De la vaina de semillas de la amapola, cultivada hace más de 7 mil años, se obtiene una savia blancuzca conocida como opio, uno de los analgésicos naturales más antiguos y famosos de la historia. Su eficacia analgésica se debe en gran parte a la morfina, el alcaloide opiáceo más abundante en el opio. Hoy, la extracción casera de opio para cualquier uso es ilegal en casi todo el mundo. Sin embargo, el descubrimiento del sistema opioide endógeno hace apenas cinco décadas catapultó la investigación de esta familia creciente de analgésicos opiáceos.
Al día de hoy, y contando con casi 10 mil publicaciones científicas, es indiscutible la importancia que tienen los opioides medicinales naturales o sintéticos obtenidos de manera rigurosamente controlada –que frecuentemente superan el perfil terapéutico de la morfina y con menores efectos adversos– para el manejo del dolor refractario. Y aun así, la investigación de nuevos y mejores opioides medicinales goza de una saludable presencia en las agendas científica y médica. No obstante, esta poderosa arma terapéutica probó tener doble filo: el incremento de su uso médico, sobre todo en los Estados Unidos, llevó a un aumento desmesurado de la adicción a opioides de muchos de los pacientes tratados que hoy todavía no está controlado.
En este contexto resurge el cannabis, otra planta milenaria cultivada hace casi 5 mil años y con capacidad analgésica reconocida. La llamada “prohibición del cannabis” por la Convención Internacional del Opio en La Haya (1925) impuso grandes restricciones a su uso recreacional o médico. Sin embargo, en los últimos treinta años el cannabis ha recuperado terreno en los ámbitos social, médico y legal. En Argentina, el Congreso aprobó, de manera unánime, la Ley 27.350 de Investigación Médica y Científica del Uso Medicinal de la Planta de Cannabis y sus Derivados. Más tarde, precisamente hace un año, fue reglamentada por el Poder Ejecutivo.
Al igual que para el sistema opioide, nuestro organismo cuenta con un sistema cannabinoide endógeno, identificado por primera vez en 1990. Sin embargo, el aval científico del uso de cannabis medicinal es muy modesto, ya que cuenta solo con 500 trabajos publicados desde 1970. Pese a ello, la evidencia creciente sugiere que el uso de cannabis sería útil para el control del dolor crónico, así como para la reducción en el consumo de opioides en este tipo de pacientes. Pero, y al contrario de los opioides, la realidad es que aún hay más dudas que certezas en torno al cannabis medicinal: ¿El efecto analgésico observado se debe solo a la presencia de los dos componentes activos más conocidos del cannabis –THC y CBD–? ¿Conocemos realmente todos los efectos adversos asociados al cannabis? ¿Es posible desarrollar tolerancia –como ocurre con los opioides– que obligara al aumento de las dosis con efecto terapéutico? Y hay muchas preguntas más.
Por otro lado, se sabe que el uso frecuente de cannabis –sobre todo desde edades tempranas– se asocia a su dependencia, e incrementa el riesgo de adicción a otras sustancias adictivas, incluyendo alcohol (Blanco y colegas, JAMA Psychiatry, 2016). Estas evidencias pondrían entonces en tela de juicio el supuesto beneficio que significaría el consumo de cannabis en pacientes con terapia opioide. Finalmente, otros riesgos reportados incluyen mareos, psicosis y déficit cognitivo, y aumento de accidentes de tránsito (Nugent y colegas, Ann Intern Med 2017).
Los opioides –la familia de analgésicos más importante y estudiada de la historia– parecen marcarles la cancha a los cannabinoides, y quizás sería sabio prestarles atención.
*Investigadores del Conicet y directores del Grupo de Dolor del Instituto de Investigaciones en Medicina Traslacional dependiente de Conicet - Universidad Austral.