El pasado lunes, Antonio Patriota presentó su renuncia al cargo de ministro de Relaciones Exteriores de Brasil tras dos años y ocho meses de insulsa gestión. Fue reemplazado por el embajador ante las Naciones Unidas, Luiz Alberto Figueiredo, con quien enrocó cargos.
El inesperado cambio fue precedido por un incidente diplomático con Bolivia luego de que un secretario de embajada garantizara salvoconducto a un ex senador boliviano condenado por corrupción, sin el consentimiento de su canciller. Pero no fue este episodio, sino la salida del cuarto canciller brasileño en 18 años, lo que ha llamado la atención. ¿Estamos ante un cambio de paradigma de política exterior? Los analistas dentro y fuera de Brasil parecen coincidir en dos cosas. Los años de Patriota habrían debilitado internamente la Cancillería (provocando el descontento de los diplomáticos) y restado brillo a la actuación internacional de Brasil (socavando la imagen de la presidencia), de modo que serían de esperar reajustes institucionales y de estilo, pero muy pocos cambios de fondo en la política exterior de Brasil.
La relación de Dilma Rousseff con Patriota fue particularmente tensa desde los comienzos de su gestión. Muy pronto, el ministro dejó de acompañarla en el avión presidencial y comenzaron a sucederse escándalos de sobresueldos y corrupción que lesionaron la imagen del servicio exterior y el gobierno. Los hechos demostraban una crisis de liderazgo en Itamaraty, al punto que la presidenta llegó a considerar la posibilidad de desvincular la gestión del comercio exterior y la cooperación internacional del ministerio. De hecho, el presupuesto de 2013 se recortó considerablemente, así como las vacantes para la carrera diplomática. Era evidente que el descontento de Dilma con Patriota afectaba al cuerpo diplomático en general.
Por otro lado, Patriota había impreso un carácter más sobrio a la política externa brasileña. A diferencia de su predecesor, Celso Amorim, dio un perfil más bajo a iniciativas regionales como Unasur y la ubicua proyección de Brasil en las agendas multilaterales, afectando la imagen de Dilma y los intereses políticos y financieros de la diplomacia.
Las deficiencias de Patriota son más evidentes cuando se contrastan con las virtudes de su sucesor. Figueiredo, aunque nunca fue embajador fuera de Brasil y sólo encabezó la misión ante Naciones Unidas en Nueva York durante este último año, es tenido por sus colegas como alguien que representará más fielmente los intereses corporativos de Itamaraty. Por otro lado, de sus actuaciones públicas (entre las que se destaca haber sido articulador en la conferencia Río+20 el año pasado), se deduce que volverá a un estilo discursivo más frontal.
Por último, algunos analistas han especulado con una “democratización” de la política exterior brasileña, pero el diagnóstico parece apresurado. Las reformas anteriores de Itamaraty constituyeron procesos lentos y consensuados. En rigor, deberían verse como un continuo iniciado en 1993 (cuando el ex presidente Fernando Henrique Cardoso era aún canciller), pues desde entonces y hasta la última reforma, en 2006, la corporación diplomática ha sabido hacer frente a las presiones del Ejecutivo sin perder cohesión interna ni funciones. Como dicta su lema institucional: “La mejor tradición de Itamaraty es saber renovarse”, y probablemente eso veamos con Figueiredo: nada más que la gestión de moderadas reformas institucionales y una diplomacia de más alto perfil. Los lineamientos de fondo seguirán siendo los mismos establecidos desde la llegada del Partido de los Trabajadores y su perenne asesor: Marco Aurelio García, el verdadero canciller.
*Profesor asistente de la Licenciatura en Relaciones Internacionales (UCA).