En este párvulo siglo 21 no se ve siquiera por donde se camina. Salvo algún esquimal o tibetano o peón pampeano, nadie duerme en paz. Pena de planeta. Y de la gente que se rompio por dotarlo de un folklore pasable. Pero no. La confusión se ahonda. No hay camino ni andar. Se oxidan las ideas. Mueren las bibliotecas. La perplejidad boquea. Hasta vivir parece ser una cotumbre en decadencia.¡Qué voltereta! Más entramos al siglo 21 más fósil se pone el paisaje. De lo soñado por los abuelos de los siglos 18 y 19 solo queda el recuerdo. "Que no era ésto. Que no era ésto", escribirían hoy en sus pancartas. El 21, como va, no parece inclinado a mejorar la condición humana sino a dejar que la inercia la degrade y la demografía del planeta colapse.¿Derechos del Hombre? ¿Liberté, Egalité, Fraternité? ¿Frases de Jefferson, de Lenin...? Hasta el peronísimo "combatiendo al Capital" de 1945 rifó su ideario y en 2012 la pasa "combatiendo... a la Capital".
Visteo que uno haga por la historia servirá para apreciar como hasta los medievales (que ni siquiera sabían que lo eran) dejaron paso al cambio. Nosotros ni siquiera tenemos claro qué es el ayer y qué el mañana. Apenas si asumimos que cada minuto somos más en la tierra y nos portamos peor en el mundo. Confiscado el hipocampo y con la sesera circundante sitiada por insectos digitales suponemos ser la suma de todas las épocas cuando todavía no hemos fijado la identidad de la (im)propia. La realidad prueba que la tecnología nos deshace a su imagen y semejanza. Y que de existir alternativas, no serían más que dos: frenar o caernos. Poco puede esperarse de los 200 improvisados líderes y de los 7 mil millones de partiquinos a su cargo. Nadie acerca una mínima idea de cómo accionar el freno que salve a la especie.
Hubo un tiempo sin lunes, martes, miércoles. Otro en que los dedos se pusieron a contar. Esta travesura nos eyectó del regazo del Gran Canguro (digamos que hablo de Dios) y nos pusimos a sumar, rebanar, fichar, clasificar, restar. Desde entonces nos tira más contar con números que con palabras. Pasada su anónima eternidad primera, y ya avivado de que nacía para morir, el Homo probó ser dios por su cuenta. Podía serlo de la belleza pero prefirió serlo de una ferretería. Palanca, martillo, rueda hasta descuidar lo obvio y obsesionarse por lo inmedible. Llegó al "año luz" (tan exótico) y al nanosegundo (tan inútil) pero no pudo hasta hoy resolver hambrunas, torturas y guerras comerciales. Soberbio como ningun otro animal (ni la tortuga alardea, y las hay bicentenarias) su obsesión es medir el tiempo como sea. Obsesión que prueba su ansiedad por saber cuánto le falta para el despegue existencial.
Al soplar de niños "la flor del panadero" celebrábamos sin sospecharlo la fugacidad del mundo. Ya adultos, y "en uso de razón"(sic),·descubrimos que no estamos hechos de carne sino de tiempo. Que somos animales del tiempo. Carne de cañón del tiempo. De "Ese enemigo que nos mata huyendo" como lo encuadró Quevedo. Y es a su capricho que fluyen los días y las noches, ruedan los años y se etiquetan las décadas. El siglo conserva prestigio. Tiene con qué. 100 años, 1.200 meses, 36.500 días, 876.000 horas, 52.500.000 minutos y 3.153.600.000 segundos. Y tiene un porqué. Es el río heracliteano que más acompaña e influye en nuestra biografía. El 18 y el 19 nos cambiaron la dirección del mundo. El 20 nos modeló el sentir, el hábito, el pensar. Con tal brío y esmero que sobreactuó. “La centuria de la eterna sonrisa” lo llamó Scott Fitzgerald (pese a que en solo dos guerras civiles europeas (la primera y la segunda) la muerte borró 80 millones de sonrisas). Esta contradicción confirma el absurdo mayor de la especie: "progresa" a la par que se destruye. Un animal que se maravilla y desmaravilla a la vez. Capaz de abandonar a su suerte a cientos de miles de niños con hambre y también de programar una computadora y dársela a un congénere bosquimano para que éste (iletrado, excluído, aún no hombre) salga (como sale) por la sabana a buscar rinocerontes negros y contabilizarlos pulsando el icono de un rino dibujado al efecto El mismo hombre ante su cara y ceca. Que o cambia o cae. (O reza)
(*) especial para Perfil.com.