En toda democracia moderna, el gobierno es ejercido por representantes del pueblo, lo que fortalece la “sensación ciudadana”, que relaciona sus problemas socioeconómicos con el desempeño de esos representantes. En nuestro país, el descontento ciudadano con la clase política se alimenta de un fracaso económico y social que nos ha convertido en el único país del mundo en donde crece la proporción de pobres (hay países con mayor pobreza, pero en todos decrece), y en ser uno de los que presentan un mayor nivel de inflación.
En cuanto a nuestros representantes, definidos por nuestra Constitución como “las autoridades de la Nación”, se ubican en los poderes Legislativo y Ejecutivo (que nombran a los integrantes del Poder Judicial), por lo que los éxitos y los fracasos de nuestra democracia deben relacionarse con su desempeño. Y dadas las relevantes funciones asignadas por la misma Constitución al Poder Legislativo, es a este al que le cabría la mayor responsabilidad por nuestros fracasos. Pese a ello, tanto ciudadanos como analistas centran sus críticas en el Poder Ejecutivo, omitiendo recordar las responsabilidades del Congreso.
El descontento con la clase política se alimenta de un fracaso económico y social
La mayor responsabilidad de este surge tanto de la ubicación que ocupa en la enumeración que hace nuestra Constitución nacional de las “autoridades de la Nación” como de sus “atribuciones”, detalladas en el artículo 75 a lo largo de sus 32 incisos. Basta mencionar algunos de esos incisos, relacionados con las actividades del Congreso en lo económico y social, para dimensionar la relevancia de sus facultades (y de su responsabilidad): el inciso 2, sobre instituir regímenes de coparticipación entre Nación y provincias (el que a casi 30 años del mandato constitucional aún no fue sancionado por el Congreso); el 18, “proveer lo conducente a la prosperidad del país, al adelanto y bienestar de todas las provincias…, promoviendo la industria…, la introducción y el establecimiento de nuevas industrias, la importación de capitales extranjeros…; y el 19, “proveer al crecimiento armónico de la Nación y al poblamiento de su territorio…, equilibrar el desigual desarrollo relativo de provincias y regiones”. En cuanto al Ejecutivo, el artículo 99 le fija atribuciones como “responsable político de la administración general del país” y las “necesarias para la ejecución de las leyes de la Nación”, además del nombramiento de autoridades judiciales con acuerdo del Senado y otras protocolares, como iniciar las sesiones del Congreso.
Argentina, una democracia privatizada
Si las responsabilidades que la Constitución asigna al Congreso son mayores que las asignadas al Ejecutivo, ¿por qué los fracasos en lo económico y lo social se atribuyen al mal desempeño de este último y no al del Congreso? La respuesta debe buscarse en la forma en que las fuerzas políticas organizan su oferta de candidatos para representantes tanto en el Legislativo como en el Ejecutivo, en cada inicio de gestión. Lo presentan como un equipo con “unidad de acción”, en la que el candidato al Ejecutivo es claramente el “líder”. Esto lleva a un “presidencialismo” poco compatible con el principio de división de poderes, propio de una democracia republicana. Vicio que se traduce en lo que se ha dado en llamar “la conversión del Congreso en una mera escribanía” que legaliza los actos del Presidente.
Esa pérdida de autonomía del Congreso representa una “ausencia” de este como autoridad de la Nación, que no se sustituye con la práctica de muchos legisladores concediendo entrevistas o publicando interesantes notas en los medios de comunicación. Ausencia que no se observa en los presupuestos de gastos de la Nación (el de 2021 le asignaba 40.273 millones de pesos), con los que se pagan las remuneraciones a los legisladores, sus jubilaciones de privilegio, pasajes y viáticos, un buen número de asesores, una biblioteca con miles de empleados y hasta una oficina de automotores. Todo para un desempeño que en muchos casos se reduce al dictado de dos o tres leyes en el año.
*Sociólogo.