Ante una película que le disgusta, ante un error cometido por el relator del FPT, ante una decoración urbana que le resulta fútil, el Contribuyente Argentino al instante exclama: “¡Yo pago esto con mis impuestos!”. Su conciencia tributaria es automática. Los aportes impositivos lo hacen sentir el directo y efectivo productor de lo que sea, como si él mismo en persona depositara el dinero contante y sonante en las propias manos del que filmó con el respaldo del Incaa, del que dijo córner cuando era lateral, del que dispuso un arreglo floral un tanto mustio en un boulevard que no lo merecía. Advierte siempre, no puede dejar de advertir, que tratándose de fondos públicos no hay otra cosa que su propia plata, la de su propio bolsillo, la que como contribuyente obló.
No se entiende, en consecuencia, la forma dócil en que parece haberse aceptado la idea de que los subsidios no eran otra cosa que un regalo, una fiesta que gozamos pero ahora se terminó. Que si se pagaba más barato el gas, o se pagaba más barata la luz, o se pagaba más barato el viaje en subte, era porque estaban subsidiados: nos los estaban obsequiando. Y que era injusto que el ricachón del Barrio Paquete y el laburante del Barrio Humilde pagaran los mismos treinta pesos por esto o por aquello. ¿Cómo fue que este planteo prendió? ¿Cómo es que al Contribuyente Argentino se le pasó por alto que los subsidios no eran regalos, que los pagaba él mismo con sus impuestos? ¿Y que, por ende, los treinta pesos del pudiente no eran iguales que los del careciente, porque el pudiente, teniendo más y ganando más, pagaba más en concepto de impuestos, aportaba más al subsidio respectivo?
No había fiesta entonces, ni nada que sincerar. Fiesta vendría a ser esto otro: quitar o reducir ciertos impuestos, y subir al mismo tiempo las tarifas. Pero esa fiesta es fiesta de pocos, esa fiesta es fiesta de otros.