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Mirá cómo me puse

Las sociedades posmachistas ya empezaron. Esto ya está hecho. En todo relato clásico, cada punto de inflexión coincide con una crisis, un destierro, una pérdida: hay que abandonar el paraíso de mentiras y falsas certidumbres y entrar en territorio desconocido.

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Las sociedades posmachistas ya empezaron. Esto ya está hecho. En todo relato clásico, cada punto de inflexión coincide con una crisis, un destierro, una pérdida: hay que abandonar el paraíso de mentiras y falsas certidumbres y entrar en territorio desconocido. Con valor, con coraje, con ganas de un futuro más justo. El problema es que, al no haber categorías formales o estéticas acordadas para ese primer paso, es probable que atravesemos un largo período de distorsiones, de manotazos de ahogado, de recrudecimiento canalla de aquello que precisamente se denuncia. No sé si son trolls o la gente es directamente tarada (por no decir cómplice del sistema que la taradiza), pero esta semana preferiré usar el teléfono como teléfono y solo para hacer llamadas en vez de dejarme tentar por las oleadas de odio, los tsunamis de cinismo y las carradas de estupidez que siguen buscando desacreditar a las víctimas y desautorizar las voces de sus defensoras con argumentaciones pseudopolíticas.

Lo cierto es que cuando la lente patriarcal se nubla todo se enrarece. Es una construcción de sentido edificada sobre un error, si se quiere, pero que ha tenido por siglos la anuencia de ambos géneros, si es que son dos. Incluso la búsqueda de placer entre géneros conoció una sola retórica pública aceptada: la mujer como objeto de deseo del hombre, y rara vez al revés. La frase “mirá cómo me ponés” (aparentemente repetida por el acosador como un mantra, en un alarde ritual de falta de imaginación y de libido que solo se equipara con el diálogo perezoso de la frontal pornografía) es un vívido ejemplo del problema: ¿quién es dueño del punto de vista? Soy narciso y “tu” experiencia vital se explica solo en “mi” experiencia: así me pongo. Incluso es más factible que estas retóricas públicas (y estas estéticas dinamizadas por la reproducción industrial) acepten antes al hombre como deseo de otro hombre que poner a la mujer en el punto de vista, en el centro de su propia mirada.

El patriarcado ha construido ese mirador inexpugnable a fuerza de miles de pequeñas diferenciaciones cotidianas, cuya coartada puede haber sido la mera biología, pero detrás de la cual la intención abyecta es la dominación y no la concordancia.

Sépase también que el problema de la cosificación de la mujer en la industria del espectáculo no es un problema nuevo; tampoco lo es la cosificación del hombre en esa misma industria. Pero por ese mismo motivo inextricable (el punto de vista era solo masculino) hemos pactado (se nos ha enseñado) que a los hombre no nos molestara nada y a las mujeres sí y mucho.

La pregunta es seria y nos atañe a todos. ¿Cómo se construirán la intimidad y el erotismo cuando quede develado que solo uno ve y decide y solo una es vista y decidida? En cada pareja, en cada hombre y mujer que se atraigan para celebrar sus diferencias biológicas, ocurre –desde ahora– una sutil revolución.