Si bien se mira, con los ojos propios, así parecen funcionar las cosas: como personas, como individuos, el motor que nos impulsa, nos activa y nos hace crecer tiene que ver con lo que, de un modo amplio y general, llamamos “vida”. Sin embargo, en conjunto, como grupo social diverso y multitudinario, obligados y necesitados como estamos de compartir un tiempo y un territorio, el motor que nos mueve y nos involucra es aquel al que, del mismo modo vasto y general, llamamos “muerte”.
“Es raro, ¿no?, es muy loco esto”, diría Lanata. Hay algo que no cierra entre lo que somos y lo que da como resultado la sociedad que integramos. Se advierte en las calles, en el maltrato, en la bronca, en la violencia creciente, en las casas enrejadas o alambradas, en las personas abandonadas a su suerte, en la mala calidad de los servicios que nos brindamos mutuamente.
A solas, cuando el ánimo decae, ahí está la vida dándonos fuerza o señales que nos estimulan. Un hijo, tal vez, que va a nacer o que nos mira y espera nuestra reacción. Un buen amigo, quizá, que nos ayuda a superar un mal paso, un error, y lo hace como puede, alentando, aun con insultos. De un modo o de otro, la amorosa vida se manifiesta y te recuerda que hay que salir y seguir porque, al fin de cuentas, no disponemos de tanto tiempo como para perderlo en lamentos.
Pero “me quiero morir” es en la relación con esos otros de nosotros cuando hasta el lenguaje se satura de muerte –“hay que matarlos a todos”, “se juega a matar o morir”– y nos hacer ver en el espejo. Cuando las consecuencias ya no se pueden reparar, reaccionamos. Salimos a la calle con banderas de “Justicia para...” y la foto, o las fotos de los muertos familiares o vecinos, del corazón o del barrio. Los reclamos y las denuncias se atienden al fin de urgencia, y en la emergencia, cuando se alcanza el límite de lo que podemos soportar.
Tiene que suceder una dictadura tras otra, hasta que se desemboca en la más feroz que se recuerde, para que valoremos al fin la democracia. Tiene que declararse una guerra como la de Malvinas y tienen que morir ahí cientos de jóvenes para que reaccionemos contra semejante locura.
Y así. Tiene que morir el soldado Carrasco en un remoto cuartel del sur para que se revele la brutalidad del servicio militar obligatorio y se decida eliminarlo. Tiene que morir una adolescente, María Soledad Morales, en Catamarca a manos de los llamados “hijos del poder” feudal de la provincia para que las marchas del silencio terminen con la dinastía de los Saadi. Tienen que morir casi 300 pibes en Cromañón para que se acabe, al menos por un tiempo, la corrupción entre inspectores, policías y “capos” de la noche.
Y así. Tienen que morir 52 personas en la estación de Once para que queden expuestos funcionarios y empresarios, en el robo, la mentira y la estafa con los subsidios. Tienen que producirse más de cien asesinatos en Rosario para que se comprenda la magnitud del narcotráfico que “toca” al poder. Tienen que desaparecer mujeres o aparecer violadas o muertas para que se investigue la trata de personas. Tienen que morir fanáticos y hay que vaciar los estadios de fútbol para controlar a “las barras”
Y así. ¿Puede una sociedad levantar la cabeza para ver qué hay más allá de lo que padece con tanta muerte pesando sobre los hombros? Es posible que las redes sociales, la nuevas formas de comunicación y de intercambio, más horizontales, más personales, sean una oportunidad única de iniciar el reemplazo de un motor por otro. El sistema cloacal donde circula tanto odio y tanta muerte puede ser bloqueado y, de a uno, de a pocos, es posible poner la palanca en reversa. Algún día tenemos que hacernos cargo de lo que nos toca y comenzar a demostrar que somos mejores personas de lo que creemos ser. Si uno cambia, todo cambia.
*Periodista, coordinador de los medios públicos de la Ciudad.