Los profundos cambios sociales, económicos y políticos producidos en la Argentina durante los años ochenta y noventa dieron lugar a la emergencia de nuevas formas de conflictividad social. Una de las expresiones más significativas, intensas y abarcativas de ello ha sido el creciente aumento y complejización del fenómeno delictivo, desarrollado en el ámbito doméstico –principalmente en las grandes urbes–, así como la aparición de nuevas formas de criminalidad organizada.
En contradicción con ciertas opiniones ampliamente extendidas entre distintos sectores sociales y políticos de la Argentina conservadora, la pauperización social producida en nuestro país durante las tres últimas décadas no ha sido la causa directa de este fenómeno, sino que, en su determinación, ha concurrido un conjunto de condiciones sociales, culturales y económicas que han favorecido la conformación de situaciones de violencia y, en consecuencia, el crecimiento tanto de la criminalidad común –en particular, de la criminalidad violenta– como de la organizada.
Entre esas condiciones resalta la crisis del Estado en su función de regulación, mediación y resolución de los conflictos sociales básicos y, específicamente, la incapacidad de éste para abordar, prevenir, conjurar y resolver los hechos y actividades delictivas en sus diferentes manifestaciones de manera exitosa o, al menos, con un grado significativo de aceptación social, crisis cuya cara más visible ha sido el colapso del sistema judicial-penal, penitenciario y, particularmente, del sistema policial, tanto por el ejercicio sistemático de diversas formas de abusos de poder expresadas en los recurrentes hechos de corrupción como de la violencia ilegal avalada o llevada a cabo por los propios poderes públicos o por algunas de sus agencias.
La vigencia efectiva del Estado de Derecho y el ejercicio más o menos efectivo del uso legítimo y legal del Estado sobre los medios de violencia configuran condiciones institucionales indispensables de la democracia y, en particular, de la gobernabilidad política democrática. En efecto, los Estados democráticamente organizados proclaman legal, institucional y simbólicamente estas condiciones y se estructuran, en lo social y político, en función de hacerlas vigentes en sus comunidades. El sistema de seguridad pública encuentra en estas funciones su horizonte legal y simbólico.
Sin embargo, en el proceso de democratización política iniciado a mediados de los años ochenta en la Argentina, si bien resultó exitosa la reversión de la autonomía y de la tutela militar sobre la vida institucional y se puso fin al ciclo de violencia que caracterizó la vida política local durante varias décadas, no fue posible la estructuración de una situación de seguridad pública signada por la regulación y la conjuración efectiva del conjunto de los conflictos sociales vulneratorios de los derechos y las libertades ciudadanas básicas de toda democracia consolidada, en particular, de aquellos conflictos de impronta delictiva. (…)
La policía y otras instituciones del sistema penal tienden a actuar como guardias fronterizos, protegiendo de los pobres a las elites, mientras que la violencia policial –que puede constituir tortura– sigue estando amparada en la impunidad porque se dirige ampliamente contra aquellas “clases peligrosas” y raramente afecta las vidas de los privilegiados. Las políticas de prevención del delito (...) apuntan menos a controlar el crimen y la delincuencia que a disminuir el temor y la inseguridad de las clases dominantes. Las percepciones que las elites tienen de los pobres como parte de esas “clases peligrosas” son alentadas por un sistema judicial que procesa y encarcela a la gente pobre por sus delitos, mientras que los delitos cometidos por las elites quedan en su mayoría impunes. Los delitos de la clase media y las elites –tales como la corrupción, (...) y la explotación infantil o el trabajo esclavo– no son percibidos como amenazas al statu quo. Lo mismo se aplica generalmente al crimen organizado –incluyendo el tráfico de drogas, el lavado de dinero, el contrabando e, incluso, el tan redituable tráfico de armas–, que no es objeto, en muchos países de la región, de políticas coercitivas consistentes. (…)
La policía debe convertirse en un organismo público políticamente “agnóstico”, es decir, sometido al estricto cumplimiento de las leyes, normas y reglamentos vigentes, y reacio a las tradicionales y habituales manipulaciones políticas de parte de los gobernantes o funcionarios de turno. La conformación histórica de nuestras policías como instituciones de Estado centralmente encargadas del control político y social favoreció la articulación de instituciones policiales altamente politizadas, signadas por la conformación de dispositivos de conducción extraoficiales y subterráneos sobre ciertos sectores policiales de parte de autoridades y referentes políticos sin facultades de dirección policial, que inciden informalmente –pero con un alto nivel de efectividad– sobre los ascensos, pases, destinos y ocupación de los cargos o unidades policiales y hasta formulan en la trastienda algunos lineamientos y directivas en materia de seguridad. No pocos legisladores, intendentes y dirigentes partidarios de nuestro país ejercen soterradamente diferentes formas de influencia, presión y dirección sobre jefes policiales y sobre diversos integrantes de la institución, y hasta deciden acciones y operaciones policiales concretas, siempre al amparo de la protección política informal que se les garantiza a sus referentes policiales. Este manejo informal de la policía implica, en algunos casos, la protección y el encubrimiento de jefes y cuadros policiales corruptos, que articulan y amparan ciertas redes delictivas mediante las cuales se generan cuantiosos fondos ilegales. En otras circunstancias, supone la disposición de medios policiales para el desarrollo de acciones encubiertas tendientes a dirimir pujas políticas con sectores adversos o el leviatán azul contiendas electorales mediante la generación de situaciones de “desborde” delictivo o de crisis de seguridad. En suma, esta manipulación política de la institución policial ha sido favorecida por la tradicional desaprensión con que nuestra clase dirigente ha tratado la problemática de la seguridad pública y la consecuente ausencia de políticas integrales en el sector.
*Director ejecutivo de la Escuela Nacional de Inteligencia de la Agencia Federal de Inteligencia (AFI). / Fragmento de su nuevo libro El leviatán azul (Siglo XXI Editores).