COLUMNISTAS
UN TIEMPO NUEVO

Cómo perder las elecciones

En democracia gana las elecciones el que logra el respaldo de la mayoría. Deciden los electores, no los dirigentes. Por eso, quienes nos dedicamos a estudiar el tema, tenemos tanto interés en averiguar de qué hablan los electores, qué los mueve a tomar actitudes políticas, por qué votan por uno u otro candidato.

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| Pablo Temes

Algunos dicen que no saben ganar elecciones, pero sí cómo gobernar. Pero hay pocos presidentes civiles argentinos que terminaron su mandato, hasta que gobernaron tres peronistas:  Menem, Néstor y Cristina. Todos los gobiernos no peronistas cayeron arrastrados por brutales crisis económicas. El único presidente no peronista que terminó su período en cien años fue Macri.

La Argentina es el último país corporativista que queda en América, tiene una compleja red de privilegios y negocios, que hacen que buena parte de la población respalde un modelo como este. Aunque muchos no lo pueden entender, la historia se repite, se desarrollaron en el país habilidades para sobrevivir en la anomia. Cuando fui estudiante, viví el rodrigazo, un mazazo económico semejante al actual. Si cincuenta años más tarde la Argentina repite la experiencia, y lo ha hecho cíclicamente, no es fácil creer que esta vez los argentinos han entendido los peligros del populismo y van a querer convertirse en suecos.

La democracia, como la conocemos, empezó a consolidarse en América Latina a fines del siglo XX, cuando declinaba la Guerra Fría y se instalaba la revolución tecnológica. Está en crisis por la velocidad del cambio que se produce en la sociedad y en la mente de los seres humanos. Si no se reformula a fondo, va a colapsar.

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Hasta los años 80, los Estados Unidos y la Unión Soviética patrocinaron proyectos políticos totalitarios para consolidar sus intereses en la región. La izquierda combatía a la “democracia burguesa”, Cuba organizaba guerrillas que se enfrentaban en casi todos los países a dictaduras militares que tenían el apoyo de los Estados Unidos. Todos los políticos tenían que definirse por su afinidad con el comunismo o la democracia.

En general los parlamentos son manicomios, exhibiciones de ignorancia y superficialidad

Los jóvenes politizados asistíamos a seminarios sobre antiguos pensadores que, en el mejor de los casos, habían sido contemporáneos de la revolución soviética. No había mucho que hacer, viendo una televisión limitada, sin internet, con poca comunicación con otros, con poca música. La ignorancia era generalizada. Comparados con los actuales, teníamos pocos temas de conversación.

La sociedad era vertical. El padre, el maestro, el cura o el líder político lo sabían todo. Los demás escuchaban, hablaban sobre sus temas y obedecían. Los candidatos hablaban desde la altura de sus podios y de sus egos, y los analistas se interesaban en lo que ellos proponían, sin dar importancia a la vida cotidiana y los sueños de los votantes.

En general creían en la teoría del rational choice, derivada de la sociología comprensiva de Max Weber, basada en tipos ideales. Ese discurso sigue vigente entre políticos, periodistas y autores latinoamericanos, pero no tiene ninguna relación con la realidad. Sus defensores dicen que los electores escogen racionalmente por quién votar, estudiando propuestas y programas, para encontrar al que les conviene más, para su futuro y el del país. Suena bonito pero no existe. No hay sitio en el que más del 1% de los electores lea los programas de gobierno y eso tampoco influye en las elecciones, porque están decididos a votar de alguna manera.

Muchos políticos funcionan dentro del viejo paradigma, buscando fotos con dirigentes provinciales y cantonales que les den votos. Esto choca con una realidad: la mayoría de ellos tiene una imagen negativa que ahuyenta a los votantes. La gente suele decir que no les cree, que no confía en ellos. Cuando un aspirante consigue el apoyo de ese tipo de personajes, pierde más votos de los que consigue, las elecciones se ganan con los votos de la gente común.

Pasa lo mismo con el apoyo de partidos y organizaciones rechazadas por la población. Con la excepción de Lula, que coaligó a casi todos los partidos de su país y ganó la presidencia, todas las coaliciones de partidos históricos y sus candidatos han sido derrotados en estos años.

Harari, Alexa y Alberto

Se ha constatado que en la mayor parte de los casos la gente quiere votar por quien menos se parezca a los dirigentes tradicionales, sin importar sus propuestas.

Los electores están cansados del solipsismo de los políticos. En varios países hemos contabilizado cuántas veces el candidato se refiere a sí mismo, a su partido, a su “patria” o a cualquier otra abstracción, lo comparamos con las veces en que habla de la gente, y sus insomnios. La desproporción es enorme: lo que existe para muchos es yo soy el líder más importante del continente, el mesías perseguido.

Cuando analizamos el espacio que tiene la polémica y el insulto a los adversarios, vemos que en muchos discursos el mundo se reduce a sus intereses, complejos e inseguridades.

En general los parlamentos son manicomios. Estudiando el tema, he seguido las sesiones del Congreso peruano cuando trató alguna vacancia presidencial, las del Congreso argentino, la interpelación a Dilma Rousseff en Brasil. Son exhibiciones de ignorancia y superficialidad insólitas.

El discurso de la mayoría de los presidentes es lamentable, es más recurrente la mediocrecracia que la meritocracia. Muchos tratan de demostrar que sus adversarios son incapaces, corruptos, enemigos del pueblo. Gracias al trabajo conjunto, logran que ocho de cada diez latinoamericanos crean que todos deben desaparecer de la escena pública. Como dice Arturo Pérez-Reverte, sufrimos una epidemia de estupidez. La estupidez consiste en hacerse daño a sí mismo por tratar de atacar a otro.

Imposible gobernar

La política de abrazos intercalada con insultos termina provocando hastío y abre espacio para una demanda desordenada de novedad. Lo vivimos en 1996, cuando Abdalá Bucaram, el prototipo del antipolítico, le ganó las elecciones a Jaime Nebot en el Ecuador, en un tiempo en el que los outsiders obtuvieron muchos triunfos en el continente.  

Los electores se preguntan si los políticos solo se interesan por sus intereses y los defectos de sus adversarios, o tendrán algún espacio para los temas y los problemas de la gente.

Cuando se produce un enfrentamiento salvaje entre los miembros de un mismo grupo, el resultado es más grave. Pueden disputar una candidatura, pero deberían tener límites. Es imposible que los propios ministros de este gobierno hagan gala de tanto desprecio por el Presidente. Somos un país excepcional. En cualquier otro lado les habrían cancelado poniéndoles las cajas como sombrero.

La gente no se interesa en la política de los políticos. La operación clamor para que Cristina supere una proscripción inexistente y sea candidata no emociona demasiado, ni a los asistentes pagados. La hemos visto saludar emocionada a una calle vacía y en los actos la cara de aburrimiento de los concurrentes es notable.

Calos Pagni citaba en un artículo el concepto de utopías retrospectivas elaborado por Fernando Henrique Cardoso para describir la convocatoria de Cristina. Es objetivo que no motiva la convocatoria a volver a un pasado que no se recuerda como el paraíso. El discurso del kirchnerismo dejó de plantear una ilusión. Todos los estudios afirman que incluso en La Matanza, la imagen de Cristina está en crisis.

La insoportable levedad de la red

Con la condena pronunciada por la Justicia en esta semana, la vicepresidenta puede asumir una candidatura a la que teme porque se sabe débil, lanzar a un candidato nuevo como Wado de Pedro o convoca a una abstención, que le llevaría a una derrota abrumadora. Sería la más triste lápida a veinte años de un experimento que ha tratado de arrasar con la institucionalidad del país. Cuando sus publicistas lanzan el lema “Luche y vuelve” para que busque la reelección quien controla el país, no se comprende adónde piden que vuelva. Está en el poder desde hace cuatro años y si vuelve solo podría hacerlo a Santa Cruz.

No ha sido fácil armar una alternativa al cristinismo-peronista. El socialismo tuvo buenos dirigentes, con una presencia prolongada en la provincia de Santa Fe, pero no superó los límites locales. La interesante votación de Hermes Binner en 2011 no tuvo que ver con la difusión de las ideas de Aníbal Ponce, sino más bien con que el santafesino capitalizó el rechazo minoritario, pero importante, a la triunfante Cristina Kirchner.

El radicalismo, después de la crisis del año 2000, tuvo poca fortuna para armar una alternativa nacional. En 2003 tuvo como candidato a Leopoldo Moreau, que obtuvo el 2,34% de votos y pasó a ser un servidor el kirchnerismo. El año 2007 apoyó a Cristina. El año 2011 postuló a Ricardo Alfonsín, que obtuvo un 11% y se fue luego a iluminar Europa con su sapiencia como embajador de Cristina. La UCR ha tenido dirigentes importantes en Mendoza, en donde realizó un buen trabajo, y en otras provincias como Córdoba, en donde ha tenido dirigentes interesantes, pero no se convirtió en alternativa.  

El único proyecto de oposición que se consolidó en estas décadas fue el encabezado por Mauricio Macri. No nació de un día a otro ni fue un acuerdo de dirigentes, fue fruto de un trabajo de más de diez años, en el que colaboraron muchos dirigentes valiosos, con los que ganó las elecciones de la Ciudad de Buenos Aires por cuatro veces, triunfando en 2009 con Francisco de Narváez, y María Eugenia Vidal en la provincia de Buenos Aires, para llegar en 2015 a la presidencia.  

Todos estos temas se tratarán con detalle y documentos en el curso sobre “como ganar las elecciones” que dictaremos en PERFIL desde fines de este mes.

*Profesor de la GWU. Miembro del Club Político Argentino.