UNIVERSIDADES
ingreso o permanencia

Inclusión excluyente

Las universidades nacionales sostienen la posibilidad de ingreso irrestricto y gratuidad. Pero la masificación de los alumnos no permite aumentar la cantidad de egresados. Todos ingresan, pero muy pocos se reciben. Un debate irresuelto en la educación superior.

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Afortunadamente, en la Argentina hace largo tiempo que las universidades estatales sostienen –mayoritariamente–  la posibilidad de ingreso irrestricto además de gratuidad a nivel de grado, como un modo de reducir la ínsita tendencia hacia concentrar la matrícula en los sectores altos y medio-altos de la sociedad. Hay en ello una promesa que no es del todo falsa, pero sí lo es parcialmente, de igualar en posibilidades a todos; es que un sector importante de “los de abajo” que entran a las universidades, se pierde luego por deserción.

El porcentaje de deserción en las universidades argentinas a nivel de grado está en derredor del 80%, e incluso en algunas carreras y facultades es mayor (digresión: cabe advertir que si en abstracto el número resulta alarmante, no lo es si se tiene en cuenta que ingresan la mayoría de los aspirantes; cuanto menor sea la selección mayor habrá de ser la deserción porcentualmente, pero no necesariamente se tendrá menos egresados en números brutos).
Lo cierto es que hay que asumir que el alto número de desertores se lleva consigo una parte considerable de la movilidad social ascendente a la cual se aspira con la liberación del ingreso. Ello es lo que ha llevado a una investigadora como Ana Ezcurra a señalar que se trataría –con una expresión muy radical– de una “inclusión excluyente”.

Es claro, entonces, que sólo una pequeña parte de los sectores populares logra permanecer en la universidad aun cuando pueda llegar a ella, dado que sus miembros tienen problemas prácticos adicionales (estudiar y trabajar a la vez, es uno decisivo), además de sufrir ciertos inevitables déficits en torno al “arbitrario cultural” universitario, el cual reproduce la cultura de los sectores medios y altos, los cuales automáticamente se encuentran allí dentro de su propio repertorio y su propio lenguaje.

Ayuda nacional. Avisado de esto, el gobierno instalado desde 2003 ha buscado modos de subsanarlo. Dentro de un aumento generalizado del presupuesto, lo otorgado a becas es destacable: es el mil por ciento de lo anterior, la inversión en el rubro se multiplicó por diez. Con ello se ha logrado que ingresen otros sectores sociales a la universidad, a lo que ha colaborado también la política de fundar nuevos establecimientos universitarios en sitios urbanos que no los poseían, o reforzar la condición de algunos que ya estaban, pero en situación no muy consolidada (universidades de San Martín y Gral. Sarmiento, por ejemplo.).

Frente a la realidad de la deserción, se han promovido cursos de refuerzo y tutorías sistemáticas. Y esto sin dudas que tiene buenos resultados, como también las clases en contextos de encierro (cárceles). Todo ello ha permitido un logro que suele enorgullecer a las autoridades: en muchas universidades hoy hay egresados que son primera generación de universitarios en sus familias, contando todas las generaciones anteriores.

Todo esto funciona bien. Sin embargo, sería una ilusión creer que esta forma de atenuar o aminorar el sesgo de clase de los egresados universitarios, puede eliminar de cuajo ese sesgo. Por cierto que el aminorarlo es valioso por sí mismo, pero no debiera confundirse con la posibilidad de instaurar una universidad netamente igualitaria, que llegara a todos los sectores sociales por igual en cuanto a la composición de su estudiantado.

Tal cosa es definidamente imposible en una sociedad capitalista, en la que subsisten las clases sociales diferenciadas. Esas clases diferentes reparten al estudiantado en redes desde la escuela primaria, y hay circuitos distintos para “los de arriba”, “los del medio” y “los de abajo”.
Si bien la Asignación Universal por Hijo ha aumentado la presencia de sectores populares en la escuela primaria y la media, no resulta fácil retener a sus miembros, y a largo plazo estos tienden al desgranamiento y la posterior deserción (si bien siempre hay algunas excepciones). De tal manera, la selección escolar opera en niveles educativos previos a la universidad, respecto de los cuales ésta carece de toda eficacia propia. Cuando se llega al final de la escuela media ya se ha dado un sesgo de clase importante en el estudiantado, el cual se agudiza a la hora de presentarse al ingreso universitario. Frente a esto, es obvio que cualesquiera  de las políticas universitarias resultan inevitablemente infértiles.

Caso cubano. Otra cuestión homóloga se da a través del deseo imaginario de que “todos lleguen a la universidad”. Sin dudas que se trata de un imaginario confuso: sería, en todo caso, más razonable un “que todos puedan aspirar por igual a ir a la universidad”, como efectivamente ocurre en el caso cubano. Pero allí, no todos van a la universidad; todos tienen la posibilidad de presentarse, pero sólo algunos luego entran. Y es evidente que en una sociedad donde hay roles fuertemente diferenciados dentro de la estructura social de conjunto, si todos fueran a la universidad muy pocos trabajarían en espacios de actividad que resultan imprescindibles para el funcionamiento societal.

Por ello, lo óptimo no es que vaya a la universidad la mayoría porcentual posible de la población, sino más bien que ingrese la cantidad que garantice el número –de profesionales, no de alumnos iniciales– que sean socialmente necesarios en un momento dado. Ello exige algún margen de planificación del sistema, y va contra la idea muy consolidada de cuanto más número llegue a la universidad, es siempre mejor.
No todos pueden ir a la universidad, ni es ello deseable en las sociedades tal cual están hoy estructuradas. El esfuerzo debiera limitarse a que puedan graduarse con iguales posibilidades todos los que quieran hacerlo, sin diferencia de clases. Se ha dado buenos pasos adelante en los últimos años en esta dirección en la Argentina, pero hay que ser lúcidos en que ello encuentra un umbral irrebasable de realización plena, en la estructura social de clases que es propia del sistema capitalista.

 

Marx en la educación

La universidad sólo para algunos sucede porque subsiste la división social del trabajo. Es difícil imaginar, ante el complejo nivel de especificación diferencial que hoy tienen los saberes expertos, una sociedad sin tal división. De cualquier manera, la noción de Marx de que esa división es nociva y debe superarse podría sostenerse como una idea tendencial hacia la cual concurrir, que sólo con un radical intento de concreción podría verse si puede funcionar realmente o no. Para eso se requiere una sociedad post-capitalista, como la que llevó a Mao a proponerse esa colosal tarea con la Revolución Cultural. Fracasó, pero alguien puede sostener que fue porque era un país de amplio campesinado preindustrial, y de enorme población total. Podría ser; lo cierto es que no existe ejemplo de superación de la división social del trabajo (aunque tampoco ésta puede descartarse como posibilidad futura). Sea posible o no esa superación, ella es un horizonte histórico que para nada está en el presente a nivel planetario, ni siquiera a nivel de proyecto. Y sólo podrían ir “todos” a la universidad si van por un lapso parcial, mientras otros hacen otras actividades, para ir ellos “luego” a la universidad. Sólo donde todos hagan de todo –ordenadamente y dentro de una planificación de conjunto– podría caber que todos fueran a la universidad.

 

*Prof. Epistemología de Cs. Soc. Universidad Nacional de Cuyo.