COLUMNISTAS
Sin perdón

Desorden en Morondanga

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Dicho. “Poné orden”, le ordenó. Él es un empleado de ella. Así, no llega a ser empleado del mes. | cedoc

Poné orden”, le ordenó. Con ese dictamen confirmó lo que se sabe desde el comienzo, desde que lo eligió (otra elección desgraciada, típica de su estilo, cosa habitual en los liderazgos autoritarios y tóxicos, que no admiten ni paridad ni delegación, solamente obediencia y obsecuencia). Él es apenas un empleado de ella. Y, a la vista de su gestión, jamás podrá aspirar a ser el empleado del mes. “Poné orden”. El mandato llegó tarde, cuando el desorden ya era metástasis. En lo moral, en lo económico, en lo político. No ha llegado aún a lo social porque la depresión, la impotencia y la desesperanza se han extendido en la ciudadanía actuando como un psicotrópico que la mantiene adormecida. Pero en las conversaciones que se escuchan en los ámbitos donde las personas se encuentran o se cruzan (comercios, pequeñas reuniones, medios de transporte, sesiones de trabajo, comidas familiares) se percibe un runrún subterráneo, quizás todavía lejano pero insistente, como el que suelen detectar los animales cuando se apronta un tsunami, un terremoto o la erupción de un volcán. Otros países de la región ya sufrieron esos fenómenos. Y siempre los gobernantes y la casta política fueron los últimos en enterarse.

La primera señal de desorden tuvo lugar poco más de dos años atrás, cuando quien se postulaba a la vicepresidencia anunció a su elegido como candidato a presidente. El carro adelante del caballo. Invertir el orden de los factores en este tema es algo que solo ocurre en las repúblicas de Morondanga, como califica la mandante del empleado al país en el que vive y ejerce, y en el que tanto hizo y hace para que sea una república de ese tipo. Claro está que quien gobierna en una república de Morondanga solo puede mostrar una gestión acorde. En Morondanga se le prohíbe a la sociedad lo que se disfruta en los palacios del poder, se exige servilismo de la Justicia y se lo consigue a fuerza de prebendas y amenazas, se usa la mentira como única verdad, se exige pensamiento único, se establecen complicidades con otras y otros gobiernos de Morondanga (priorizando a los dictatoriales), se usan los resortes y recursos del poder para beneficio de los propios, los familiares, los y las amantes y los cómplices. Más aún en situaciones extremas, como una pandemia. En su estremecedora novela La fiesta del Chivo, una de sus obras más inspiradas, Mario Vargas Llosa (que cuando omite arengas políticas es un escritor genial) plasmó esos mecanismos de un modo en que, leído ahora y aquí, el relato provoca algunas analogías inquietantes.

Según muestran los acontecimientos, en Morondanga no se pide perdón. Y, llegado el caso de verse descubierto con las manos en la masa, se puede usar a la propia mujer (tras llamarla “querida”) como escudo humano. Algo característico del machismo de Morondanga y apenas menos violento que “cagarla a palos”, como estilan y aconsejan otros morondangos afines al poder. Y si aún eso no acallara la indignación y las voces de quienes sufrieron y sufren pérdidas afectivas, económicas y existenciales mientras en los salones del poder se brinda, se come y se baila, hay que mostrarse ofendido y llamarlos “miserables”. De todas maneras, y aunque la palabra “perdón” brotara inesperadamente en los labios del que fue conminado a ordenar lo que desordenó, es oportuno recordar que, como advierte la filósofa alemana Hannah Arendt (1906-1975) en La condición humana, el perdón se pide, pero no necesaria ni obligatoriamente se otorga. Las relaciones humanas serían imposibles sin la existencia del perdón, dice Arendt, porque todo quedaría congelado en la consecuencia de un acto. Pero aclara que no se perdona lo que no se puede castigar, y no se puede castigar lo imperdonable. No hay acto, por mínimo que sea, carente de consecuencias. Algo que ignoran tanto el empleado como la mandante, los cortesanos y los obsecuentes. Y son los ofendidos, los humillados, los lastimados quienes saben qué es imperdonable y qué no lo es. Su veredicto está en las decenas de miles de piedras que se acumularon, llevando nombres inscriptos, en la puerta del palacio de la infamia.

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*Escritor y periodista.

Producción: Silvina Márquez.