COLUMNISTAS

Cómo hacer cosas con palabras

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“Sin mediar palabra” es una fórmula límite para la sensibilidad social en lo que al problema de la inseguridad se refiere. Las crónicas policiales lo destacan cada vez que es necesario; a la inquietud por el asalto, por ejemplo, y aun al espanto por el crimen mismo, se agrega a menudo esta otra consternación, este otro escándalo: que no haya mediado palabra. Matar es siempre una cosa terrible y robar es siempre una práctica repudiable, pero a la luz de los relatos de los medios, se diría que se vuelven más graves todavía si se cumplen sin que nada se diga. La palabra no alivia ni exime, la palabra no salva ni mejora; su ausencia, no obstante, es sentida como un grado más hondo de la deshumanización y el destrato. Incluso del que se muestra dispuesto a quitarle la vida a otro, a quitarle la vida nada menos, se espera que por lo menos no le retire la palabra; que esa última consideración por lo menos se la tenga, que esa chance no le quite la de ser avisado y la de poder contestar.

Decía Roland Barthes que el que declara su amor a la amada puede soportar eventualmente su respuesta negativa, pero no podría soportar en cambio que no le responda nada. Es decir que toleraría ser rechazado como sujeto amante, pero no como sujeto hablante. Salvando las distancias, porque de amor ya no se muere prácticamente nadie, parece haber un agravio aumentado cuando se asalta o cuando se tira “sin mediar palabra”; como si la anulación de ese hablante que es el otro anticipara o prefigurara, o incluso más: indujera la anulación del otro como tal.

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“Mediar palabra” vendría a ser por lo tanto una fórmula de salvación, y algo tiene, si uno se fija, de redundancia, porque lo propio de las palabras es precisamente mediar. Hay personas que trabajan de eso en la policía, de mediadores; y apenas consiguen hablar y que se les hable ya han logrado su objetivo, que es que medien las palabras, que haya palabras de por medio. Porque las palabras son las verdaderas mediadoras, y no ellos; ellos son apenas su soporte. Aunque serían en apariencia los que se valen del lenguaje, lo que en verdad sucede es que el lenguaje se vale de ellos. Los emplea para llegar al secuestrador, en la confianza de que se entregará apenas el lenguaje lo toque; los emplea para llegar al candidato a suicida, en la confianza de que apenas el lenguaje lo toque tendrá a bien desistir y seguir con vida.

La otra tarde, en Caballito, un sujeto del que no sabemos nada por ahora produjo un hecho significativo para la ecuación hoy en día dominante entre el delito y las palabras. Se presentó con aire cansino en la sucursal del Banco Itaú sita en la calle Rivadavia a la altura del 4700. Hizo la fila, esperó su turno. Y cuando ese turno llegó, le pasó a la cajera un papelito que decía: “Dame la plata o te mato”. Al cajero de la ventanilla contigua, que se interesó por la situación y echó un vistazo, le susurró una consigna semejante: que le entregase el dinero y no gritara. Ambos acataron sin trepidar y le extendieron una suma que, aunque modesta, en rigor no le correspondía y componía lo que se dice un botín. El ladrón se retiró sin apuro. El guardia de seguridad nada advirtió.

Hay quien dice que estaba armado; la policía sostiene que no. Yo prefiero pensar que no, y casi lo necesito: que no tenía ningún arma y por eso ningún arma mostró, que con su papelito y su frase seca se las arregló para asaltar el banco. Porque, de ser así, queda desmentida la presunta función de redención que se otorga a las palabras. El lenguaje puede a veces atemperar el delito, y hasta puede en ocasiones impedirlo. Pero puede de igual forma ser también artífice de un delito, puede ser lo que lo hace posible y hasta aquello que permite consumarlo. El asalto al Banco Itaú de Caballito no se produjo “sin mediar palabra”: se produjo por pura mediación de palabras.

Se recordará aquella vieja película de Woody Allen en la que un robo de esta especie fracasaba por una impensada razón: el ladrón pasaba su nota manuscrita al cajero y el cajero no reaccionaba porque no conseguía entenderle la letra. Una gran discusión general se armaba al respecto en pocos segundos y dejaba al frustrado ladrón un poco en segundo plano. Porque el lenguaje no asegura de por sí ninguna limitación a los conflictos, y en su afán de comunicación tiene a su vez sus propias limitaciones: el malentendido, la incomprensión, el puro equívoco. Y entonces es el mismo lenguaje el que se muestra capaz de suscitar conflictos, de alimentarlos y darles existencia.