Para un observador casual, Argentina es un país curioso. Ni exótico ni trágico; en todo caso, contradictorio.
Argentina es blanco fácil del lugar común.
Cuentan que el Premio Nobel de Economía Simon Kuznets decía que había cuatro categorías de países: los desarrollados, los subdesarrollados, Japón y Argentina. Con esto no sólo insinuaba un supuesto carácter especial de nuestro país, sino sobre todo una suerte de determinismo económico de compartimientos estancos. La historia mostró que la distinción de Kuznets era más tenue de lo que él imaginaba. Sin embargo, desde aquella célebre frase hasta la reciente tapa del Economist mostrando a un Messi desangelado y de espaldas, Argentina sigue siendo vista como el paradigma de la oportunidad perdida, del fracaso previsible e inexplicable.
Tenemos que resistir estas simplificaciones. Argentina, como cualquier otro país, no es raro, ni excepcional. Es, apenas, complejo. Y si algo caracteriza la “complejidad” argentina es su inconstancia, eso que el frío lenguaje científico llama “volatilidad”. Argentina es inconstante tanto en su economía como en sus expectativas y consensos. Así como pasamos de la recesión del siglo a las tasas chinas, transitamos del fatalismo de las crisis al triunfalismo de las recuperaciones.
Este resultadismo inevitablemente influye en nuestros políticos: después de todo, la política es un emergente de su sociedad de origen y, como tal, refleja sus valores, consensos e ilusiones. Quizás por eso pocos países latinoamericanos exhiben la pendularidad de ideas y enfoques que mostró la Argentina en los últimos treinta años. Pensemos en la proliferación de etiquetas: republicanismo, populismo, liberalismo, aperturismo, progresismo, estatismo, proteccionismo.
O en la experimentación constante, y muchas veces circular.
O en la bipolaridad de las expectativas.
Podríamos hablar, por ejemplo, de las asignaturas pendientes. Decir que, después de treinta años de democracia y diez de bonanza, tenemos 30% de inflación, saldo comercial cero y crecimiento enano. Que tenemos un déficit fiscal contenido con ajuste de jubilaciones, reservas internacionales flaqueando a pesar de los cepos, servicios públicos anémicos, viviendas precarias, educación a marzo.
Podríamos decir, en suma, que Argentina está condenada al fracaso.
O podríamos hablar, en cambio, de todo lo bueno que nos espera. Decir que tenemos recursos naturales, financiamiento externo y capital humano para desarrollar servicios de exportación o para industrializar nuestros productos primarios. Que a pesar del desgaste de nuestra imagen internacional, Argentina está en una posición privilegiada para recuperar el rol de articulador regional, como el que juegan Francia en Europa o Corea en Asia. Que un país que se levanta de las cenizas como lo hizo Argentina en 2002 tiene el capital empresarial para encontrarle la vuelta al desarrollo sin emular a países con recursos y realidades políticas distantes.
Podríamos decir, en suma, que Argentina está condenada al éxito.
De nuevo, tenemos que resistir estas simplificaciones. Argentina no está condenada a nada. O, mejor dicho, está condenada a nosotros mismos. El desarrollo nos viene eludiendo no a causa de algún pecado original u otro determinismo irreparable sino porque, si bien los ingredientes fundamentales están, nunca terminan de conjugarse de manera adecuada.
Humildad ante la complejidad. Quedémonos con esto que podría ser el eslogan de una agenda de desarrollo. No hay que subestimar la complejidad de la tarea; en todo caso, hay que sobreestimarla. El desarrollo no son unas pocas grandes ideas en un libro blanco; el desarrollo son muchas ideas pequeñas, combinadas y acumuladas pacientemente a lo largo del tiempo. Es una tarea paciente en un tiempo largo. Una tarea y un tiempo que exceden un período de gobierno, que nos exceden individualmente a todos nosotros.
Seamos promotores de este largoplacismo, sin quitarle la vista al desafío por delante: la oportunidad siempre lejana, siempre inminente, de construir una Argentina mejor.
*Economista y escritor.
Transcripción de su discurso de apertura de la cena anual de Cippec del 7 de abril de 2014.