Primero cayeron las noches: las veintiuna, las veintidós, las veintitrés, esas franjas horarias intocables. Después los atardeceres, ese tramo de final del día en el que cada cual ponía en práctica sus rituales de desconexión y olvido (un whisky en el sillón, un disco en los auriculares, la lámpara de leer y el libro, la televisión en piloto automático o ese far niente que casi siempre es dulce). Después cayeron los días: el sábado inglés, más tarde el sábado entero, por fin los sagrados domingos. Ahora queda por proteger un mes, este mes, enero, o el fragmento de mes que toque, o febrero, si toca febrero; proteger, en fin, como se pueda, el tiempo de las vacaciones.
La separación entre tiempo de trabajo y tiempo de ocio se diluye cada vez más, porque el trabajo (asumiendo diferentes formas) se expande y tiende a conquistarlo todo. Sabemos (lo sabemos por Marx) que en un mundo de explotación laboral, el tiempo de descanso es funcional a esa misma explotación; y sabemos (lo sabemos por Adorno) de qué forma la industria del entretenimiento prolongó sus mecanismos en un plano cultural e ideológico, en las horas de esparcimiento. Pero ahora parece haber entrado en crisis hasta esa lábil escisión temporal, la del trabajo y la del ocio. La frontera tambalea. Tambalea o ya cayó.
Ya casi no hay tiempo o escena que estén de veras protegidos de la intromisión de los asuntos de trabajo. Una consulta puntual, una propuesta sugerida, un cronograma que se anticipa, un recordatorio por las dudas, una mención, una alusión, una referencia eventualmente difusa o un reclamo perentorio: lo mismo da. Puede tratarse de algún asunto urgente, acuciante, impostergable, o bien de un requerimiento a responder “cuando puedas”. No importa: el daño ya está hecho (y hasta podría resultar más tolerable lo primero, ya que no podía esperar). Porque lo que nuestro descanso en verdad precisa es el olvido total de que nuestro trabajo existe, un refugio de amnesia absoluta que permita que ni pensemos, por un tiempo, en el asunto al que nos dedicamos, en el aspecto del lugar donde lo hacemos, en los nombres y las caras y hasta la existencia misma de nuestros compañeros, aun si los queremos.
Hoy ofrecemos demasiados flancos (Twitter, Facebook, Instagram, WhatsApp) por donde las demandas pueden filtrarse y llegarnos. Podemos no responder, es cierto; pero es difícil que no nos enteremos de que esa demanda llegó. Y la paz que queremos procurarnos bajo el formato tradicional de las vacaciones requiere no solamente que no respondamos, sino además que no nos enteremos, que no sepamos, que no recordemos que ese trabajo que ahora no estamos haciendo y ese mundo (oficina, colegio, redacción, facultad, negocio, consultorio, etc.) del que nos hemos apartado, siguen existiendo por su cuenta y tarde o temprano tendremos que volver a ellos. Con los viejos teléfonos (que algunos perciben, no sé por qué, como más invasivos) las cosas se resolvían mejor: una llamada que no se atendía, o que daba una y otra vez ocupado, dejaba la demanda pendiente del lado del que la dirigía; ahora la descargan sin más en nuestro correo o en nuestra página o en una grabación monológica y, contestemos o no contestemos, nos hagamos o no nos hagamos cargo, esa demanda ha quedado de hecho de nuestro lado: pendiente, pero para nosotros. Incluso el recurso de la respuesta automática (“out of office”, etc.) puede ser insuficiente. Nada garantiza que, entre los comentarios esperables para una foto de un atardecer comiendo choclo en la playa, o para un posteo personal sobre las fatigas impensadas de un trekking que se anunciaba como soft, irrumpan como si nada impensados mensajes de trabajo (“perdón que te joda, pero”, “ya sé que estás de viaje, pero”, “estamos en enero, pero”, y otras formas del incordio con sus correspondientes “pero”).
Ya cayeron, desde hace mucho, las noches, las madrugadas, el tiempo de estar tranquilos en casa, los sábados, los domingos. ¿Terminará cayendo enero también? Recuerdo ahora ese breve texto escrito por Paul Laffargue: El derecho a la pereza. Cuando lo leí por primera vez, en la edición de Galerna, no reparé en su traductor: un tal “W. Noriega”. Fue Patricio Rago el que hace poco me hizo notar que el traductor no era otro que Juan José Saer, y eso solo hizo que el libro me resultara más valioso todavía.