No hay nada más tonto en este mundo que sembrar semillas de tomate y esperar que salgan paltas.
Uno tiene que entender que lo que siembre tarde o temprano le llega, si sembramos amor vuelve amor, si sembramos paz eso vuelve, pero si sembramos enojos y peleas no esperemos cosechar amor y paz. Esta historia representa esta idea.
La familia Spitzer llevaba diez años intentando tener hijos, sin éxito. Diez años de esperas, de momentos difíciles, de silencios. Hasta que un día, la vida finalmente les sonrió: ¡embarazada!
La alegría explotó… hasta que el médico agregó: —Son cinco. Cinco bebés.
Después de una década de vacío, una familia entera llegaba de golpe. La felicidad era enorme, pero también el miedo: necesitaría enfermeras, ayuda a tiempo completo y no tenía los medios.
Fue entonces cuando una viuda adinerada de la comunidad, la señora Gordon, escuchó la historia. Sin conocerla, comenzó a enviarle ayuda económica, una y otra vez. Esa generosidad fue clave.
Un día, la señora Gordon llamó: —¿Puedo pasar a conocer a los niños?
Construir un puente comienza con un simple y pequeño acto de valentía
Cuando llegó, la dueña de casa la invitó a entrar. La visitante dio apenas dos pasos y se quedó inmóvil. Sus ojos se clavaron en una foto de la pared: una mujer joven, seria, mirada profunda.
La señora Gordon palideció. Dio un paso atrás, como si hubiera visto un fantasma.
— Esa mujer… — dijo en un susurro—. Yo la conozco.
— Es mi madre — respondió la madre de los quintillizos.
Un silencio pesado llenó la habitación. La señora Gordon apoyó la mano en una silla para no derrumbarse.
—No puede ser —dijo con la voz quebrada—. Esa mujer… tu madre… nos salvó la vida. Déjame contarte lo que nunca pude olvidar.
La historia en el campo de concentración
La visitante miró la foto en la pared y, de inmediato, algo en su rostro cambió. Los recuerdos parecían volverle como un golpe seco. Respiró profundo antes de hablar.
—Esa mujer… —murmuró—. Yo la conocí.
La dueña de casa la miró sorprendida, pero la visitante ya estaba entrando en su propia memoria, tejiendo palabras con imágenes que había intentado olvidar durante décadas.
Contó que había conocido a la madre de la familia en el campo de concentración de Bergen-Belsen. Allí, dijo, habían formado un pequeño grupo de cinco amigas que intentaban sostenerse unas a otras en medio del horror. Recordó con precisión una noche previa a Jánuca, cuando decidieron encender, aunque fuera diminuta, una llama que las hiciera sentirse humanas. Para eso buscaban grasa donde pudieran y juntaban cáscaras de papa que servían como pequeños recipientes improvisados.
—Era un acto mínimo, pero para nosotras significaba muchísimo —explicó—. Y también era muy peligroso.
Los nazis las descubrieron, las anotaron y les comunicaron el castigo sin rodeos: al amanecer serían ejecutadas. Las cinco.
Esa noche, desesperadas, fueron a ver a una mujer judía que trabajaba como traductora para los nazis. Tenía ciertos permisos, un poco más de acceso. Era su única esperanza. Pero apenas abrieron la puerta, la traductora se asustó.
—¿¡Están locas!? —les gritó—. ¡Si las ven acá nos matan a todas! ¡Fuera!
No hubo espacio para la compasión. Solo miedo. Las echó de inmediato, casi empujándolas hacia el pasillo.
—Ahí entendimos que estábamos solas —dijo la visitante, bajando la mirada—. Volvimos a las literas convencidas de que la mañana siguiente sería la última.
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Y llegó el amanecer. Las formaron como siempre. Las cinco se tomaron de las manos, esperando el final. El general de la SS caminó entre las filas buscándolas. Cuando finalmente las encontró y empezó a acercarse, la visitante recordó que sintió cómo se le helaba la sangre.
Y entonces, ocurrió lo impensado.
La misma mujer que la noche anterior las había echado irrumpió entre los oficiales. Corrió hacia el general, se inclinó y le susurró algo al oído.
—Nunca supimos qué dijo —contó—, pero las caras de los oficiales cambiaron al instante.
Preocupación. Urgencia. Miedo.
El general gritó una orden distinta a la esperada:
—¡Llévenlas a sus barracas!
Las amigas no entendían nada. Más tarde supieron la verdad: la traductora había inventado una historia desesperada, asegurando que las fuerzas aliadas estaban entrando al campo y que cualquier ejecución podía incriminar a los oficiales.
—Era mentira —dijo la visitante—. Una mentira suicida. Pero nos salvó la vida.
Una semana después, los británicos liberaron el campo de concentración. Nunca volvieron a ver a esa mujer. Nunca pudieron agradecerle.
La visitante levantó la mano y señaló la foto en la pared.
—Esa mujer… —repitió, con la voz quebrada— era tu mamá. Ella salvó cinco vidas. Le debo todo.
La madre de los quintillizos tenía los ojos llenos de lágrimas. Se quedó unos segundos en silencio y luego dijo:
—No puedo creer lo que me estás contando. Pero escuchá esto… Déjame contarte la otra parte de la historia.
La noche antes de que nacieran mis bebés, soñé con mi mamá. Ella repetía una frase una y otra vez: “Five for five… Five for five…” (“5 por 5”)
No entendía qué quería decir. Me desperté confundida: ¿Qué era ese mensaje?
Al día siguiente nacieron los cinco.
Tomó aire, temblando.
—Ahora lo entiendo. Mi mamá salvó cinco vidas… y ahora yo fui bendecida con cinco vidas nuevas. Sus cinco nietos.
Ella salvó la vida de cinco mujeres, y Dios me dio cinco hijos en recompensa. Pero no solo eso: tu llegada a mi casa le dio fuerza y ayuda a mis propios hijos. La misma mujer a la que mi madre salvó… hoy está salvando a sus nietos.
Porque ninguna buena acción queda en el vacío. Todo lo que damos, tarde o temprano, vuelve a nuestra vida.
Hay actos que cruzan generaciones. Lo que una madre sembró en la oscuridad, floreció en luz para sus nietos.
Buen fin de semana.
Rafa Jashes - Rabino