COLUMNISTAS
Defensor de los Lectores

El periodista que insulta ayuda a degradar más un medio enfermo

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Virulencia. Es cada vez más frecuente el uso de insultos para comunicar desde pantallas y micrófonos. | cedoc

Uno de mis maestros en el periodismo fue Jacobo Timerman, probablemente uno de los dos grandes editores con quienes compartí y disfruté redacciones. Trabajé con Timerman en los 80, cuando editó el diario La Razón en un inútil intento por salvarlo de la debacle. De hecho, logró recuperar en él buena parte de la impronta periodística que había aplicado en La Opinión de los comienzos.

Larga introducción, por cierto, que me permite contar a los lectores de PERFIL una anécdota que me introduce en una de las grandes muestras de degradación que soportamos quienes vemos periodismo televisivo o algo parecido a eso de manera continua y casi unánime: el insulto, la expresión soez, la palabra de desprecio, expuestos de manera casi impune en programas de actualidad y en distintos medios. Una mañana, probablemente influido por mis propias convicciones, usé un término grueso para calificar a un funcionario de la época (eran los últimos años del gobierno de Raúl Alfonsín). Timerman me llamó con mi nota en mano y me dijo: “Una de las obligaciones del buen periodista es emplear bien y limpiamente las palabras porque el lector merece ser bien tratado. En el idioma, rico idioma, castellano, hay diez mil formas diferentes de decir ‘hijo de puta’ sin decirlo. Aprendelas”.

Trasladado eso a las pantallas y los micrófonos (herramientas con las cuales no hay revisión posible, como en la gráfica), esa ausencia de reflexión se potencia por la inmediatez del mensaje. Yo no me acostumbro a la vulgarización de nuestro contacto con el público, como ya lo expuse en una columna de 2021. Hay  personajes de la tele y la radio a los que parece resultarles fácil el exabrupto extremo, el insulto y la llamada “mala palabra”. Eso está mal. Hay que decirlo sin dudar aunque pueda resultar un gancho para atrapar audiencias.

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No soy un fundamentalista. Defiendo la cita textual de algún entrevistado para el que la palabra subida de tono resulta un recurso legítimo de comunicación. O sea: si fulano dice que mengano es un hijo de puta, yo lo escribiré, encomillándolo, sin censurar ni aplicarle iniciales a su dicho. Pero no repetiré ese insulto si se trata de un medio electrónico. 

En 2016, ante una pregunta en el consultorio ético de la Fundación Gabo, se respondía: “En los manuales de estilo se proscriben las expresiones malsonantes y las groserías, que para la generalidad de los lectores resultan ofensivas. Además, periódicos, revistas o noticieros se convierten en piezas pedagógicas para la enseñanza del idioma y de su uso apropiado. Las llamadas malas palabras, groserías o expresiones malsonantes han sido excluidas del uso común por su carácter ofensivo o de mal gusto. En los manuales de estilo se prevén mecanismos de defensa contra el uso de estas palabras: solo se las acepta en casos muy excepcionales, su publicación debe ser autorizada por los directores, o han de ser parafraseadas cuando son indispensables para la comprensión de una situación, o si la posición del protagonista convierte la expresión en un hecho excepcional. Para incluir las malas palabras en una cita textual debe proceder de una persona relevante, deben haber sido dichas en público y deben tener justificación en su contexto”.

“Decir palabrotas es, casi siempre, una reacción emocional a algo –escribió la lingüista alemana Katrin Sperling, actualmente en Canadá y colaboradora de la revista especializada Babbel–. Cuando estamos frustrados, sorprendidos o enfadados, maldecir responde a una necesidad de liberar sentimientos (…). Decir palabrotas es, casi siempre, una reacción emocional a algo”.