A menos dolor (anestesiado artificialmente), menos comunicación. Felicidad en estado alfa.
Las calles de Belgrano son lindas sin cuento. Hay mucho sol filtrándose entre los árboles. Aunque cae un polvillo amarillo que irrita los ojos y hace estornudar, es difícil imaginar mejor paisaje. Todavía hay, en capital, zonas que la malaria no masticó (la muerte de un gigante puede ser generosa en atajos). Espacios más o menos lindos que derrochan vida. "Qué pena", pensé. Las calles tan lindas y el piso lleno de gomitas perdidas. Y así, de un saque, me apropié de esa manía en riesgo. La rescaté del Clonazepam.