¿Puede la democracia ser cualquier cosa? Con esta pregunta inicia Sartori su “Teoría de la democracia”. Una pregunta que desde una preocupación diferente parece un buen disparador para reflexionar sobre nuestra democracia.
Repasando los elementos y características principales de este proceso político, encontramos: ciudadanos interesados en gobernar la sociedad de la que hacen parte se organizan formando partidos políticos o “movimientos”; y de los principios éticos que primen en esas agrupaciones, así como del uso institucional que las mismas hagan de las atribuciones y recursos que el Estado pone en sus manos, dependerá la calidad institucional de la democracia. Un aspecto diferente, relacionado ahora con los resultados que produce esa democracia, dependerá tanto de la capacidad de los gobernantes para comprender (e incorporar a su gestión) las aspiraciones y necesidades de los ciudadanos, como del desempeño de los mismos en cuanto a tomar las medidas necesarias para satisfacerlas. Dimensión esta última que además de su valor en sí misma influirá en el apoyo que el sistema democrático reciba de los ciudadanos.
Una lectura rápida de lo ocurrido a partir de la recuperación de nuestra democracia permite concluir que, en general y con algunas diferencias entre ellas, las fuerzas políticas que condujeron el Estado hasta 2001 lo hicieron cumpliendo con las exigencias institucionales, pero fallando en lo que hace a su eficiencia y eficacia para resolver los problemas socioeconómicos de las mayorías. Las cosas comienzan a cambiar en lo institucional a partir de la crisis de ese año, cuando el movimiento peronista implosiona por disputas internas (Duhalde versus Menem) y al ir dividido a las elecciones permiten el acceso al Poder de Néstor Kirchner. Líder que organiza su propia fuerza política y que introduce la idea de que para hacer política se necesita mucho dinero.
Milei interpela al escenario político
“Platita” que se va a obtener de actividades no licitas en el manejo de los recursos públicos, con lo que se inicia un largo camino de apropiaciones de fondos públicos por parte de esa fuerza política, para convertir el uso del Poder en una “empresa” con fines de lucro, convirtiendo a la democracia en un proceso al servicio de enriquecimientos privados.
Que una fuerza política pueda desempeñarse como “empresa” no contradice la definición que de ésta da la Real Academia: “Acción o tarea que entraña dificultad y cuya ejecución requiere decisión y esfuerzo”. También satisface la condición que otras definiciones agregan a la idea de empresa: el “afán de lucro”. Que una fuerza política se comporte en los hechos como una empresa privada influye también en el tipo de liderazgo que la conduce, diferenciándola del que es propio de los partidos políticos tradicionales. En estos últimos los liderazgos se imponen por las ideas, trayectorias, ética demostrada, así como capacidad de conducción y convocatoria; mientras que en los partidos devenidos en una suerte de empresa privada el liderazgo se alcanza por el número de acciones que el “manda más” aporta a la “empresa”; en este caso, el número de votos que se supone se consiguen por la figura de ese líder. Con todo lo cual se arriba al curioso resultado de una privatización hecha por una fuerza que pregona el estatismo.
Esta mercantilización de la política que tiene en el kirchnerismo su más clara expresión, no se visualiza en las otras fuerzas. Sin embargo, hay comportamientos arraigados en ellas que debieran erradicarse, ya que si bien no nos llevan, por el momento, a una democracia privatizada, alimentan las condiciones para que ello suceda. Nos referimos a la práctica de autoasignarse haberes y jubilaciones de privilegios; así como el uso del Estado para atender con fondos públicos pedidos de correligionarios, parientes o amigos, sea creando empleos públicos innecesarios, acceso a beneficios pagos por el Estado u otros tipos de “atenciones especiales”.
*Sociólogo.