En el volumen infinito de las Vidas de artistas ejemplares que nunca escribiré, encuentra un lugar destacado Jean- Baptiste Camille Corot. Como su padre soñaba con dedicarlo al comercio, recién a los 26 años consiguió que le permitiera dedicarse a la pintura. De todos modos, el deseo paterno se infiltra en la modalidad empresaria que Jean-Baptiste aplica a su actividad artística. Mientras sigue en secreto el consejo de Constable (“No preocuparse por doctrinas y sistemas; obedecer a la propia naturaleza”), envía grandes y severas naturalezas tan muertas como sus paisajes a los salones que son la medida promedio del prestigio y el éxito. Y los consigue, agotadoramente. Su pintura “oficial” repite danzas de ninfas y pastores, amaneceres y crepúsculos perlados, velados de vapores. Mientras llega la consagración –Napoleón III adquiere uno de sus cuadros más remanidos–, en el silencio de su estudio pinta su otra obra, aquella donde las ideas llegan a medida que avanza el trabajo, cuando el pincel corre más rápido que el cerebro. Paul Valéry discute con Charles Baudelaire acerca de su papel decisivo en el surgimiento de las vanguardias de su tiempo. El poeta de Las flores del mal no le perdona que, por respeto del éxito comercial, por seguir encadenado al mandato paterno, se maltrate al punto de copiarse a sí mismo y hasta llegue a firmar las malas reproducciones que de sus propias obras hacen sus alumnos menos aventajados, y menos aun tolera que, a cambio de sus estudios más espontáneos y cargados de violencia moral, sostenga hasta la muerte la existencia de un Corot oficial, de un alma que, al entregar a los Salones sus albas, atardeceres, ninfas, pastores, lagos y ríos y regiones y campiñas, ofreció al mundo la idea de que en una serie artística podían coexistir pacíficamente la mayor aprobación general y la demanda del mayor de los olvidos. ¡Justo él, que fue quien estableció el mejor criterio conocido hasta el momento para precisar el sentido de un Universo basado en la diferencia! Porque fue Corot y no otro quien dijo: “Si, por una absurda hipótesis, dos objetos fuesen verdaderamente idénticos, el sol no los iluminaría nunca de la misma manera y por lo tanto nunca serían la misma cosa”; fue Corot quien al fin de su vida creyó que nunca había sabido pintar un cielo y quiso hacerlo de nuevo para mostrar hacia dónde van esos inmensos horizontes.