Siete años atrás, el ingeniero Juan Bilezker (52) iba en su auto rumbo a Capilla del Monte y cuando pasaba frente al Uritorco vio caer una estrella fugaz. Tres años después, compró 51 hectáreas a cuatro kilómetros del cerro. “A Capilla del Monte viene toda gente cansada de la matrix. Son todas ovejas negras. No les va el sistema. Venirse a vivir acá es salir de la vida segura y del consumo”, dice Juan, hoy en la minúscula casa rodante donde vive por el momento, y desde la que dispone de una vista panorámica del cerro que él convirtió en espacio de fraternidad espiritual.
El monte fue bautizado Wallala, en referencia al mítico paraíso de la mitología nórdica, al que se llegaba trepando por el arco iris, y para abrir sus caminos entre las matas salvajes, el ingeniero contrató un estudio satelital; de los setenta lotes disponibles, treinta y ocho ya tienen dueños, que aún no construyen, y once familias van y vienen desde Buenos Aires hasta tanto terminen las viviendas; cuatro familias viven en casas terminadas.
Algunas construcciones responden a patrones clásicos y sus materiales son la madera, el adobe y la piedra del lugar, como la que se está levantando el propio Juan; otras, como la de Afro (42), una administradora de empresas porteña que fue la primera en mudarse, cumplen con los criterios más puros de la permacultura: la suya es un hexágono de paredes sólo de adobe distribuidas circularmente e iluminación con leds de 12 voltios alimentados a través de paneles de energía solar. Los baños son ecológicos y, como el agua potable es un tesoro, el ingeniero levantó un molino en el punto más alto del cerro y luego agregó una cañería que bombea el agua desde abajo.
Para los dueños de este particular condominio, Wallala es una alternativa de vida. “Queridas unidades de conciencia en evolución, o sea amigos”, les dice Juan al escribirles, y sus palabras no son una pose. “Acá se respira paz, hay tiempo, mucha naturaleza y poca información de los medios. El silencio es corriente y los estados internos se viven con mucha frecuencia. Es difícil no estar presente y en gratitud. El no saber busca su lugar y comenzás más a sentir que a pensar, sin poner palabras que lo encarcelan”, agrega, y se hace difícil rehuir la mirada intensa de sus ojos claros.
“Yo tenía hecho un camino de espiritualidad de diez años”, recuerda Afro poniendo música en la laptot sin internet que tiene en su casita con dos habitaciones y un pequeño comedor-cocina, ventanas decoradas con vidrios reciclados y pisos pintados a mano. “Me había divorciado en 2001 porque la vida convencional no me llenaba, y me fui cinco meses a la India. Necesitaba buscar algo más. Empecé a leer a Osho y a hacer meditación. Viví en su ashram y en el Himalaya. Los lamas te enseñan que la vida no pasa por el trabajar sino por tratar de ser felices y tener paz interior”.
“Diez años después, un día cayó Juan en la casa de un amigo. Yo lo conocía por las meditaciones de Osho. Lo oí hablar de su idea de armar una vida comunitaria en un barrio en Córdoba y me dije: ‘Es esto’”, recuerda Afro.
Vivir con el espíritu puesto por delante, sin dogmas ni creencias, con conciencia de la tarea de “bajar el cielo a la tierra”, alienta a la gente de Wallala a ser cada día más auténtica, tal su modo de hacer, frente al Uritorco, un paraíso posible.