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Desconsolados

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La fase final de la campaña de Juntos por el Cambio se ha caracterizado por una curiosísima combinación de mensajes. Por un lado, escuchamos inflexiones alegres que nos invitan a vivir una experiencia de pura potencialidad. Para usar la nomenclatura oficial: sí se puede o lo damos vuelta. Pero, por otro canal y en boca de sendos voceros, se suceden exabruptos que dividen a la sociedad en dos grupos asimétricos tanto en número como en estatura moral: los libres y los cautivos, los que transan y los que no, los zapadores y los “dinamitables”, los que pagan la tarjeta y las que la revientan. Ciertamente, algunos podrán pensar que el propósito de tal efusión de conceptos consiste en consolidar el núcleo duro de votantes o en no desangrarse por derecha. Aunque razonable, la lectura omite una motivación más sencilla. A saber, que la retórica actual de la campaña es la expresión directa y prolongada del desconsuelo del Gobierno.

 Las primeras apariciones públicas del Presidente, con sus reproches y perplejidades, fueron prueba inequívoca de una respuesta visceral al desamor de la ciudadanía. Y, si bien hubo intentos de reformular esa lógica comunicacional inicial, el desconsuelo ha continuado ordenando el discurso y animando las distintas justificaciones del resultado de agosto. Al parecer, es la propia Argentina, que lleva en sí rémoras demasiado arraigadas, con sus ventajitas y atajos zurcidos íntimamente en su interior, la culpable de su desdicha. Es a la Argentina, país oneroso, ebrio de inflación, a quien debemos atribuir sus traspiés. Con mayor precisión, es esa sociedad, cautiva hace setenta años de un pecado de origen que no se esfuerza por expiar, la que convocó sus desgracias. Porque, como decía el General, peronistas somos todos. Argentina: país inviable.

Olvidan desde el Gobierno, empero, que fue ese mismo país el que habilitó la formación de un partido político moderno, que medró en su contra, pero también a su luz. Esa Argentina discutidora, que se regodea con las arengas contestatarias y que no termina de resignarse a sus taras, creyó conveniente un “cambio cultural”. Argentina: país generoso.

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Ahora bien, ¿qué tiene de notorio ese desconsuelo? Después de todo, poco pueden hacer los recursos comunicacionales en una elección que se anticipa definida. El punto es que acaba siendo contrario a sus presuntos objetivos: lejos de evidenciar una solidez apetecible al votante fiel, sus desmesuras dejan traslucir indisciplina y falta de control. O, más simple, vacío de autoridad, pues la actitud dominante en el desconsolado es la total desaprensión. Ciertos sectores del partido gobernante actúan como el sultán Boabdil que, tras perder Granada a manos de los Reyes Católicos apenas comenzado el año 1492, se despidió de su reino con un suspiro y nunca más volvió la mirada hacia atrás. De la proclama de San Martín, los desconsolados recortaron el “seamos libres” y conservaron solo un maltrecho “ya no importa más nada”.

Nuestro sistema democrático, no obstante, es permisivo con los que dentro de sus fronteras tienen la insolencia de volver al ruedo y con los que no les temen a las amarguras naturales de la política. Algo de eso sabía Juan del Encina, el poeta de la corte española a quien le había sido encomendada la celebración de la recuperación de Granada. Para ponerlo en términos actuales, el encargado del “relato” de la monarquía española. En uno de sus romances dirigido al moro rendido, titulado casualmente “¿Qué es de ti, desconsolado?”, incluyó un verso muy sutil: “perdiote el rey don Rodrigo, por su dicha desdichada/ ganote el rey don Fernando, con ventura prosperada”. Advertía así a los vencedores que, antes de ganarla, esa tierra había sido perdida. El desconsuelo, en resumen, no es buen consejero, porque las derrotas nunca son definitivas y nuestra democracia esconde una “burla burlada”: quienes cantaban “no vuelven más” pronto empezarán a entonar alguna versión retocada del “vamos a volver”.

*Doctor en Filosofía por la UBA.