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En busca del tiempo perdido

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Román. El último 10, el último que detenía los relojes. | cedoc

Si tuviera que elegir mi frase favorita en la historia del cine, optaría por la que Ingrid Bergman le dice a Humphrey Bogart en Casablanca: “El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos”. Pues podríamos traducirla a nuestros días, aquí y ahora: Argentina se autodestruye y nosotros escribimos sobre fútbol. Así son las cosas y hasta diría que está bien que así sean. El escritor Rodolfo Fogwill decía que escribía “para no ser escrito”. Pues, nuestro trabajo hoy consiste en no ser hablado por el fascismo. No es fácil, pero lo intentamos. Rápido o lentamente. Porque de eso quería conversar hoy, de la velocidad o la lentitud en el fútbol. O, dicho de otra manera, de los tiempos y los espacios.

Es casi un lugar común escuchar que, por la velocidad a la que se juega, es decir, la velocidad a la que corren los jugadores, no hay espacios para jugar. Es esa una verdad absoluta. El otro día vi, por segunda vez, la final entre Brasil e Italia en el Mundial 70. Para muchos, ese Brasil fue el mejor equipo de la historia. Y tal vez lo haya sido. Pero si uno ve el cuarto gol, el mejor del partido, el de Carlos Alberto, impresiona el tiempo que tiene Pelé para levantar la cabeza, hacer la pausa y meter el pase de gol. Hoy, a esa velocidad, o el cinco retrocediendo o los centrales saliendo, ya le hubieran mordido los tobillos.

Con esto no estoy minimizando a Pelé o a cualquiera de los grandísimos cracks anteriores al fútbol moderno (que comienza en el 86). Pero sí digo que no sabemos si serían tan cracks a la velocidad y con la falta de espacios del fútbol actual. Doblar una curva cerrada a 60 por hora no es lo mismo que hacerlo, con idéntica precisión, a 160. Dicho en otros términos: creo que Messi o cualquiera de los grandes jugadores de ahora lo hubieran sido en las épocas pasadas. A la inversa, no estoy seguro de que todos los de antes hubieran podido ser tan grandes hoy. Seguramente algunos sí, y otros no.

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Entre tanto, impresiona la velocidad a la que se juega hoy. Que Messi sea capaz, a esa velocidad, de pasar un rival tras otro como árboles es un fenómeno casi inexplicable. Pero Messi hay uno solo, y grandes jugadores hay pocos. Los demás, producto de la velocidad y la consecuente falta de espacios, se dedican a ir y venir, topándose como autitos chocadores con otros jugadores (en general rivales, pero de vez en cuando hasta de su mismo equipo) que van y vienen en la dirección contraria. Eso genera que, por momentos, el fútbol se haya vuelto un juego que se dedica casi a ninguna otra cosa que a buscar el pase milimétrico entre líneas, porque de lo contrario no hay espacios para llegar al vacío.

Entonces me ocurre lo siguiente: me encantan los partidos cuando quedan diez contra diez. Aparecen allí los espacios. Es cierto que una expulsión de cada lado no siempre es simétrica: no es lo mismo que, de un lado, expulsen al capo del equipo y del otro a un cuatro de copas. Pero no importa: diez contra diez hay espacio y tiempo para levantar la cabeza, hacer la pausa, meter un pase al vacío y jugar al fútbol, no practicar atletismo con pelota.