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Cada semana, apenas entrego mi columna semanal, una región de mi cerebro habilita a una indeterminable serie de neuronas a establecer las sinapsis necesarias para comenzar a conectar los dispares elementos, mezcla de recuerdos de la vida y de lecturas, opiniones furiosas lanzadas contra los conductores y panelistas de los programas de entretenimiento militante de la televisión, ensoñaciones diurnas, ideas dispersas, emociones disímiles y recorridos varios del magma indiferenciado del pensamiento casual, de modo que comiencen los borboteos, al principio insignificantes, y a medida que pasan los días cada vez más perentorios, que  anticipan y cortejan y demandan la aparición de alguna idea digna de ser escrita. Así las cosas, llega el día en que escribo y envío la columna al respetable editor y no puedo menos que preguntarme qué, de todo aquello que pasó por mi cabeza, quedó. La respuesta, en ocasiones, es “nada” y en otras, “lo que entonces hubo no sirve ya”.

Ciertamente, no me resulta difícil escribir la columna. Me refiero al tiempo de realización efectiva. El número de caracteres indicado para cada semana lo alcanzo bastante rápido, y me abstengo de decir cuánto tardo –sean cinco minutos o diez horas– para evitar que algún buey corneta o colaborador gratuito de las redes asociales opine que lo poco que cobro resulta demasiado a juzgar por lo que entrego, opinión que parece compartir el equipo gubernativo respecto de los ingresos de la totalidad de los argentinos llanos, a excepción de los magnates locales que ya están hechos, hasta para sus tataranietos y de los megasupramillonarios internacionales que, dando por perdido este planeta debido a la extenuación de los recursos naturales y el cambio climático (aunque después voten y solventen a los políticos que lo niegan), desean pasar el rastrillo en nuestras reservas para emplearlas en sus autos sin conductores y en el combustible que emplearán para viajar en sus naves espaciales a fundar nuevas colonias en planetas de otras galaxias donde vivirán eternamente, todo gracias a los avances de la ciencia y de la técnica en buena parte subsidiados y financiados por las instituciones estatales (es decir, por la plata de los contribuyentes, la nuestra, la tuya, la suya) y que, una vez juntada la tarasca y logrados sus objetivos, no tienen otro deseo que suprimir o destruir o adquirir a precio de liquidación.

Entonces, una vez escrita la columna en la mañana del día correspondiente a su entrega, la dejo “en remojo” y voy dejando pasar las horas y cada tanto la reviso. Saco repeticiones, agrego palabras, quito ironías incomprensibles puestas al solo efecto de darle satisfacción a cualquier innominado y cambiante dios del estilo (que nunca me lee) y finalmente mido el resultado y me resigno a enviarla.

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Pero otras veces, no se me ocurre nada y entonces, con desesperación creciente, abro los diarios buscando la fuente necesaria para la ocurrencia ausente. Como hoy, que… lástima, se me terminó el espacio. Justo que quería escribir acerca de...