Kodak fue una empresa enorme, formada con la fortuna que produjo la fotografía durante el siglo pasado. Paradójicamente se declaró en quiebra en 2012, cuando en cada mes se tomaban más fotos que las que vendió la compañía en toda su existencia. En la antigüedad, hace treinta años, casi todos teníamos una Kodak con la que tomábamos fotos para armar álbumes de recuerdos. Eran estáticas, congelaban los momentos trascendentes para recordarlos siempre.
Los directores de Kodak no pudieron comprender la época de las imágenes, en la que las fotos son más importantes que antes, pero están integradas a una vida vertiginosa, con valores efímeros, en la que lo eterno carece de importancia. Todos los días la gente toma millones de fotos para comunicarse, compartirlas con sus conocidos, jugar. Sirven para disfrutar del presente, no para recordar el pasado. Todos los años mueren decenas de personas por tratar de tomarse una selfie en lugares peligrosos. La foto es dinámica, tiene vida, provoca, moviliza, conmueve, y desaparece. La gente no quiere una foto que solemnice su álbum, sino una que conmueva a su entorno, que se reenvíe, que cause sorpresa y después desaparezca.
Para hacer política actualmente, los líderes necesitan comprender que las fotos serias, en las que aparecen saludándose entre sí, destinadas a un álbum que ya no existe, no dicen nada a nadie. Solamente comunican exclusión: “Aquí estamos los importantes, para que nos aplaudan los anónimos como vos”. Necesitan producir imágenes en las que aparecen inmersos en la vida, que los comuniquen con el futuro, que tengan movimiento, que los integren a una realidad más rica.
En todas las facetas de la vida, el choque entre lo que algunos autores llaman el “new power” y la vieja sociedad ha puesto en crisis no solo a las cadenas de hoteles frente a Airbnb, a los taxis frente a Uber, a la sexualidad binaria, a la autoridad vertical en la familia, en la escuela y en todas las esferas de la vida, sino que afectó a la democracia representativa.
Los seres humanos, hijos de la tercera revolución industrial, no se parecen a los de hace veinte años. Hay una montaña de libros, papers académicos y estudios que coinciden en el diagnóstico de lo que ocurre, pero muchos políticos de la región siguen contratando a escritores fantasmas que les escriban discursos en máquinas de escribir. Después de pronunciarlos, se sorprenden de que personajes como Boric, Castillo, Trump y Bolsonaro tengan éxito en las elecciones. O de que sea tan difícil gobernar cuando las utopías del metro cuadrado han reemplazado a las concepciones globales que daban sentido a la vieja política.
Hablemos del tema en dos aspectos: el electoral y el de gobierno. En cuanto a los procesos electorales, es claro que la teoría del rational choice no funciona. En ningún sitio los electores escogen por quién votar comparando programas de gobierno. Votan por personas, no por programas. Tampoco hay ninguna garantía de que no protesten cuando un candidato cumple con ofertas de campaña que afectan a su vida cotidiana. Veamos lo que pasa en Francia con la reforma previsional de Macron: estaba anunciada, pero el país se incendia cuando la aplica. Napolitan decía que el punto más sensible del cuerpo del elector es el bolsillo y eso sigue vigente. Los electores no estudian conceptos, deciden su voto por emociones, identidades, sobrentendidos.
Los mamíferos de los que descendemos no desarrollaron su cerebro para buscar la verdad, sino para comer a otros y evitar ser comidos. Cuando nuestros ancestros percibían en el follaje ciertos movimientos, sabían que se aproximaba un depredador y corrían. No se detenían a dibujar un mapa o a diseñar un plan que analice las mejores opciones para ponerse a salvo. Simplemente salían disparados.
No importa mucho lo que dice el dirigente, sino lo que entiende la mayoría de la gente, que solo tiene que ver con el contenido del discurso un 20%, mientras que el 80% depende de la forma en que se presenta, cómo lo dice, en qué escenario, y de su lenguaje corporal. No digo cómo me gustaría que sea el mundo, sino lo que dicen todos los estudios científicos sobre el tema. Me encantaría que la gente actúe guiada por la lógica, pero eso no ocurre ni siquiera con algunos analistas con formación académica, de todas las tendencias, que usan conceptos para defender creencias.
Es por eso que los candidatos modernos necesitan una estrategia de comunicación. Si la mayoría ve a uno de ellos como vocero de los ricos, perderá las elecciones. Si anuncia que, cuando elijan, instaurará un tiempo en el que todos tendremos que sufrir para que el país se ordene, la gente común va a suponer que, seguramente, lo que propone será muy duro para la mayoría de ellos, pero no para el candidato, sus parientes y sus amigos del club.
Gobernar en la Argentina anómica
Por eso, la comunicación de un candidato que no viene del espacio de los representantes de los pobres necesita una dosis de lo que llaman buenismo, de identificación con los sentimientos de la mayoría. Es difícil que gane las elecciones un candidato que en el imaginario de la gente representa a los que tienen dinero y dice que tiene un plan para arreglar el país para conseguir sus metas. Por lo general, justa o injustamente, la mayoría no cree que un personaje así esté obsesionado por acabar con la pobreza y lograr la justicia social.
Una campaña, para ser exitosa, necesita comunicar que busca el bienestar de todos y no solo de un grupo. Que sus candidatos, sean o no ricos, sienten los problemas de la mayoría, comparten sus desvelos y sus sueños.
Las campañas electorales de la antigüedad eran más sencillas. Había grandes grupos que disputaban el poder en nombre de alguna tesis. En la región chocaron inicialmente liberales y clericales, los que defendían la revolución laica y los que pedían que gobierne Cristo Rey. En el siglo XX, la política se polarizó entre izquierda y derecha, muchos electores optaron por la revolución o la defensa de la democracia “burguesa”.
Cuando acabó la Guerra Fría e internet alteró la forma en que nos relacionamos con los otros seres humanos y con los objetos, cundió el caos. La gente es más autónoma, no obedece consignas ni a liderazgos estables.
Han aparecido muchos grupos que expresan utopías parciales, intensas y efímeras. Unos quieren luchar en contra del calentamiento global, otros por los derechos de los animales, por el agua, por la diversidad sexual, por los derechos de las mujeres. La mayoría simplemente quiere vivir mejor. Bastantes están más interesados por el desarrollo de la inteligencia artificial que por la invasión a Ucrania. Lo que no hay son grupos que quieran sufrir, sacrificarse, ahorrar para que el futuro sea mejor. El mensaje de la campaña debe ser más general, dar espacio a esas utopías y comunicar esperanza.
En cuanto al gobierno, las cosas se han complicado demasiado en una sociedad lúdica en la que priman los sentimientos, la lógica no rige las decisiones políticas y las ideas son efímeras. Cuando se elige a un presidente, se supone que la mayoría ha apoyado su programa de gobierno y sus puntos de vista, pero esto es relativo. En Occidente, muchos están cansados de lo establecido y buscan un cambio. No hay una dirección, pero los que expresan el cambio tienen éxito.
En las elecciones que hemos estudiado en estos años en la región, todos los candidatos y líderes políticos tenían más imagen negativa que positiva. Nos referimos concretamente a las elecciones chilenas, peruanas, ecuatorianas, colombianas, norteamericanas, brasileñas y argentinas. No hemos encontrado líderes ampliamente populares.
La mayoría de los electores no votó por un candidato y sus tesis, sino que expresó con su voto el rechazo a los demás. Ha ganado quien parecía distinto de lo establecido en su acepción más amplia, el que menos se parecía a los “políticos de siempre”. Si ese fue el motivo del triunfo, es claro creer que la gente no votó por sus tesis.
Pedro Castillo ganó en Perú. Cuando trató de poner en práctica sus ideas, produjo un shock: a las pocas horas de clausurar el congreso, la justicia y derogar la constitución, terminó preso en una comisaría. Gabriel Boric triunfó en Chile, cree que debe escribir una constitución que le interesa mucho a él y no a la gente. En cualquier momento puede producirse una revuelta parecida a la de 2019 de la que surgió su popularidad.
En todos los países hay momentos en que el gobierno necesita tomar medidas impopulares. Los Estados no tienen una cantidad ilimitada de recursos, mientras las demandas de la gente sí son ilimitadas. Incluso el gobierno más preocupado por la justicia social, si es responsable, necesita mantener la economía en orden, lo que supone normalmente limitar las demandas de parte de la población.
¿Cómo gobernar en una sociedad en la que la gente se opone a cualquier medida que parece fastidiar su bienestar cotidiano inmediato? ¿Hay recursos para entregar siempre todo que pide?
En países con democracias estables como Israel o Francia hemos visto cómo los gobiernos tambalean o dan marcha atrás. En países más inestables, cualquier medida de este tipo pone en riesgo la solidez de los gobiernos.
No hablamos solo de gobiernos como los de Mahuad en Ecuador y Sánchez de Losada en Bolivia, que fueron derrocados por intentar imponer un programa de ajuste patrocinado por el FMl y terminaron prófugos por décadas. Mencionamos también a Dilma Rousseff, que fue destituida en Brasil por imponer un programa de ese tipo, cuando había ofrecido en la campaña que no lo haría. De todas formas, no habría podido imponer y mantener la gratuidad total del transporte público, como lo pedían las movilizaciones que estudia Daniel Santini Passe Livre en As possibilidades da tarifa zero contra a distopia da uberizacao.
¿Después de un caos como el que vive Argentina es posible ordenar la economía sin que todo vuele por los aires? La única alternativa es conseguir una mayoría que dé un golpe la primera semana y aguantar el huracán? Lo analizamos en la siguiente nota.
* Profesor de la GWU. Miembro del Club Político Argentino.