Martín Insaurralde comenzó a sospechar que tal vez le convenga iniciar un juicio por abandono de persona. En términos políticos, al menos. Debe sentirse apartado, desprotegido. Ya desaparecen los carteles previos a la última elección, cuando en la vía pública se mostraba acompañado por la Presidenta. No se renuevan y, en su lugar, aparece solitario el candidato con sonrisa de costado, sobre un fondo azul, y las leyendas recurrentes que los publicistas cobran como si fueran mágicas. Se enteró además de que la dócil Juliana Di Tullio, quien antes parecía entusiasmada con su postulación, se llamó a sosiego y se refugia en el Congreso, no sale a la calle y ni se mueve de ese cobijo por consejo de una voz femenina cuyo origen nadie desconoce.
También advierte Insaurralde que le suspendieron una hilera de actos que estaban inicialados. Ni su protector Daniel Scioli lo convoca para esa interrumpida producción industrial, aunque se fotografía a su vera, lo asiste en reuniones artesanales, sabiendo que a la larga habrán de repartirse suertes electorales. Léase culpas. Para colmo, por insinuar autonomía y atender demandas que desata la fiebre de la inseguridad, el aspirante se pronunció –recordando algún desliz pasado de Cristina– por bajar la edad de imputabilidad de los menores, declaración que le sirvió al oficialismo para enrostrarle desviaciones ideológicas y, sobre todo, endosarle por falta de carisma la responsabilidad del fracaso electoral. Como si ellos no lo hubieran nominado.
Sería atrevido decir que Cristina se desprende del candidato, pero en política reinan las encuestas para entender ciertas conductas. Y algunos sondeos afirman que Ella, gracias a nuevas medidas que contrarían su propio relato, mejoró ligeramente la opinión como gestora; en cambio, a Insaurralde le cuesta retener los votos de agosto: se van a Sergio Massa. Quizás no sea apropiado hablar de abandono de persona, sí de una progresiva distancia entre la Casa Rosada y el intendente de Lomas, al que forzaron soñar con una herencia yacente.
Otra excusa para desamparar a Insaurralde es la designación de Alejandro Granados como ministro de Seguridad bonaerense, un colega de Ezeiza elegido por Scioli que piensa como la mayoría de los intendentes de la Provincia y que produjo un ataque de urticaria en el progresismo oficialista, sector que pasó años de militancia para destituir a Ricardo Casal y ahora debe soportar su continuidad y la llegada de alguien que detestaban a pesar de que proveía votos para la existencia de su prédica. A pesar del giro a la derecha nadie renuncia, aunque se quejan: siguen cobrando bajo protesta.
Hay, sin embargo, otro campo de refugiados aun más deso-rientado que el de Insaurralde. Son los desposeídos de Francisco de Narváez, perdidos en el desierto político por avatares de la fortuna desde que Massa se presentó como candidato. Algunos se desviven por conservar dominio en territorios que fueron fértiles (Mar del Plata, Bahía Blanca, La Plata) y no rifar el tiempo, el esfuerzo y la plata invertidos. Si hasta en lo personal parece afectado el Colorado: su propia esposa, Agustina Ayllón, corre riesgo de no ser elegida en tierra platense cuando ella fue su musa inspiradora, luego de una reconciliación matrimonial, en los tiempos en que él decidió dedicarse a la política. Tarea compleja lo acecha: la naturaleza electoral no lo favorece, y muchos desertan de su ejército.
Hay fugas conspicuas (el ex árbitro Castrilli o el sindicalista Amoroso), otras que ni rescata la estadística, y hay desconocidos reemplazados por otros menos conocidos. Incluso no muy confiables, ya que en un distrito clave quedó primero en la nómina un pícaro personaje que en los últimos comicios se guardó el dinero asignado para fiscales y colaboradores. Pero a De Narváez no le sobra tiempo ni para estas minucias costosas, ya que primero debe resolver si blanquea un acuerdo con Scioli –integrándose a su equipo de gobierno– que habilitó la propia Cristina.
Ninguno parece sonrojarse por esta eventualidad, luego de haberse dicho barbaridades.
Claro que esta transacción política, de producirse, genera nuevas derivaciones. Para De Narváez resulta una tacha más en su zigzagueante carrera política, caracterizada por socios alternativos según la ocasión. Y, sobre todo, de producirse antes del 27 de octubre, le allana la protesta y el escape de su coalición a Hugo Moyano. Aunque, en verdad, la separación ya se consumó –el sindicalista no hará ningún aporte económico en lo que resta de la campaña, ni siquiera sostiene a los propios en las listas– y el salto al massismo se demora por alguna reserva del propio beneficiado: no es que rechace regalos, sólo que tal vez analice la conveniencia de recibir en público el obsequio. Moyano puede representar energías diversas, no está claro que sea una frutilla deseada por el electorado.
No es la única inquietud de un Massa que evita hacer campaña, típica actitud de quien encabeza el lote. Y con comodidad. Aunque en su rodeo, y a pesar de ir en ventaja, también se registran alborotos, a medias salvados con promesas futuras. La elección del nuevo jefe de bloque legislativo no resultó sencilla, provocó disturbios: Graciela Camaño parecía designada pero le trasladaron la responsabilidad para después de diciembre, con el nuevo y más numeroso núcleo de legisladores propios (siempre y cuando no sea Massa quien asuma ese cargo). Aun así, el candidato sabe que tal vez Mauricio Macri sea quien disponga de un bloque más grande que el suyo y, por lo visto en los últimos días, el alcalde porteño quiere dar más pelea por 2015 que la propia Cristina.
“No estoy terminado”, exhala en sus precipitadas apariciones en TV, con mensajes controversiales, y mantuvo alguna refriega con el propio Massa en la que no se respetaron límites territoriales o políticos (y compromisos que quizás afectaron a Juan José Alvarez, uno de los hacedores de la campaña bonaerense), aun con parientes asociados, amigos e intereses comunes. Pero el principal, bloquear el “Cristina eterna”, para ellos ya es un objetivo cumplido.