El kirchnerismo como ente puede que desaparezca gracias al culto hiperpersonalista construido por Néstor Kirchner y su esposa. Ellos así lo quisieron y el plan de sucederse uno a otro —que quedó trunco por factores biológicos— lo dejó claro. Ahora, como forma de vida, el kirchnerismo podrá cambiar de nombre, pero seguirá vivo por mucho tiempo. Podrán venir otros colores partidarios, críticos ex kirchneristas o liberales culposos con discurso de centroizquierda, pero la huella que nos dejan doce años, seis meses y quince días no podrá borrarse fácilmente. Principalmente, porque el germen del kirchnerismo existió antes de su llegada y el abono con el que se fortaleció estaba a la vista de todos: en Argentina siempre hay que echarle la culpa a otro. Y en esto el kirchnerismo tiene tres posgrados, dos maestrías y varios doctorados.
En Lo que el Modelo se llevó, mi nuevo libro que sale a la venta este fin de semana, se evita hacer sólo una revisión del kirchnerismo, dado que de esos habrán demasiados. En cambio, al repaso inevitable se le suman algunas cuestiones básicas, que son las banderas que levantó el kirchnerismo: Economía, Justicia, la vuelta de la política, la militancia, los derechos humanos, cómo estaban esas banderas antes del kirchnerismo ––sí, existían–, qué hicieron durante y cómo quedan a futuro. Desde el primer día, el kirchnerismo ha corrido las fronteras de lo políticamente permisible a niveles extremos, impensados incluso para nosotros, que crecimos y vivimos en esta concatenación de tierras a las que llamamos país. Y eso es, quizá, lo más grave, dado que cualquier cosa que haga el que venga que no llegue al extremo de los últimos 12 años, nos parecerá un alivio. Y si llegasen a esa frontera, lo veríamos como algo normal. Han conseguido que aquello que en noviembre de 2004 nos parecía escandaloso, en diciembre del mismo año fuese visto como una fiesta de 15 en comparación con las nuevas cosas que ya estaban haciendo. En el afán de marcar la agenda, cuando no había con qué, apelaron al escándalo disfrazado de ataque mediático, o de grupos concentrados de poder —como si un partido en el gobierno no lo fuera—, o de intereses enquistados en una sociedad que debía cambiar su idiosincrasia para adaptarse a los nuevos tiempos, o sea para no ver el choreo descomunal que se escondió detrás de cada obra pública, de cada plan, de cada acto administrativo que fue presentado como la liberación de Argel.
De allí que tuvimos que acostumbrarnos a escuchar ataques del kirchnerismo fundamentados en críticas al radicalismo, al peronismo de los noventa, al peronismo de los setenta —sólo el que gobernaba—, al neoliberalismo que los hizo ricos, a las dictaduras, a la clase alta, a la clase media, a los productores agropecuarios y a los industriales. Del mismo modo los vimos conformar gabinetes con menemistas, acordar elecciones con radicales, aliarse con el sindicalismo peronista de los setenta, levantarla en pala gracias a los “agrogarcas”, recibir en despachos y actos por cadena nacional a industriales amigos, ascender a algunos militares que no pasarían el test de la blancura de Lesa Humanidad y encolumnar el 90% de sus medidas económicas a que la clase media —o clase mierda, si es que justo se les dio por salir a manifestarse en contra del Gobierno— no perdiera su poder adquisitivo, del cual sacaban el bruto de los impuestos con los que mantuvieron buena parte de la joda de subsidios y planes sociales.
Arruinaron banderas históricas al empapelarlas de billetes y corrupción, de la del dinero y de la ideológica. Los DD.HH. se convirtieron en una caja inagotable, los manejos judiciales llegaron al extremo de ir sacando jueces y fiscales hasta embocar uno que parezca piola ––y deberían ver las barbaridades que se relatan en el libro–, la historia se ha reescrito varias veces siempre en función de lo que sea necesario justificar, y la Economia se ha convertido en una búsqueda permanente de mejores problemas para solucionar problemas anteriores. Pero, fundamentalmente, el mayor daño ha sido el cultural. Cosas que siempre nos parecieron intolerables, hoy están naturalizadas. Discutimos por cuáles son los niveles de pobreza mientras esquivamos bultos humanos en la calle, o dejamos buena parte del sueldo al repartirlo entre los chicos que venden estampitas y curitas, esos mismos chicos que deberían estar en la escuela porque "eso también es victoria".
Lo podemos percibir cada vez que una pendeja aburrida nos refriega el valor de la militancia, confundiendo la actividad partidaria no rentada con poner “Soy K” en la biografía de Twitter, o una foto del Nestornauta en su muro de Facebook. Creen que están arreglando el mundo con la militancia de conseguir un proyector para pasar la película de Néstor en la Villa 31 y afirman que estamos mejor que nadie. Si quisieran abandonar la casa de sus padres, o dejar de alquilar, y vieran que no califican para ninguna línea de crédito hipotecario, se afiliarían al partido de Biondini. O pedirían la expropiación de los bancos, da igual. La clave está en siempre echarle la culpa al otro. Al Poder Judicial cuya Corte Suprema impuso el kirchnerismo y hoy lo viven como si se tratara de un grupo de marcianos que vino a colonizar la Tierra, a los multimedios ––siempre y cuando no sean los de ellos–, los imperialistas occidentales y los que tienen sus intereses puestos en conservar su status quo "logrado a costillas del pueblo". Todo esto dicho desde la tranquilidad que da los cientos de millones ahorrados sin un trabajo registrado en la vida.
Nada puede resumir mejor al kirchnerismo que la confrontación entre relato y realidad, se usara tanto desde el oficialismo como desde la resistencia quejosa que efectuamos durante una década de oposición fragmentada. Para el oficialismo, era real todo lo que el Gobierno dijera. Incluso, muchas veces dio la impresión que hasta Néstor y Cristina se creían la mentira. Es la mejor forma de que un chamuyo sea creíble: naturalizarlo. Y, como se dijo más arriba, también se naturalizó. Ya no se discuten las medidas de fondo si no las formas, como si no molestara el kirchnerismo, sino los kirchneristas. Y eso, eso precisamente, es la peor de las derrotas.
(*) Editor de Perfil.com.