Hace un mes, el mundo estaba a punto de sumergirse en una película de catástrofe: el virus de la gripe porcina –rebautizada gripe A– había desatado el pánico en México y el 29 de abril, la Organización Mundial de la Salud (OMS) declaraba, en un dramático minuto minuto globalizado, el nivel 5 de alerta de pandemia, el escalón anterior a un contagio masivo en distintas partes del planeta.
Los pronósticos eran temibles. Pero, de repente, el tsunami viral se detuvo. Nunca se llegó al último estadio pandémico. Estados Unidos, el país con mayor cantidad de infectados, dejó de contabilizar sus casos. La OMS redujo sus partes diarios. Y los especialistas se relajaron, al punto de afirmar que la gripe común podía ser más dañina que su prima porcina.
Mientras el mundo flexibilizaba su mirada aterrada sobre esta peste, en la Argentina en particular, y en Latinoamérica, en general, la cantidad de personas contaminadas comenzaba a duplicarse de manera silenciosa. Potenciado por la cuestión estacional, el temible virus de la influenza A ya se desparramó en escuelas de Belgrano y zona norte del Gran Buenos Aires –de la mano de algún alumno que había viajado al exterior– y llevó a una decena de colegios a suspender las clases preventivamente –algunos sin autorización de las autoridades sanitarias–.