Nunca tuvimos, y acaso nunca tendremos, un debate como aquel que en 1984 nos prodigaron Vicente Leónidas Saadi y Dante Caputo a propósito del conflicto del Beagle.
Estaban dados todos los ingredientes necesarios: dos tesituras contrapuestas (la del patriotismo inflexible, la de la flexibilidad diplomática), dos figuras contrastantes (el vetusto caudillo provincial, el joven canciller), dos estilos retóricos y expositivos enfrentados (chillidos y arrebatos, de un lado; pausas y tonos graves, del otro), dos ideologías bien distintas (el feudalismo justicialista y la socialdemocracia radical), dos sistemas probatorios antitéticos (los mapas como evidencia, credo del nacionalista; los argumentos como principio, credo del negociador), dos convicciones antagónicas (que las islas eran nuestras, y no había que cederlas; que la paz era el bien supremo, y había que garantizarla). A todos estos factores habría que agregar, también, que la reciente recuperación de la vida en democracia predisponía a la sociedad en general a apreciar las discusiones abiertas y el énfasis en la expresión de ideas, después de años de silencio impuesto.
También de eso nos cansamos, según parece, como de todo. Las discusiones, la lucha de discursos, se desprestigiaron últimamente y se vieron fuertemente reemplazadas por un ideal new age de armonía cósmica con efectos de narcosis, o bien por los insultos feroces de los barrabravas del teclado con su violencia desatada en internet.
Se discute poco y mal. A veces por falta de preparación o de costumbre, a veces por desgano o impaciencia, a veces porque los asesores de imagen indican que los discutidores caen mal: que “la gente” prefiere a los que nada dicen y se fingen tolerantes con la treta de nunca alzar la voz.
En ocasiones no se discute por otra razón: porque no existe, en el fondo, cosa alguna que discutir. Entonces los debates transcurren como si hubiese dos boxeadores que pelean en un eterno round de estudio, o dos tenistas que juegan siempre desde el fondo de la cancha, o dos ajedrecistas que deciden hacer tablas ya desde la primera movida.
Los mismos que se quejan de que en la Argentina hay crispaciones y tensiones en exceso se quejaron de que el debate entre Scioli y Macri saliera un tanto anodino, sin chispas y sin filo.
¿Qué querían? ¿Qué esperaban? ¿Que Scioli admitiera, por puro amor a la verdad, que la del 5% de pobres no es una medición certera? ¿Que Macri admitiera, por puro amor a la verdad, que las políticas que planea ejecutar llevarán esa penosa cifra (la real) a niveles mucho más altos?
No se los vota, evidentemente, a causa de lo poco que dicen, sino a causa de lo mucho que callan. Algún día, si seguimos así, llegaremos a presenciar un debate a boca cerrada: un debate en perfecto silencio, de neta inspiración beckettiana.