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Argentina: un modelo de desarrollo fallido

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| G.P.

La sociedad argentina acumula varias décadas de políticas fallidas en materia de crecimiento sostenido y distribución del ingreso, las cuales han ocasionado un deterioro significativo en materia de capacidades de desarrollo humano e integración social. Esto ha ocasionado la conformación de al menos dos generaciones de nuevos pobres y de una nueva actualmente en gestación.

Según estimaciones del Observatorio de la Deuda Social Argentina (ODSA-UCA) el deterioro social es por demás evidente, la pobreza monetaria viene aumentando en la Argentina en términos tanto relativos como absolutos. Luego del lejano 7% de pobreza urbana en 1974 (1,5 millón de personas), durante la recuperación de la democracia el piso de pobreza fue del 20% (6 millones de personas), durante la convertibilidad oscilamos entre 25% y 30% de personas bajo la línea de pobreza (no menos de 10 millones de personas), todo esto antes de la crisis del 2001-2002. Actualmente, 40% de la población urbana estaría afectada por privaciones económicas fundamentales (más de 17 millones de personas).

En la primera década del nuevo milenio, se registró un franco descenso de la pobreza, pero nunca por debajo del treinta por ciento. Puesto el foco en la segunda década del nuevo siglo, si bien fue posible alcanzar pisos ilusorios de veinticinco por ciento de pobreza, tanto en 2011-2012 como en 2017, estas aparentes buenas noticias duraron poco. Pasados esos momentos, antes de la pandemia por covid-19, el piso de la población bajo la línea de pobreza había llegado al 35%. Pero luego de la crisis económico-sanitaria, en plena recuperación económica de 2022, el porcentaje de población en situación de pobreza ya había alcanzado el 40%.

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Por lo tanto, en lo que va del siglo XXI, medido el cambio social en términos de bienestar económico, la pobreza ha crecido al menos 15 puntos porcentuales, produciendo el descenso social de no menos de 7 millones de personas generacionalmente integrantes de sectores medios tradicionales de trabajadores autónomos, patrones, obreros o empleados de pequeñas y medianas empresas.

A la vez que otros 7 millones de pobres crónicos, integrantes de sectores populares que sobreviven en el mundo de la economía informal, no solo no han podido cambiar su condición de exclusión, sino que además han cedido autonomía, quedando atrapados en la lógica de la asistencia pública.  La llamada masa marginal de excluidos, a veces funcionales y otras veces disfuncionales al régimen político, que José Nun anticipara ya hace tiempo.  

En ningún caso, el aumento de la pobreza se explica por causas naturales, ni culturales ni tampoco por el infortunio de factores externos. La mala praxis en cuanto a políticas públicas y de desarrollo tiene inevitables consecuencias económicas y sociales.

a. Desde hace mucho tiempo, aunque la economía argentina crezca, no se generan empleos de calidad. Con las recuperaciones parciales de la economía se recupera parte del empleo perdido, pero las nuevas capas se refugian en la informalidad.

b. Al mismo tiempo que las remuneraciones reales sufren un continuo deterioro real, esto no solo ocurre por la puja distributiva, sino fundamentalmente ante una caída en la productividad media del trabajo.

c. Por lo mismo, si bien la participación de los trabajadores asalariados formales en el ingreso ha tenido y continúa teniendo un peso insuficiente, la evolución de la media de ingresos ya no es representativa de los ingresos reales de los trabajadores.  

d. La brecha de ingresos entre los trabajadores de más alta y más baja remuneración, más que duplica la brecha de ingresos entre la ganancia media de los empresarios y la remuneración media de los trabajadores asalariados.

e. Frente a la pobre creación de más y mejores empleos, y la imposibilidad de generar mejores remuneraciones, el gasto en transferencias sociales ha sido el mecanismo por excelencia más eficiente para mantener una relativa paz social. Sin este aumento en el gasto social la pobreza sería muy superior.

La causa de la pobreza ha sido y sigue siendo la falta de un crecimiento equilibrado entre sectores dinámicos y sectores tradicionales con capacidad de integrar al conjunto de las fuerzas del trabajo. El resultado es un aumento sostenido de los “excedentes absolutos” de población. De ahí la importancia de una política redistributiva, no en términos de ingresos corrientes, sino orientada al desarrollo de capacidades productivas hacia los segmentos y regiones más rezagadas. Para lograr dicho crecimiento, son menos fundamentales las grandes inversiones internacionales, sino la multiplicación de pequeñas, medianas y grandes inversiones fundadas en el ahorro nacional, orientadas a ampliar la dotación de capital tanto productivo como humano y a la creación de nuevos puestos de trabajo.

Nuestro crecimiento ha estado fundado principalmente en el consumo interno, y mucho menos o muy poco, en la exportación y la inversión. El mecanismo del consumo permite evitar el colapso del sistema social, pero el abuso sistémico del mismo es la causa de los continuos desequilibrios fiscales o ciclos de endeudamiento internos o externos. Todo lo cual termina derivando, más tarde o más temprano, en inflación, inestabilidad monetaria, menor inversión, mayor informalidad laboral y aumento de la pobreza y de la desigualdad social. Si bien las restricciones externas no han dejado de operar, el sacrificio de la inversión o de la exportación por el consumo interno, con el fin de evitar mayores penurias sociales, se ha convertido en la causa de que las mismas se conviertan en crónicas y estructurales.

El resultado ha sido la conformación de una economía cada vez más heterogénea a nivel productivo, pero también en términos sociales, ocupacionales y distributivos en capacidades de ahorro y bienestar, tanto a nivel de la estructura social como regional. En ese marco, se ha logrado una conveniente paz social, que hace posible el funcionamiento del sistema político democrático, pero sin que sus dirigencias se sientan interpeladas por una sociedad que requiere –lo demande o no– un cambio de rumbo más profundo.

En la Argentina urbana del siglo XXI, en el mejor de los casos, la pobreza nunca dejó de afectar al menos a uno de cada cuatro argentinos, y cuando esto ocurrió, ese estado de “sub-bienestar” duró muy poco tiempo.  Actualmente, la pobreza monetaria y no monetaria afecta a aproximadamente a 4 de cada 10 personas: 17 millones de argentinos. La marginalidad más estructural afecta a 2 de cada 10:  o sea a 8,5 millones de argentinos. Y si bien la situación presente parece socialmente sostenerse gracias a una parte de la economía que mantiene activas sus fuerzas productivas, a la vez que otra lucha por su subsistencia y cuenta con la asistencia pública, el futuro proyectable se asoma lastimoso y desgarrador, corrosivo a nivel social y político.

Sin embargo, es un tiempo de oportunidades. Por sobre la grieta política, se hace imperioso construir una agenda de políticas que estabilicen la macroeconomía, reactiven la inversión y hagan posible la creación de más y mejores empleos, así como la conformación de un nuevo pacto redistributivo que integre el derecho al desarrollo humano y a un trabajo digno a la seguridad social. Los desequilibrios estructurales que atraviesan al sistema productivo argentino constituyen una ecuación económica factible de resolución. El principal problema no parece ser económico, sino político: liderazgos con capacidad de gestión política y compromiso patriótico para construir soluciones estratégicas de consenso.

*UBA-Conicet / Director del Observatorio de la Deuda Social-UCA.