Sergio Massa supo de los riesgos de incursionar en aquellas calles estrechas del barrio San Alberto durante una reunión en el sindicato de Comercio de La Matanza. Allí se había reunido la plana mayor de sus dirigentes locales para trazar la estrategia final de la caravana. En el lugar repicaban las advertencias sobre los peligros de abandonar las avenidas. Lo advertía, por ejemplo, el secretario del gremio, Julio Ledesma. El dominio de los referentes municipales en el barrio volvía predecible una reacción violenta de los punteros en las calles menos pobladas. Los incidentes estaban a la vuelta de la esquina. Massa cerró la discusión:
— Si sale bien, es una fiesta. Si sale mal, mejor.
Algunos celebraron la decisión, como Christian Raff, un estrecho colaborador de Juan José Alvarez. La mayoría se fue convencido de que una lluvia de huevazos podía ayudar en la campaña, al dejar al oficialismo el lugar de la violencia.
Pero la reacción incluyó mucho más que huevazos. Volaron piedras, palazos, tuercas. Aparecieron incluso armas de fuego.
Cuando se especuló electoralmente ¿nadie tuvo en cuenta que algunos dirigentes habían llevado a sus hijos a la caravana?
Los agresores, a todas luces surgidos del oficialismo municipal, fueron los responsables de la violencia. Pero la obsesión por el posicionamiento electoral debe tener límites.
Massa apareció luego en el programa CQC bromeando acerca de cómo había “parado de pecho” un proyectil. Pero el trasfondo de lo sucedido en La Matanza, aquello que dice de los dirigentes de uno y otro sector, está lejos de ser un chiste.